Se puede poner en duda como todos los años la originalidad o valentía o la impopularidad de la programación del Festival Cannes (cuando a cines del espectáculo masivo se refiere), pero es insólito el año en que no halle en sus tripas una razón de peso para su existencia. En la pandémica edición del año pasado, esa razón fue probablemente Memoria, la última de las películas-espectro del tailandés Apichatpong Weerasethakul (Bangkok, 1970), que conquistara la Palma de Oro en 2010 con El tío Boonmee que recuerda sus vidas pasadas. Aquella película, como acaso ocurrió con El año pasado en Marienbad (Alain Resnais, 1961) y con Mulholland Drive (David Lynch, 2001), provocó una profunda escisión en las formas de apreciación crítica.
También de vidas pasadas nos recuerda Memoria que está hecho el cine. O de espectros. Si debemos explicar por qué el cine no es el arte de ilustrar historias, las búsquedas de Memoria podrían opositar a sublimes ejemplos. El cine es un médium. El tailandés rueda por primera vez en Colombia para oficiar una suerte de milagro contemporáneo que nos abre las puertas a una existencia arcana y cósmica, a la belleza del mundo. Si en previos viajes lo hizo mediante apariciones visuales, en Memoria lo hace a través de los sonidos (y las historias) que quedan atrapados, como huellas del tiempo, en los objetos y organismos que nos rodean. Una piedra, como demuestra el pescador Hernán a Jessica (Tilda Swinton, hablando en español) en la epifánica segunda parte del filme, puede revelar la memoria entera del mundo.
El destino al que nos conduce la errancia de una granjera escocesa por los espacios urbanos y rurales de Colombia, en su progresivo descubrimiento de que es una “antena” del mundo, conforma cuarenta minutos de absoluto éxtasis cinematográfico, un tour de force que se desarrolla en los límites de lo material y lo ultramundano. Si en su itinerario de exploración creativa el tailandés se ha propuesto a lo largo de los años filmar lo invisible, en Memoria se propone atrapar esos sonidos que ya estaban en el mundo antes que nosotros, antes acaso que la vida.
No se trata de una investigación psicofónica, apenas hay rastros de realismo, pero la fabulación que se apodera de las imágenes encuentra su zona de ruptura en una suerte de documental sobre las posibilidades del documento sonoro cinematográfico. En una sala de edición de sonido, Jessica y un ingeniero tratan de recrear el estallido seco con el que abre la película y que repercute en la cabeza (la memoria) del personaje. Es el incidente que lo pone todo en marcha. La secuencia es larga y minuciosa, en tensión con el misterio, y representa un hito de la exploración fílmica que supera con creces las conquistas metalingüísticas y los estudios sonoros de Michelangelo Antonioni, Brian De Palma o Peter Strickland. El cine es memoria y recuerda incesantemente nuestras vidas (y películas) pasadas. Incluso antes del propio cine.