A sus 61 años, Kenneth Branagh está viviendo una espléndida madurez artística. Aún resuena en los cines el éxito de Belfast, nominada a seis Oscar, recreación de su infancia en una Irlanda del Norte violentada por el conflicto entre católicos y protestantes. Muy poco después de estrenar una película tan personal como ésa, podría parecer que esta Muerte en el Nilo, adaptación de Agatha Christie, es un proyecto más “comercial” o menos ambicioso. Un mero divertimento por parte de un director, y actor, de gran prestigio que cimentó su carrera con versiones cinematográficas de Shakespeare como la solemne Enrique V (1989) o la deliciosa Mucho ruido y pocas nueves (1993). El nuevo Laurence Olivier, como se le conocía en aquella época, sin embargo, convierte la novela de misterio en una perturbadora, y pesimista, reflexión sobre la naturaleza humana.
En Muerte en el Nilo, el afamado detective belga Hércules Poirot (interpretado por el propio Branagh) se une a la lujosa luna de miel de la riquísima Linnet Ridgeway (Gal Gadot) con el supuesto arribista Simon Doyle (Arnie Hammer). Como son muy ricos, se van de viaje por el Nilo en un barco rodeados de una corte de amigos que incluye a una artista cascarrabias (Annette Benning), su hijo díscolo (Tom Bateman), una cantante de jazz afroamericana (Sophie Okonedo) o, sobre todo, una vengativa ex novia del flamante marido y ex amiga de su nueva esposa (Emma Mackey) que los acosa. Por supuesto, todos —hay varios más personajes en el drama— esconden oscuros secretos y tienen viejas cuentas que saldar con la anfitriona, futuro cadáver.
Por una parte, Branagh propone una película de aventuras exóticas a la antigua sacando todo el partido a los espectaculares paisajes egipcios, con especial atención a las pirámides de Giza. Resuenan ecos de películas míticas “de aventuras” como Hatari (Howard Hawks, 1962), La reina de Africa (1951) o Las minas del rey Salomón (C. Bennett, A. Marton, 1952).
El director se divierte también con el juego que propone Christie en todas sus novelas que consiste en adivinar la identidad del asesino. Los sajones lo llaman “whodunit” (“quién lo ha hecho”) y, sin lugar a dudas, una de las grandes satisfacciones del género es meterse en la piel del detective para resolver el misterio. El propio Branagh ya visitó hace no mucho el universo de la popular autora en la divertida Asesinato en el Orient Express (2017), en la que también se metía en la piel de Poirot para resolver un misterio.
Una aristocracia corrompida
Muerte en el Nilo, juguetona y glamourosa en su larga primera parte, poco a poco se va convirtiendo en una película mucho más desgarradora e interesante de lo que podría parecer a primera vista. Describiendo su versión, el cineasta ha dicho que “la gente se sorprenderá al ver que es una película muy oscura. Es sexi pero también muy incómoda. Habla de amor, posesión, lujuria y grandes emociones primarias”.
Una y otra vez, Christie ambienta sus historias en la clase alta, una mezcla explosiva entre viejos aristócratas, burgueses enriquecidos y arribistas. Más allá de la perfecta arquitectura con la que construye sus tramas y sus enigmas, subyace en la obra de la autora una inquietante reflexión sobre el alma humana. O sobre la forma en que el poder y el dinero corrompen a las personas.
La película puede entenderse como el reverso de Belfast: donde había luz ahora hay oscuridad. El último plano, majestuoso, propio de un gran artista como Branagh, posee una sobrecogedora profundidad “schopenhauriana”, por Schopenhauer, ese hombre que decía que ninguna persona con un mínimo de lucidez podía llegar a viejo sin sentir una cierta tristeza por la condición humana.