El club llamado Silencio
Lynch realiza una enigmática y alucinógena obra maestra
6 marzo, 2002 01:00Michael Anderson en Mulholland Drive
"Silencio" es la palabra que cierra Mulholland Drive. Es como una contraseña o un amuleto, el mensaje cifrado que clausura un ritual de ruido y sombras desarrollado en uno de los universos paralelos de David Lynch. Esa palabra, misterioso enigma que surge de las profundidades de un palco en penumbras, es al mismo tiempo una orden y una declaración de principios. Una orden al espectador que tras casi dos horas y media de rendida fascinación debe aparcar la lógica y dejar de buscar explicaciones, y una reivindicación del poder de la imagen como origen de toda expresión artística. "Silencio" es la palabra clave que nos despierta tras una sesión de hipnosis, el chasquido de los dedos que nos traslada a la vigilia. "Silencio" es, también, una paradoja: imposible callar a una película cuyo sonido se convierte, como en Carretera perdida, en un personaje más. No hay ningún cineasta contemporáneo que trabaje el sonido como lo hace David Lynch. En sus manos, las secuencias son palabras con sus correspondientes sílabas tónicas, con cumbres y valles sonoros, repentinos estallidos fonéticos que saturan la pantalla de sentido. Es mágico e inquietante que una sola palabra resuma la filosofía de un artista que afirma que "los finales son terribles, y sólo pueden ser hermosos si dejan espacio para soñar".Tras el luminoso paréntesis de Una historia verdadera, poema rural sobre la tenacidad, el destino y la fusión con el cosmos, Lynch vuelve a territorios conocidos, los que mezclan lo bello y lo siniestro en un mismo plano de irrealidad.
Del amor a la pesadilla
Mulholland Drive puede interpretarse de infinitas maneras, como uno de esos sueños cuyas imágenes, oscuras y premonitorias, parecen surgir de lo más profundo de otra vida, tan posible como la nuestra. Como ocurría en Carretera perdida, la película arranca con la parsimoniosa fuerza de un thriller sobre la identidad y sus enfermedades morales, para derivar en una hermosa historia de amor que, luego, en un giro imprevisible, se transforma en pesadilla. Es la más hitchcockiana de las películas de Lynch, aunque sustituye la geométrica y cerebral precisión del maestro del suspense por un festival de intuiciones y misterios, una frenética celebración de la irracionalidad. El pre-genérico, que muestra a varias parejas de baile recortadas sobre un croma chillón, nos pone sobre aviso: la superposición de realidades, a menudo no coincidentes, conforma la constante duplicidad de una película que parece pertenecer a otro mundo. Seguramente desde Vertigo -obra maestra a la que Mulholland Drive remite sin rubor, reinterpretándola y reinventándola- no asistíamos a una historia de amor y muerte tan inexplicablemente magnética y conmovedora.
Como Judy/Madeleine en el filme de Hitchcock, Betty (Naomi Watts) y Rita (Laura Elena Harring) son las dos caras de una misma moneda, una personalidad desdoblada que investiga su propia esquizofrenia. Cuando Betty llega a Los Angeles con la sonrisa impostada de un anuncio de cereales, está a punto de revelarse como la parodia de la inocencia americana, la versión estereotipada de Laura Dern en Terciopelo azul. La amnésica mujer que se hace llamar Rita -ha visto un poster de Gilda colgado de un espejo- tiene todo el aspecto de una mujer fatal que ha olvidado su última estrategia de seducción en la recámara. Es divertido ver a Betty y Rita jugando a detectives, como dos ingenuas adolescentes salidas de una novela de Enyd Blyton o, como bien decía Kim Newman en la revista "Sight and Sound", como las Céline y Julie de Jacques Rivette. La inconsciencia de Betty y Rita no será sino el primer acto de impostura de una película plagada de playbacks, karaokes, pelucas y sueños dentro de sueños. La secuencia del casting protagonizada por una Betty leonina y sensual -revisitación del famoso "Fuck Me" repetido una y otra vez por Bobby Perú a un milímetro de la piel de Lula en Corazón salvaje- es la primera señal de una realidad, la de Lynch, que se cuestiona a sí misma constantemente.
La voz del destino
No es extraño que la visita al destartalado club "Silencio", con Rebekah del Rio interpretando una desgarradora versión en castellano del Crying de Roy Orbison -canción que Lynch había querido utilizar para Terciopelo azul, sustituyéndola finalmente por el famoso In Dreams que canta Dean Stockwell-, sea el umbral de otro universo, más maligno si cabe que el "real". El playback de Rebekah y el llanto inconsolable de Betty y Rita, rubias platino que parecen mirarse desde lados distintos de un espejo, sugiere que estamos condenados a repetir la voz de nuestro destino, que fluye misteriosamente desde otros mundos que están en éste.
Mulholland Drive no es sólo la historia de Betty y Rita. Es, también, un retrato despiadado, cruel y fantasmal del mundo de Hollywood. El joven director Adam Kesher (Justin Theroux) quiere hacer su película sin las interferencias de los siniestros gángsters que la financian, pero recibe la orden de contratar a la actriz Camilla Rhodes. Kesher planea eludir las imposiciones de tan inquisitivos productores, pero le será imposible: figuras característicamente lynchianas -el David O. Selznick de Liliput y el Cowboy, que como el Hombre Misterioso de Carretera perdida o el Killer Bob de Twin Peaks, es una presencia maligna y hace una espectral e inolvidable aparición, esta vez bajo una bombilla repentinamente encendida- le disuadirán con su perversa excentricidad. Aunque ésta y otras historias secundarias -el monstruo de la cara quemada que se agazapa detrás del diner- no parezcan tener nada que ver con la trama detectivesca conducida por Betty y Rita, todas desembocarán en el largo epílogo de Mulholland Drive, una visita guiada de media hora a través de una realidad paralela que funciona como un laberinto de espejos, cuyo reflejo siempre remite a una imagen, un sonido, una palabra o un gesto de la primera parte de la película. Realidades en rima asonante, los universos de Mulholland Drive no son otra cosa que la puesta en escena de nuestra desolación amorosa.
Un eterno karaoke...
Porque, en efecto, la última obra maestra de David Lynch (y van...) es, sobre todas las cosas, una historia de amor desesperada contada en clave de misterio. Una reflexión irracional sobre el amor como el mayor y más insondable de los enigmas. Betty y Rita están condenadas a amarse en cualquier mundo que conozcamos, y su comunión física, resuelta con una sutileza tan erótica como conmovedora, está guiada por la fuerza del destino. Mulholland Drive es la historia de un enamoramiento y su reverso, o viceversa, la historia de un rechazo y su reverso. Su estructura narrativa no hace más que demostrarnos que la vida es un bucle que nos obliga a copiarnos a nosotros mismos, un eterno karaoke cuya letra nos sabemos de memoria, una ceremonia secreta cuyo discurso no controlamos. Como a Betty y Rita, el silencio es lo único que nos queda, y si hay algo que demuestra Mulholland Drive es la insignificancia de cualquier análisis crítico, que siempre se revelará como una microscópica reflexión alrededor de un misterio, el de lo bello y lo siniestro, que nunca llegaremos a comprender.
Contra los rayos catódicos
A Lynch siempre le ha seducido el mundo de la televisión, probablemente porque los finales conclusivos y definitivos se contradicen con el formato seriado. Y la televisión nunca le ha tratado como se merecía. Los ejecutivos de la ABC se habían portado mal con él cuando le forzaron a resolver apresuradamente el crimen de Laura Palmer en Twin Peaks, provocando el declive del interés de los espectadores por la serie. En 1992 le cancelaron la sitcom On the Air por considerarla demasiado extravagante -lo era hasta límites casi geniales-, y en 1999 le rechazaron Mulholland Drive, que nació como un episodio piloto de una serie de televisión. Su lentitud formal y su exasperada, radical dispersión narrativa asustaron a los chicos de la cadena, que obligaron a Lynch a cambiar el montaje final. Justo cuando estaba a punto de estrenarse sin el nombre de Lynch en la cabecera y con un metraje de 88 minutos, aparecieron los franceses, fanáticos admiradores de su extravagante obra, y le dieron el dinero suficiente para que rodara material adicional para convertirla en largometraje, que, finalmente, se presentó en el último Festival de Cannes ganando el premio a la mejor dirección, compartido con Joel Coen, y le ha regalado su tercera nominación al Oscar.
Alquimista de planetas oníricos
The Alphabet (1968). Corto en blanco y negro, cuya finalidad remite al arte como génesis del horror. Sangre, lluvia y vómitos ya aparecen como temas recurrentes en su obra.
The Grandmother (1970). Un niño planta unas extrañas semillas de las que crecen una abuela. Surrealista y misterioso, es el tercer corto de Lynch.
Cabeza borradora (1977). ¿Pesadilla o mirada apocalíptica? En su momento, Lynch definió su primer largometraje como una película perfecta. Un filme de universos imposibles en el que confluyen sin estridencia la imaginería sexual, el caos visual y la sublime extravagancia.
El hombre elefante (1980). Obra maestra sobre el triunfo de la voluntad humana. Con un tratamiento realista -y en soberbio blanco y negro-, Lynch narra la historia real de John Merrick, inglés del siglo XIX afectado de una enfermedad congénita por la que nace completamente desfigurado.
Dune (1984). No hay término medio: o se ama (como película de culto) o se odia (por su tedio). Recordada con pesar por los amantes de la novela épica de ciencia ficción de Frank Herbert, este filme de galaxias místicas, que en principio iba a dirigir Jodorowsky, arrastra la fiebre por el plástico y el pop decadente de los ochenta.
Terciopelo azul (1986). Incluso en la presunta placidez de una pequeña ciudad norteamericana se esconde un submundo oscuro y pasional. Lynch ahonda en él a través de la inocente investigación de Kyle MacLachlan y Laura Dern, para entrar en el enfermizo, corrupto y depravado mundo de Dennis Hopper e Isabella Rossellini.
Corazón salvaje (1990). Lo que podría ser un cuento de hadas (que a su modo lo es), basado en un texto de Barry Gifford, adquiere en las manos de Lynch una cadencia demoníaca y visceralmente sexual. La extravagancia formal al servicio del amor obsesivo.
Carretera perdida (1997). Esta película es posiblemente lo más parecido a un sueño que ha dado el cine. Mediante identidades superpuestas y emociones veladas, Lynch traduce en imágenes una fuga psicogénica, el horror que vence a la conciencia.
Una historia verdadera (1999). Lynch recrea una historia real sobre la tenacidad y el orgullo, y de paso demuestra a los escépticos que también domina las convenciones del medio.