La carrera como director de Kenneth Branagh parecía perdida en manos de las ‘majors’. En los últimos años había vagado por proyectos impersonales de grandes presupuestos como su decepcionante adaptación de Asesinato en el Orient Express o la versión en acción real de Cenicienta. Ha coqueteado con sagas para jóvenes que se quedaron en nada, como Artemis Fowl o incluso con Marvel, que se aprovechó de sus conocimientos shakespearianos para la primera aventura de Thor en la gran pantalla. Lejos quedaba aquel director obsesionado con llevar a Shakespeare a la gran pantalla que parecía que se iba a comer Hollywood.
El director no encontraba el hueco en la industria para escribir y levantar su proyecto soñado. Irónicamente ha sido la pandemia y sus servicios en estas superproducciones las que han conseguido que, por fin, Branagh, se sentara a plasmar sus recuerdos como un niño en la Belfast de finales de los 60. Un momento en el que la violencia en Irlanda del Norte explotaba y en el que su familia, protestante, decidía huir del país para que sus hijos vivieran alejados de una situación casi irrespirable.
A sus 61 años sigue los pasos de otros muchos directores como Alfonso Cuarón, Pedro Almodóvar o Paolo Sorrentino y decide mirar al pasado para entender quién es en el presente. Con ese punto de partida, la elección de cómo afrontar ese pasado es fundamental. Desde la crítica y el sentimiento de culpa, como ocurría en Roma. O desde la nostalgia absoluta como Sorrentino, que idealiza cada segundo de su adolescencia en Fue la mano de Dios. Branagh elige un punto medio. Se lo juega todo al punto de vista, el de un niño de 9 años que no entiende lo que ocurre alrededor, pero sin renunciar a mostrar lo ridículo de un conflicto basado en diferencias religiosas.
La lucha entre protestantes y católicos se muestra desde el absurdo, como se muestra en ese momento en el que el niño protagonista (un pequeño alter ego del director), pregunta cómo se puede saber quiénes son católicos y quiénes no. Su prima lo intenta, pero es imposible. Son las mismas personas enfrentadas por una creencia. Para la mirada infantil no existen diferencias entre esos hombres. Branagh incide en colocar la clase obrera, el sentimiento de comunidad por encima de la religión o la política, y ese es su posicionamiento. No hay diatribas políticas ni discursos.
Belfast apuesta por un tono amable. Que emociona a la vez que hace sonreír. Divertida y tierna. A veces se pasa de sentimental, pero normalmente Branagh agarra la película antes de que se desmadre. Todo rodado en un hermoso blanco y negro que se rompe cuando la familia protagonista se coloca delante de la pantalla de cine, cuyas imágenes son en color. Así, el director se saca de la manga una escena mágica con los protagonistas disfrutando con Chitty Chitty Bang Bang. La ficción como válvula de escape, como forma de escapar, en comunión, de la violencia exterior. No funciona su machacona apuesta por la banda sonora de Van Morrison, cuyas canciones subrayan en exceso lo que no hacía falta subrayar.
El espectador no puede apartar sus ojos del debutante Jude Hill, cuyo encanto y gracia ilumina la pantalla. Su mirada al descubrir una realidad que no entiende emociona, y no se achanta en sus escenas con ‘los mayores’. Un reparto donde destacan dos veteranos Ciaran Hinds y Judi Dench como los abuelos del joven protagonista, que tienen las mejores escenas y los momentos más emotivos. A su lado Caitriona Balfe y Jamie Dornan, puro carisma y fotogenia como los padres, y con un momento musical en el que Dornan conquista a todos al ritmo del Everlasting Love de The Love Affair.
Una película de consenso para los Oscar, que si bien está lejos de propuestas como El poder del perro, de Jane Campion, si representa un cine adulto de calidad y hecho con talento que cuadra con el gusto de los recientes ganadores de los últimos años y que también demuestra que Kenneth Branagh sigue teniendo algo que contar fuera de sus encargos para las grandes productoras.
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