Difícil resistirse a la versión que presenta Maigret del célebre Comisario Jefe de la Policía
Judicial de París creado por el escritor belga Georges Simenon. Interpretado con carisma por un monumental Gérard Depardieu (Châteauroux, Francia, 1948) se presenta aquí como un hombre serio, granítico, de rostro impenetrable, apesadumbrado y deprimido por los achaques de la edad y por los traumas del pasado, pero también comprensivo, perspicaz, sarcástico… Profundamente humano, en definitiva. Todo gira en la película del director francés Patrice Leconte (París, 1947) en torno a la fuerza gravitacional que ejercen personaje e intérprete sobre cualquier otro aspecto de la producción, incluido un reparto excelente para unos personajes secundarios atractivos y bien perfilados.
En un momento del filme, un sospechoso le pregunta a Maigret si no va al cine a ver películas de policías. “Las persecuciones, las peleas, golpear al sospechoso con una guía telefónica para hacerle hablar… No. Me cuesta un poco creérmelo”, responde. “Entonces, ¿qué hace para hacerles hablar?”, le sigue interrogando el sospechoso. “Nada, les escucho…”, dice el comisario. En esta conversación se encuentra la clave de una película con una cuidada atmósfera de cine negro clásico que sostiene la acción a través de unos diálogos maravillosamente escritos.
Ni pipa ni apetito
Basado en la novela Maigret y la joven muerta (aunque el guion de Leconte y Jérôme Tonnerre introduce importantes modificaciones respecto al texto original), el filme se centra en la investigación en torno al cadáver de una chica aparecida en las calles del París de los años 50, con un vestido de alta costura plateado teñido en rojo sangre por culpa de las cinco puñaladas que presenta. Poco antes, Maigret ha pasado por la consulta del médico, que le ha recomendado unas vacaciones o incluso la jubilación anticipada ante el cansancio y la inapetencia que domina la vida del protagonista. Al final, el galeno tan solo consigue que el detective abandone su característica pipa, lo que le hace sentirse “desnudo”.
El decaimiento no le impide a Maigret hacer el trabajo de calle para tratar de solucionar el caso, con unos métodos que mezclan cierto estoicismo con el ingenio y la capacidad de observación. “Mi deber es buscar eso a lo que llaman ‘la verdad’ y espero encontrarla haciendo el menor daño posible”, asegura. “Yo no juzgo a nadie”, espeta poco después. Imposible no sentir simpatía por un hombre que no cambia de bebida a lo largo de un caso: “Hay investigaciones con blanco y otras con sidra o cerveza”.
Con el ritmo adecuado y una apuesta visual que combina los planos estáticos con los reencuadres y la cámara en mano para dotar de dinamismo al conjunto, se va desbrozando un caso que dista de ser tan enrevesado como los que suele investigar Hércules Poirot en la pantalla. Nada tiene que ver el efectismo de Kenneth Branagh en sus recientes acercamientos al personaje de Agatha Christie, Asesinato en el Orient Express (2017) y Muerte en el Nilo (2022), con la melancólica y sobria puesta en escena de Leconte.
Maigret es un filme crepuscular que privilegia los interiores con un expresivo uso de la luz. Lo más parecido a una secuencia de acción consiste en ver al inspector subir seis tramos de escalera. Eso sí, el gusto por el detalle del director de El marido de la peluquera (1990), que empezó su andadura como ilustrador y autor de viñetas, impregna de elegancia y estilo todo el filme. En las imágenes se percibe tanto el amor de Leconte por el personaje como por el cine de clásicos franceses como Marcel Carné o Jean Renoir, quien también llevó a Maigret al cine en La noche de la encrucijada (1932). con su hermano Pierre como protagonista.
Aferrándose a tenues pistas, un incesante Maigret va avanzando en una investigación en la que no importa tanto el quién (todo apunta desde el principio en la misma dirección) como el cómo y el porqué. Visitamos de la mano del inspector la morgue, los juzgados, los night-clubs, las tiendas de vestidos de alquiler, hasta poner nombre a la chiquilla fallecida. Una de tantas jóvenes ingenuas que llegan a París desde las provincias con sueños de libertad y éxito, pero a las que la ciudad acaba devorando.
El fantasma del pasado
Para tratar de entender a la víctima, el policía entabla amistad con Betty (Jade Labeste), que guarda un parecido sorprendente con ella. La relación entre ambos, el núcleo emocional del filme, aviva el fantasma de la hija desaparecida de Maigret. Para el recuerdo ese momento en el que el detective escucha desde el baño, mientras se afeita, a su mujer y a Betty reírse y esboza una sobrecogedora media sonrisa. La alegría ha vuelto a casa y Maigret, poco a poco, vuelve a ser el que era. Un momento que quedará como uno de los más emocionantes de la carrera de Depardieu (que no es poco). Sin embargo, también vislumbramos algunas fallas en la moralidad del policía: para resolver el caso, no dudará en poner en peligro a Betty y en utilizarla.
En definitiva, no solo estamos ante uno de los mejores trabajos del actor sino ante un filme perfecto en su acercamiento al noir clásico, que además hace un elogio de la más noble forma de inteligencia: la empatía. Es esa capacidad de entender al otro lo que hace de Jules Maigret un detective único y de Gérard Depardieu, un actor sobresaliente.