A la sombra del éxito televisivo de series como Vikingos o Juego de tronos, de blockbusters que no parecen pasar nunca de moda como Braveheart, Gladiator o 300 e incluso de la saga de El Señor de los Anillos, la segunda mitad de los 2020 vive el renacer de un cine histórico-épico europeo, realizado a menudo en coproducción, característico de Rusia, ciertos países del este y norte de Europa o los Países Bajos. Un cine con descarado acento nacionalista, que mira en el pasado medieval e incluso mítico, para reafirmar posturas políticas y culturales de plena actualidad, directamente relacionadas con el resurgir de los nacionalismos, las tendencias anti-europeas de determinados gobiernos, partidos e intelectuales y, en general, el tinte separatista (respecto a la Unión Europea) que tiñe día tras día ciertos regímenes europeos cada vez menos europeístas.
Mientras los festivales de cine internacionales y las salas o plataformas de prestigio y qualité ofrecen un cine europeo de realizadores como los polacos Pawel Pawlikowski y la veterana Agznieszka Holland, el no menos veterano holandés universal Paul Verhoeven, el ruso Andrey Zvyagintsev, los rumanos Radu Jude o Cristi Puiu, el turco-alemán Fatih Akin o el ucraniano Serguéi Loznitsa, por citar algunos, que cuestionan, cada uno a su manera, la historia de violencia, xenofobia, intolerancia y corrupción de sus países, generalmente en periodos no muy lejanos, los festivales interiores, las plataformas generalistas, cadenas de televisión privadas o públicas y distribuidoras de DVD y Blu-ray (dentro y fuera de sus países de origen e incluso con destino al mercado asiático), están repletos de superproducciones históricas y seudohistóricas.
Todos ellos celebran personajes del pasado heroico, rescatando episodios épicos de sus respectivas luchas nacionales e identitarias, utilizando una narrativa cinematográfica espectacular, que adopta los modos y maneras de Hollywood, generalmente con cierto éxito si no de crítica, sí de público. Son esas películas de las que sabes poco o nada, pero con las que tropiezas al zapear saltando de canal en canal para, de repente, quedarte enganchado a enormes batallas entre intrépidos campesinos eslavos y perversos orientales, honestos bárbaros paganos y sádicos cruzados cristianos, contemplando con asombro cómo sacrificados soldados y civiles inocentes, a menudo mujeres empoderadas, son asediados y masacrados por crueles invasores turcos, germanos, mogoles, romanos… o españoles.
El mapa de los nuevos nacionalismos europeos, reedición actualizada de los de siempre, se mira en un cine hecho a su medida, pero que, a su vez, influye también en las tendencias populistas de su público. Por supuesto, el cine como propaganda no es ninguna novedad, pero quizá sí lo sea la falta de análisis crítico, tanto a nivel cinematográfico como sociopolítico, que acompaña este resurgir actual del género histórico-épico nacionalista, cuyo papel en los conflictos actuales y venideros está por estudiar y calibrar. En el caso de la Rusia de Putin, su trágica y desastrosa invasión de Ucrania viene precedida por varios años de producciones de ambos países que muestran con claridad sus posiciones enfrentadas, su antagónica visión de la historia común y la violencia latente a la que Rusia ha dado nuevamente perversa salida bélica.
Si en 2009, con Putin como primer ministro, todavía encontrábamos filmes como Taras Bulba de Vladimir Bortko, coproducido por Rusia y Ucrania (además de Polonia), espectacular versión de la novela doblemente nacionalista (su primera versión pro-ucraniana y la segunda pro-rusa) del escritor nacido en Ucrania Nikolái Gógol, algo que podía interpretarse quizás como tímido signo de conciliación cultural entre ambos países, abordando un clásico común, menos de una década después, tras la violenta anexión en 2014 de Crimea por parte de Rusia, ambas cinematografías aparecen empeñadas en un auténtico duelo propagandístico, patriótico y nacionalista.
Vikingos (Viking, 2016), dirigida por el ruso Andrey Kravchuk, responsable también de El almirante (Admiral, 2008), hagiografía del almirante Kolchak y su lucha sin cuartel contra los bolcheviques, recrea la consolidación del Rus de Kiev y su conversión al cristianismo ortodoxo en el siglo X, bajo la férula de Vladimir el Grande, apodado "el Vikingo" tras su regreso de Noruega, acompañado por una partida de mercenarios vikingos, con el beneplácito del regente noruego Hákon Sigurdsson. La película, una superproducción dirigida con energía y espectacular puesta en escena, se rodó, precisamente, en Crimea, y su trasfondo deja poco espacio para dudar siquiera de que Novgorod y Kiev, así como todo el territorio que las rodea, son la semilla y origen de Rusia, y que Vladimir, como buen descendiente del varego Rurik, fundador del Rus, es un héroe ruso cien por cien.
De hecho, tras una buena parte de metraje bélico, notablemente realista y sangriento en su retrato de las luchas fratricidas entre los diversos herederos de Sviatoslav I, su último tercio se transforma en un himno cristiano sin pudor alguno, pura propaganda de la Iglesia Ortodoxa, aliada de Putin, con imágenes de bautismos en masa, un retrato del paganismo absolutamente negativo y un Vladimir crístico y renacido, casi en olor de santidad, que recuerda los espectáculos bíblicos más kitsch del viejo Hollywood. El mensaje es claro: Kiev es la cuna de la Iglesia Ortodoxa en Rusia y, por tanto, Kiev es y será siempre, Rusia.
La propaganda religiosa empaña a menudo excelentes películas de aventuras históricas. En Furious (Legenda o Kolovrate, Dzhanik Fayziev, Ivan Shurkhovetskiy, 2017), asistimos a una suerte de 300 versión rusa, inspirada por la leyenda del bogatyr o caballero andante Evpaty Kolovrat, quien, según la crónica medieval Historia de la destrucción de Riazan, comandó un reducido número de soldados y civiles supervivientes de la toma de Riazan por los mogoles, en 1237, contra el inmenso ejército de la Horda Dorada, con el propio Kan Batu al frente, poniéndolo en jaque. En el filme, Kolovrat, a consecuencia de un enfrentamiento de juventud con los invasores, sufre pérdidas de memoria cada noche y debe reconstruir, con ayuda de familia y amigos, lo ocurrido hasta ese momento, día tras día.
¿Una metáfora de la necesidad para la Rusia actual de recordar una y otra vez su pasada grandeza y destino futuro? En cualquier caso, la épica militar va acompañada por la inesperada aparición de un monje ortodoxo anacoreta, que acoge a los rebeldes en su cueva, donde vive… ¡acompañado por un oso gigantesco! Durante la batalla final, monje y plantígrado reaparecen arrasando entre las filas mogolas, como una vívida y delirante encarnación del Oso Ruso y la Iglesia Ortodoxa, unidos en la lucha contra el invasor.
La excelente La conquista de Siberia (Tobol. Igor Zaytsev, 2019), basada en una novela de Alexey Ivanov (escritor crítico con Putin que hoy vive fuera de Rusia), recrea a su vez un episodio entre ficticio e histórico de la colonización de los territorios siberianos durante el reinado de Pedro el Grande, a través de la peripecia del joven Ivan Demarin, enviado a la frontera con el kanato de los dzungares en una embajada militar llena de traiciones y secretos, de la que forman parte también prisioneros suecos de la Gran Guerra del Norte. Aquí, los chinos no salen muy bien parados, mientras Pedro el Grande, pese a su fama como tirano, se comporta de forma magnánima con el protagonista, víctima de una conspiración a espaldas del zar. Prácticamente un wéstern épico de frontera, el grueso del filme lo constituye el asedio por parte de los dzungares del fuerte que sirve de refugio al ejército ruso, pero aquí también, al final, aparece el sesgo ortodoxo, con redoble de campanas y visión celestial.
Ucrania: temas contemporáneos
Estos y otros ejemplos combinan un innegable buen hacer cinematográfico con inversiones millonarias, a menudo facilitadas por el propio Estado, a través de exenciones fiscales o empresas intermedias, que aseguran la espectacularidad y calidad de efectos especiales, decorados, vestuario y escenas de acción con miles de extras. Y el resultado es, generalmente, positivo también en términos económicos.
Furious fue un éxito de taquilla, doblando en poco tiempo su presupuesto de 360 millones de rublos, mientras que Viking se colocó entre las diez películas más taquilleras en Rusia el 2016. Aunque ello no sirviera para cubrir sus costes, a día de hoy, con su distribución internacional en vídeo, televisión y plataformas, lo ha hecho ya de sobra. Independientemente de su calidad cinematográfica, todas comparten un mismo espíritu nacionalista, marcadamente religioso, y parecen ampararse bajo el viejo lema del zar Nicolás I: "Autocracia, ortodoxia y nacionalismo". Que podría firmar el propio Putin.
Entretanto, el cine ucraniano, menos dotado económicamente pero no menos ambicioso ni henchido de ideales nacionalistas, especialmente ante la amenaza de una invasión rusa en ciernes hoy ya realidad, no ha escatimado esfuerzos. Stronghold, el gigante de piedra (Storozhava zastava. Yuriy Kovalyov, 2017), es una película de aventuras y fantasía basada en la novela juvenil de Volodymyr Rutkivskiy, sobre un adolescente del siglo XXI, Viktor, que atraviesa accidentalmente un portal temporal y aparece, mil años atrás, en un fuerte eslavo de la época del Rus de Kiev, asediado constantemente por los cumanos o polovtsy (en ruso y ucraniano), pueblo nómada guerrero pariente de los turcos.
Elementos fantásticos tomados del folclore y el paganismo eslavo se combinan con una trama ligera, llena de acción, donde tiene particular importancia el papel de Oleshko, es decir, Alyosha Popovich, y sus camaradas, Dobrynya Nikitich e Ilya Muromets: los bogatyr más famosos de los cuentos de hadas y leyendas de rusos y ucranianos, que resultan ser totalmente reales, para asombro y gozo de Viktor. Las notas nacionalistas vibran con especial fuerza cuando, a punto de ser atacados por una enorme horda polovtsiana, los habitantes del fuerte, con los tres bogatyr al frente, entonan un cántico heroico de resistencia y advertencia a los invasores, que parece más dirigido a sus amenazadores vecinos rusos que a los cumanos.
Más clara todavía es la coproducción El vuelo del halcón (The Rising Hawk/Zakhar Berkut. John Wynn, Akhtem Seitablaev, 2019). Basada, aunque con notables cambios, en la novela histórica varias veces llevada ya a la pantalla de Ivan Franko, poeta, ideólogo, pensador, traductor y crítico, padre de la moderna literatura en ucraniano, figura central del socialismo y el nacionalismo de su país, cuenta el no menos épico enfrentamiento entre una pacífica comunidad eslava refugiada en las montañas de los Cárpatos, tras la caída del Rus de Kiev en manos de los mogoles, que debe enfrentarse a estos más temprano que tarde, traicionada por el pacto entre el gobernante boyardo de la región y el líder mogol Burunda Kan.
Una nueva hazaña al estilo 300 o Braveheart que puede leerse fácilmente en términos anti-rusos, especialmente si consideramos detalles como el nefasto papel del traidor boyardo Tugar Vovk, clasista y cristiano, mientras los campesinos ucranianos conservan sus cultos paganos y su organización social, casi democrática, o como el hecho de que entre los símbolos que portan los invasores mogoles figure un águila bicéfala, representación tradicional del imperio ruso. Una de las producciones más caras del cine ucraniano, con un presupuesto de 113,5 millones de grivnas (algo más de tres millones y medio de euros), su reparto internacional juega tanto en contra como a favor, restándole credibilidad pero propiciando sus ventas al extranjero (puede verse en nuestras cadenas televisivas con bastante frecuencia). Quizá no sorprenda demasiado descubrir que se trata de una coproducción con Estados Unidos.
En general, el cine nacionalista ucraniano anterior a la invasión rusa y posterior a la anexión de Crimea, ha optado por las cintas de tema contemporáneo antes que por las épicas bárbaras, probablemente por cuestiones económicas. Filmes como Scape from Stalin's Death Camp (Chervonyi. Zaza Buadze, 2017); Cosecha amarga (Bitter Harvest, 2017), otra coproducción, esta vez con Canadá, país con una importante comunidad ucraniana; Kruty, 1918 (Aleksey Shaparev, 2019) o Chornyy Voron (Taras Tkachenko, 2019), han recreado episodios heroicos y trágicos de las brutales masacres y abusos cometidos por la Unión Soviética en Ucrania a lo largo de la Revolución y la Primera y Segunda guerras mundiales, como el genocida Holomodor stalinista.
En todos ellos, la identificación entre la antigua URSS y la Rusia actual es prácticamente total, dejando de lado el hecho de que las masacres stalinistas, dentro y fuera de Ucrania, afectaran también a millones de rusos, judíos y miembros de otras nacionalidades y etnias de la Unión Soviética.
Fenómeno continental
Hasta aquí, pareciera que este nuevo cine nacionalista, en el que bajo una superficie que mimetiza la narrativa espectacular hollywoodiense se aprecian ecos lejanos de Eisenstein, Kawalerowicz o Wajda, respondiera a la situación concreta entre Rusia y Ucrania. Nada más lejos de la realidad. El fenómeno se ha multiplicado y extendido por el mapa cinematográfico de la Europa actual con una velocidad e intensidad que solo la Covid y el confinamiento pudieron frenar temporalmente. De repente, cinematografías casi desconocidas se lanzaron a sus propios proyectos épicos, recuperando leyendas nacionales olvidadas, marcando distancias con la "historia oficial", con el resto de países vecinos o competidores y con cualquier ideal paneuropeo.
Letonia recuperó el mito del "anillo de Namejs", símbolo tradicional de su cultura, recreado en la literatura por el novelista letón Aleksander Grins en 1928, para el filme El anillo del rey (Nameja gredzens. Aigars Grauba, 2018), que retrata a los paganos de la Semigalia del siglo XIII con tonos absolutamente idealizados, luchando por su independencia y religión bajo el mando del heroico Namejs contra los Hermanos Livonios de la Espada, cruzados germánicos católicos al servicio del Obispo de Riga, liderados por auténticos villanos de tebeo, sádicos y mezquinos, que utilizan el cristianismo para sus intereses políticos territoriales (cosa seguramente cierta), pero cuyo tratamiento grotesco, en contraste con los idílicos paganos, resta credibilidad al filme.
Pese a ello, o precisamente por ello, una de las películas más caras en la historia de su país, con un presupuesto de tres millones de euros, en parte procedente de subvenciones estatales, se estrenó el 17 de enero de 2018 con la asistencia del entonces presidente de Letonia, Raimonds Vejonis, así como con la de otros miembros del gobierno, políticos y empresarios. Hoy puede verse a menudo en nuestra programación televisiva cotidiana.
El mismo año, el documental dramatizado Baltic Tribes (Baltu Ciltis. Lauris Abele, Raitis Abele, 2018) ofrecía una visión más objetiva y realista de las naciones bálticas, últimas cristianizadas de Europa. Sin embargo, subraya con sus mágicas imágenes de ritos ancestrales la fascinación por una religión teóricamente más apegada a la naturaleza. Algo sin duda relacionado con el hecho de que, tanto en Letonia como en la vecina Lituania, hayan resurgido movimientos religiosos neopaganos como Dievturiba, que se remonta a 1925, o Romuva.
Casi como una fotocopia de El anillo del rey, pero con algo más de medios y saber hacer, La leyenda de Redbad (Redbad. Roel Reiné, 2018) sitúa a los Países Bajos en el mapa de este resurgir bárbaro europeo donde los bárbaros son, precisamente, los "buenos", y las potencias cristianas y unificadoras de Europa, tanto al servicio de Roma como del Sacro Imperio Germano, los "malos". La resistencia durante los siglos VII y VIII d.C. de los paganos frisones rebeldes a la conquista de sus territorios por los muy cristianos francos, primero a las órdenes de Pepin de Herstal y después de su hijo bastardo Charles Martel, encuentra en el semilegendario rey de Frisia Redbad (o Radbod) un héroe casi sin tacha, que además se muestra anacrónicamente escéptico ante los excesos del paganismo, sin por ello traicionar a su pueblo.
Por supuesto, Pepin (para eso lo interpreta Jonathan Banks) es tan malvado como brutal, aunque menos que su sucesor, Charles Martel, capaz de arrojar a un niño al vacío desde la muralla de un castillo para asegurarse el trono (hecho totalmente inventado). Teóricamente, La leyenda de Redbad había de ser la segunda entrega de una trilogía nacionalista holandesa a cargo de Reiné, experto en cine de acción con demasiado amor por la cámara lenta y la fotografía degradada digitalmente, que ya dirigiera anteriormente Michiel de Ruyter: el almirante (Michiel de Ruyter, 2015), a mayor gloria del héroe naval vencedor de los ingleses en el siglo XVII.
Sin embargo, el relativo fracaso del filme le impidió finalizarla, aunque podríamos dar por buena como parte de la misma la coproducción con Bélgica y Hungría Kenau (Maarten Treuniet, 2014). Inspirada en la figura legendaria, de historicidad dudosa, de Kenau Simonsdochter Hasselaer, esposa de un comerciante, que en medio del asedio español a Haarlem en 1573 se puso al frente de un ejército improvisado de mujeres y civiles, resistiendo contra los invasores hasta el último momento, no hablaremos del papel que desempeñan los españoles en esta Agustina de Aragón (Juan de Orduña, 1950) a la holandesa.
Por doquier se repiten ejemplos en los que de una forma u otra y, por supuesto, manipulando la historia con el alegre descaro del que literatura y cine han hecho siempre liberal empleo, las fuerzas unificadoras de Europa, sean religiosas y/o militares, son retratadas con una iconografía y estilo que deben más a Darth Vader o Sauron que a personaje histórico alguno.
Algo más sobria, cosa del carácter escandinavo, El último rey (Birkebeinerne, 2016), del noruego Nils Gaup, autor de la original El guía del desfiladero (Pathfinder) (Ofelas, 1987), se inspira en hechos legendarios ocurridos durante las guerras civiles de Noruega, en los siglos XII y XIII, entre los rebeldes Birkebeinerne y los aristocráticos y muy católios Bagler, narrando la heroica hazaña de dos míticos guerreros de entre los primeros, que transportaron al bebé bastardo que habría de convertirse en el rey Hákon Hakonsson, futuro unificador de la nación, a través de medio país, para salvarle de las asechanzas de los malvados partidarios de la Iglesia.
Pese a su correcta ambientación histórica, El último rey se las apaña para dar a entender que habla, hasta cierto punto, del enfrentamiento entre protestantes y papistas (antes de la existencia de los primeros), así como de la especificidad nacional de Noruega frente a Suecia y Dinamarca.
Entre 2014 y 2019, han aflorado incontables filmes y series de televisión con marcado carácter nacionalista, que subrayan la singularidad e idiosincrasia de sus países de origen frente y a la contra de las corrientes históricas que han buscado, con mayor o menor violencia, la unificación de Europa. Tras Braveheart, al menos dos películas han reivindicado la figura de Robert the Bruce, héroe nacional escocés, en su lucha por la independencia durante los siglos XIII y XIV: El rey proscrito (Outlaw King. David Mackenzie, 2018) y El rey de Escocia (Robert the Bruce. Richard Gray, 2019).
Francia, aparte de las varias producciones que han recreado la vida y martirio de Juana de Arco desde el blockbuster de Luc Besson en 1999, ha recuperado la figura de Guillermo el Conquistador con Guillaume, la jeunesse du conquérant (Fabien Drugeon, 2015), para recordar a los ingleses de dónde vienen; el italiano Matteo Rovere ha evocado con aliento antropológico pero también épico la leyenda de Rómulo y Remo en la lograda El primer rey (Il primo re, 2019), dando lugar a una serie para Netflix…
A las puertas siempre de Europa, Turquía da la vuelta al héroe rumano Vlad III (sí, El Empalador, falazmente identificado con Drácula) y su lucha contra el invasor otomano, en Vlad, el Empalador (Deliler. Osman Kaya, 2018), habitual también en nuestros canales televisivos, donde los turcos son bondadosos gobernantes de Valaquia y los legendarios guerreros deliler (especie de berserkr turcos) héroes justicieros que protegen al pueblo, musulmán y cristiano por igual, de los sádicos excesos del Empalador y su cínico cristianismo. Netflix ofrece a día de hoy varias series documentales e históricas turcas que narran la caída de Constantinopla no como tal caída, sino como conquista heroica de Mehmet II, a mayor gloria de Turquía y el Islam civilizador.
Enemigos actuales
Más allá y más acá del cine nacionalista ruso y ucraniano, síntoma pero también actor en su trágica realidad, gran parte de las cinematografías europeas (en otro lugar cabría preguntarse por el tímido papel de España y sus series históricas recientes) se vuelca en películas y teleseries, a veces de gran calidad, a veces no tanto, que buscan marcar distancias y diferencias respecto a sus países vecinos, antiguos o no tan antiguos enemigos, mostrando desconfianza hacia las fuerzas reunificadoras de Europa, identificadas, quiérase o no, con la Unión Europea actual.
Para ello, se resucitan iconos y mitos del nacionalismo del siglo XIX (los bogatyr y cosacos rusos y ucranianos de los cuadros de Vastnetsov, Repin o Bilibin; los heroicos Birkebeinerne del lienzo de Bergslien; las novelas nacionalistas de Aleksander Grins o Ivan Franko…), se manipula la historia y se invierten los papeles en nuevos maniqueísmos, a veces reflejo especular de los antiguos, que evitan cualquier matiz y reducen la complejidad histórica a una simple narrativa en blanco y negro, donde, en unos casos, los paganos son nobles y heroicos y los cristianos sádicos malvados.
En otros, por contra, la Iglesia Ortodoxa un bondadoso poder y los paganos, salvajes supersticiosos y asesinos; en unos, los turcos, mogoles y demás pueblos asiáticos, hordas desalmadas y genocidas; en otros, si proceden del cine comercial turco, civilizados defensores del Islam contra la barbarie cristiana. Con frecuencia, no se trata sino de confesas o inconfesas sinécdoques para señalar oblicuamente hacia enemigos mucho más actuales, presentes en el contexto geopolítico europeo de hoy.
Este nacionalismo cinematográfico, que mira hacia los antiguos bárbaros con nostalgia y orgullo separatista, teñido de añoranza por nobles figuras autoritarias (nunca la palabra "rey" apareció en tantos títulos) es quizá reflejo de otros bárbaros modernos, que esperan a las puertas del decadente "imperio" europeo para desmembrarlo de nuevo. Al calor del nuevo cine épico nacionalista, paradójicamente exportable como pocos, los cineastas que mantienen posiciones independientes y críticas en sus países sufren el ostracismo o la censura.
Leviatán (2014) y su director, Andrey Zvyagintsev, fueron execrados desde la asamblea legislativa rusa; Polonia ha prohibido las obras que sostengan la existencia de alguna colaboración entre polacos y nazis en el Holocausto; Sergei Loznista ha sido recientemente expulsado de la Academia de Cine de Ucrania, por oponerse al boicot al cine ruso en general, pero, en realidad, por su cosmopolitismo y molestos documentales sobre el antisemitismo y el Holocausto en Ucrania bajo el régimen soviético.
Estudiar, tanto desde el punto de vista cinematográfico como sociológico, el nuevo cine nacionalista europeo es más que simple curiosidad. Si los filmes producidos entre 2014 y 2019 en Rusia y Ucrania eran aviso de lo que se nos venía encima, ¿qué pensar del resto? Holandeses contra ingleses y españoles, frisones contra francos, protestantes contra católicos, estonios contra alemanes, ortodoxos contra musulmanes, escoceses contra ingleses, franceses contra ingleses, turcos contra cristianos, paganos contra cristianos, ortodoxos contra paganos…
Todo, en películas tan parecidas formalmente entre sí como opuestas en sus relatos seudohistóricos. Todas, iguales en su busca de la diferencia. Aunque lo parezca a veces, no hablan de la Tierra Media ni de los Siete Reinos, sino de esta Unión Europea en crisis en la que vivimos. Y mientras, Estados Unidos y China, juegan también a la coproducción con Europa, moviendo sus peones.