En las películas de Mia Hansen-Løve (París, 1981) siempre hay personajes que van al cine y que hablan de cine. El padre de mis hijos (2009) está incluso protagonizada por un productor, pero La isla de Bergman, que llega este viernes 1 de julio a la gran pantalla, ya alcanza el paroxismo de lo metacinematográfico. Su primer proyecto en inglés está protagonizado por Vicky Krieps y Tim Roth en los papeles de un matrimonio de cineastas que se instala un verano en Fårö, hogar y tumba del director de películas como Gritos y susurros, Fanny y Alexander y El séptimo sello.
Puede que esta directora impresionista, amante del detalle y de los tiempos muertos, sienta una admiración profunda por la capacidad del tótem sueco para retratar las zozobras de la vida en pareja, pero en la entrevista que mantuvimos con ella en el contexto del festival internacional de cine de Valencia Cinema Jove, nos confió que lo que impulsó su penúltima película fue un poderoso imaginario infantil.
Hansen-Løve creció en un apartamento modesto de un bloque de edificios anodinos. Matiza que no tuvo una infancia triste, solo monótona. Para evadirse, fantaseaba con Escandinavia, la tierra de su abuelo paterno: “Ir a Fårö fue como cumplir un sueño de la niñez. Creo que en mi atracción por el universo de Bergman hay un deseo de encontrar una especie de paraíso perdido”.
Pregunta. Sus películas parten siempre de alguna emoción. ¿Cuál está presente en La isla de Bergman?
Respuesta. La que traté de contener en los ojos del personaje de Vicky Krieps en el último plano de la película. Tras estrechar a su hija entre los brazos arroja una mirada a su marido donde hay sentimientos contradictorios, que no se expresan en voz alta: una forma de complicidad, alegría y a la vez distancia, quizás un abismo. Es una aceptación de que ciertas cosas no se pueden compartir. De hecho, es esta visión de la pareja, esta mezcla de confusión, amor y soledad, lo que la película busca explorar.
Palabra de Rohmer
P. Su cine está tejido de silencios. ¿Los hace constar en el guion, los tiene presentes cuando escribe?
R. Sí, una de las razones por las que me convertí en directora en lugar de escritora es porque el cine me permite decir muchas cosas sin recurrir necesariamente a las palabras. Eso no quiere decir que no le dé importancia a lo que se dice. Mis actores, de hecho, improvisan muy poco. La razón es que me gusta el lenguaje, así que quiero poder elegir las palabras. No obstante, siempre están extraídas del silencio. Eso es lo que me diferencia del cine de Rohmer. Muchas veces se me compara con él, y realmente lo admiro, pero aunque en su cine hay misterio, la acción brota del habla, mientras que en mis películas lo hace del equilibrio entre el silencio y el lenguaje. Mis actores dicen cosas que a veces son importantes, a veces insignificantes, pero en cualquier caso siempre resaltan un silencio.
P. En un encuentro con el director noruego Joachim Trier en el Lincoln Center declaró sentirse sola, con la convicción de no pertenecer a ningún movimiento cinematográfico actual. Ha citado a Rohmer y esta película es un tributo a Bergman. ¿Cree que su cine se adscribe entonces a corrientes del pasado?
R. (Risas) Tengo problemas para reclamarme como parte de una familia cinematográfica, porque me parece presuntuoso. Pero también me resulta muy difícil declararme heredera de Ingmar Bergman, de Rohmer, de Truffaut o de Bresson, porque no sé si me hubieran aceptado como tal. Estos son, en todo caso, los cineastas que me nutren, la familia que he elegido. Eso no quiere decir, no obstante, que no haya cineastas de mi generación a los que admire.
P. ¿De cuáles se siente más próxima entonces?
R. Lo que ocurre es que hoy día no hay una corriente como la Nouvelle Vague, una comunidad articulada en torno a una teoría del cine. Hay críticos que me incluyen en una nueva ola de jóvenes directoras, pero el género no me parece un criterio estético. La Nouvelle Vague inventó la modernidad en Francia. Espero que muchas de nosotras hayamos desarrollado un lenguaje propio, pero no creo que podamos definirnos como una corriente, porque no hemos creado formas conjuntas.
P. ¿Se considera mitómana?
R. Lo fui cuando empecé a trabajar en este proyecto. Durante la escritura del guion vino a verme a Fårö el actor de Eden (2014), Félix De Givry. Éramos como dos niños. Estábamos entusiasmados. Me hice con todos los souvenirs que pillaba, un billete de Bergman, una jarra de Bergman... (Risas) Este fetichismo solo me ha dado con él. No puedo explicar por qué. Mi admiración por Bergman es inmensa, pero no mayor de la que siento por Bresson, Truffaut o Rohmer. Quizás tenga que ver con la búsqueda de mis orígenes escandinavos. Tengo una especie de herencia nórdica con la que siempre me he identificado, pero que siento como un lugar. Crecí en Francia, no tengo familia en Dinamarca ni hablo danés. así que hay una mezcla de familiaridad en sentido literal y distancia, donde identifico Fårö como mis orígenes perdidos.
P. Su película El porvenir (2016) arranca con una visita a la tumba de Chateaubriand y La isla de Bergman recoge el peregrinaje de los cinéfilos al refugio y escenario de muchas de las obras maestras del director sueco. ¿Qué opina del turismo de cementerio?
R. El acercamiento en ambas películas es distinto. En La isla de Bergman su tumba es anecdótica, un lugar entre los muchos en Fårö en los que está la presencia del director. Es un lugar que me parece muy bonito. Estéticamente, me interesaba filmarlo. Pero, en último término, me interesaba porque plantea la cuestión de la creencia en Dios en Bergman, un aspecto que me interesa como cineasta. En El porvenir, en cambio, Chateaubriand encarna el amor de la protagonista y su marido a través del pensamiento, la importancia que dan en su vida a una espiritualidad que no se define por la creencia en Dios.
P. ¿Considera La isla de Bergman una película de fantasmas? Lo digo tanto por la presencia espectral de Bergman como por la historia protagonizada por Mia Wasikowska, sobre una mujer que no consigue escapar del recuerdo de su primer amor.
R. Absolutamente. La idea de expresar el diálogo que tenemos con las personas que no están está más o menos en todas mis películas, pero como un relato inconsciente y secreto. Aunque siento un gran interés por plasmar la espiritualidad, mi cine es realista, así que los fantasmas no pueden ser literales, sino permanecer en el interior de los personajes. Esta es la primera y la única vez que he encontrado una manera de filmar a los seres desaparecidos. La magia infantil de la isla me facilitó una llave a la imaginación que dio acceso a una historia de fantasmas.
P. Esa película dentro de la película parece un epílogo de su cinta iniciática Un amor de juventud (2011), sobre una mujer que no consigue pasar página tras la ruptura de su primer amor.
R. Exactamente. Hace mucho tiempo que quería retomar aquellos personajes de una boda que se desarrolla durante tres días, pero no quería dedicarles una película, porque lo sentía como volver atrás. De repente, me resultó muy natural integrar la historia en La isla de Bergman como el guion que está escribiendo Krieps.
P. Aquella película fue muy autobiográfica, ¿también lo es esta de alguna forma?
R. Bueno, si soy directora es porque el cine me ayuda a vivir. Siempre he tenido esta idea de que el cine es parte de mi vida y que por lo tanto nutre mis creaciones. Un amor de juventud definió cómo había transformado el duelo y el dolor de un primer amor en la fuerza para convertirme en cineasta. En La isla de Bergman también trato de conectar la creación y el desamor. Es la versión adulta. Quería agregar otra capa más a la reflexión sobre quiénes somos, cómo escribimos y en qué nos convertimos. Quería rastrear los cauces por los que una fuerza autodestructiva, en última instancia, se convierte en un motor de creación