'La pintora y el ladrón': el poder de la compasión
Premio del Público en el último Atlantida Film Fest, La pintora y el ladrón cuenta una de esas historias inverosímiles y emocionantes que parecen más propias de la ficción. En 2005, unos ladrones robaron dos cuadros de la joven pintora checa Barbora Kysilkova en una galería de Oslo. Sorprendida porque alguien se hubiera tomado la molestia de asaltar una galería para llevarse los cuadros de una artista poco conocida, Kysilkova se plantó en el juicio a los asaltantes cuando fueron descubiertos por la policía. Solo se presentó uno, Karl Bertil, un tipo drogadicto que llevaba toda su vida entrando y saliendo de prisión. De manera extraña, entabla una amistad con él en la que ejerce el papel de cuidadora ya que el delincuente se mete en todo tipo de líos con la ley por culpa de su adicción.
Dirigido por el noruego Benjamin Ree, la propia pareja de la pintora se pregunta cuánto puede haber de infantilización o incluso de esnobismo en la atracción de la artista por una persona mentalmente desequilibrada y problemática como Bertil. Descubrimos que la propia Kysilkova mantuvo durante años una relación traumática con un novio que la maltrataba y con el que mantenía una especie de relación adictiva y autodestructiva. El trauma se convierte de esta manera en la idea central de este notable documental en el que se produce el sanador encuentro entre dos almas heridas. El ladrón, marcado por una infancia desdichada, y la pintora por los abusos de su pareja, ambos emprenden un incierto camino hacia la superación de sus demonios ejerciendo sobre ambos una compasión de la que han carecido.
Las pinturas hiperrealistas de Kysilkova muestran a personas sufriendo en ambientes glaciales y un poco tétricos. De manera obsesiva, comienza a pintar al ladrón tratando de buscar entre las costuras de su rostro los rastros de ese mismo dolor que a ella también la convierte en prisionera. Al mismo tiempo, no ceja en su empeño de buscar los óleos que le fueron sustraídos, de cuyo destino Bertil no recuerda nada ya que dice que en aquella época estaba demasiado drogado. Además de contar una buena historia con algún gozoso giro de guion, Benjamin Ree realiza un sensible retrato de las heridas del maltrato y del poder sanador del arte pero sobre todo de la compasión como camino hacia una incierta salvación de aquellos que arrastran una tragedia como quien lleva un fardo.