Los primeros aplausos que disiparon la neblina de murmullos que enrarecía la atmósfera del Kursaal -las mascarillas amortiguando los comentarios sobre lo extraño de la situación, palabras pronunciadas en sordina como si un aumento del volumen pudiera convertir cualquier mal presagio en realidad- adquirieron el aplomo de un convencido acto de autoafirmación. La reacción de la audiencia no obedecía al entusiasmo despertado por esa obra maestra que (casi) todo el mundo espera descubrir en un festival, sino que ponía el cierre al anuncio de los protocolos sanitarios establecidos por la organización para impedir cualquier rebrote pandémico. Esa reacción espontánea retumbó como la traducción sonora de una certidumbre: a pesar de todos los inconvenientes, Zinemaldia ha arrancado; a pesar de los rostros semiocultos, la distancia entre butacas, de las abluciones con gel hidroalcohólico y de tantas otras medidas profilácticas obligadas por la COVID-19, el certamen ya está en marcha.

Esa inopinada efusividad continuaría con la proyección de Rifkin’s Festival (Woody Allen, 2020), amable juego metatextual consagrado a la celebración del cine. Abrir esta 68.ª edición con el filme de Allen era, además de una decisión insoslayable y acertada, una manera de prolongar la fiesta por otros medios. En primer lugar, por la ya citada pirueta autorreflexiva que la propia película plantea -se desarrolla durante una edición del Festival de San Sebastián-, pero también por la edénica visión de la ciudad que destila la fotografía de Vitorio Storaro (que plasma esa mirada de turoperador que Allen aplica a la mayoría de ficciones que rueda fuera de su siempre añorada Nueva York) y, sobre todo, porque la nueva producción europea del director de Match Point (2005) posee una mecánica idéntica a la de un festival de cine. Una sesión de terapia sirve como pretexto para que Mort Rifkin (Wallace Shawn), un viejo exprofesor de cine que trata de escribir su primera novela, repase los diez días que vivió en Donosti y que supusieron el fin de su matrimonio con Sue (Gina Gershon), una agente de prensa encargada de la campaña de medios de un engreído director francés. 

El marco elegido determina el tono de una historia en la que todas sus filias temáticas (infidelidad, la pedantería cultural o la búsqueda de la felicidad) y tropos escriturales van ordenándose alrededor de una colección de secuencias oníricas. En esos interludios Allen recrea, pasadas por su filtro cómico, pasajes de la mitología cinematográfica acuñados por Orson Welles (Ciudadano Kane), Fellini (Ocho y medio), Godard (Al final de la escapada), Truffaut (Jules et Jim), Buñuel (El ángel exterminador) o Bergman (los gags a propósito de Persona y el El séptimo sello figuran entre lo más brillante de este filme decididamente menor) de manera que asistimos a una breve muestra retrospectiva de grandes clásicos, un pequeño festival que rinde sentido homenaje a los cineastas que el director de Annie Hall (1977) reverencia. El tono ligero y el guiño a la cinefilia depararon una puesta de largo amable, porque Rifkin’s Festival no excede la categoría de divertimento en el que la competente dirección de actores trata de disimular la escasa entidad de la mayoría de los personajes secundarios (abundan los estereotipos, desde el cineasta engreído al artista tempestuoso) y los escasos destellos de puesta en escena apenas logran brillar en mitad de tanta grisura formal (por ejemplo, el uso del plano/contraplano en la secuencia que avanza la ruptura entre Mort y Sue en la que no comparten espacio ni tema de conversación a pesar de estar en la misma mesa: la atención de ella, y la compañía en el encuadre, será para el director al que representa).

'Patria': respeto e ilustración

Elena Irureta y Ane Gabarian en la adaptación de 'Patria'

Patria es, con toda seguridad, la serie española más esperada del año. El éxito de la novela original, la polémica que siempre rodea a cualquier proyecto relacionado con la historia de ETA y el despliegue promocional que ha llevado a cabo HBO en las últimas semanas y que en San Sebastián se ha intensificado aún más, han elevado el nivel de las expectativas. De la adaptación que Aitor Gabilondo ha hecho del original literario de Fernando Aramburu se puede decir que es profundamente respetuosa. Los guiones de los ocho episodios que conforman esta miniserie que se estrenará el próximo 27 de septiembre mantienen la composición coral y polifónica de la novela y conservan su estructura plagada de saltos temporales (de los 125 capítulos de que consta el libro, apenas se omiten algunos pasajes, caso de ‘Una noche en Calamocha’, capítulo 111).

Gabilondo demuestra extrema fidelidad a un texto difícil de encarar por su condición de best-seller multipremiado, una obra condecorada con los laureles del prestigio (Premio Nacional de Narrativa y Premio de la Crítica) y respaldada por la población lectora (más de 1 millón de ejemplares vendidos). El guionista donostiarra parece asumir que modificar una coma puede despertar la ira de la legión de fans y, salvo algunos ligeros cambios de orden que no son perceptibles sin que medie un exhaustivo análisis comparativo, firma una serie ilustrativa en el sentido menos benévolo del término. El esqueleto dramático se sostiene gracias a un casting acertadísimo y a las notables interpretaciones de un elenco en el que las actrices brillan especialmente (Elena Irureta, Ane Gabarain, Susana Abaitua y Loreto Mauleón), pero las ideas de puesta en escena se reducen al buen uso del fuera de campo en la secuencia inicial y al trabajo de Óscar Pedraza con el plano-secuencia y el punto de vista (siempre el de los supervivientes) a la hora de rodar los diferentes atentados que se recrean en los últimos cuatro episodios, un bagaje escaso para 428 minutos de metraje. La producción de HBO Europa peca, también, de repetitiva porque la descripción de una misma acción desde distintos puntos de vista funcionaba en la novela gracias a la idiosincrasia de cada una de las voces y a una lógica estructural de regreso permanente al momento del trauma, mientras que aquí la combinación de perspectivas está tratada de idéntica forma y la ausencia de matices desemboca en fatigoso dejà vu

La serie abunda en iteraciones de otros tipos, como el solapamiento entre lo verbal y lo visual cuyo mejor ejemplo se produce en ‘Encuentros’ (1.02), cuando Arantxa (Loreto Mauleón) explica que ha sufrido un ictus para ver cómo lo padece en la secuencia inmediatamente posterior. Incluso en los momentos en los que alguna composición visual destella -Arantxa mirándose en un espejo que, por su diseño, la encierra como si estuviera en una celda- existe una necesidad de sobrexplicación que, en este caso, culmina con la innecesaria frase “tú tienes tu cárcel y yo la mía” (‘El país de los callados’ 1.05). Puestos a buscarle antecedentes, Patria está emparentada con otras series firmadas por Gabilondo como Vivir sin permiso o El Príncipe y no tanto con algunas de las propuestas más rompedoras impulsadas o distribuidas por HBO recientemente. Con todo, y a pesar de una ajada estética bien enmascarada por su buen diseño de producción y por la fotografía plomiza de Álvaro Gutiérrez y Diego Dussuel, el proyecto comandado por Aitor Gabilondo difícilmente contrariará a los admiradores de la novela puesto que los mismos elementos que allí alimentaban el interés por la intriga o hacían brotar la emoción, aquí se mantienen.

'Rizi/Days': el tiempo pasa(rá)

'Rizi / Days', del director malayo Tsai Ming-liang, ha abierto Zabaltegi-Tabakalera

Este año pasarán por Zabaltegi-Tabakalera, la sección con la programación más rompedora del Festival de San Sebastián, cineastas como Hong Sang-soo, Philippe Garrel o Peter Strickland. El encargado de abrir fuego fue el director malayo Tsai Ming-liang, cuya última película Rizi/Days se estrenó en la pasada edición de la Berlinale. El primer plano de esta historia mínima en la que se narra el breve encuentro erótico entre dos hombres en una habitación de hotel dura 4 minutos y 53 segundos. Es una imagen fija de un hombre que observa como cae la lluvia y se mecen las hojas de los árboles. Lo sabemos porque el paisaje se refleja en la ventana que lo separa del exterior. Cuando el espectador ya ha descifrado toda la información que contiene ese plano, la imagen persiste. El autor de Stray Dogs (2013) utiliza un concepto vinculado a la modernidad cinematográfica como el de la durée (la toma de conciencia de la duración del tiempo) para indagar en la intimidad de dos hombres solitarios que compartirán un instante que, como la propia forma del filme apunta, será irrepetible: Ming-liang mantiene durante largo tiempo el plano de la habitación vacía, toda vez que ambos la han abandonado, y remarca la fugacidad de esa experiencia, algo que ya solo podrá permanecer como memoria (una cajita de música encapsulará simbólicamente y para siempre su encuentro). El tempo lento que el director malayo imprime a sus obras está en consonancia con su titánico intento por atrapar el tiempo, por aferrarse a lo que, inevitablemente, se nos ha de escapar. Pocas veces una película sin diálogos ha dicho tanto.  

@EnricAlbero