Todd Haynes, la mirada del deseo
Tras el cristal, Cate Blanchett en la piel de Carol
A punto de llegar a nuestras carteleras, la última película de Todd Haynes ha conquistado el corazón de la crítica desde su estreno en Cannes. Basada en una novela autobiográfica de Patricia Highsmith, donde narra una relación lésbica en los años cincuenta entre una joven y una mujer adulta, Carol representa una verdadera cumbre del melodrama.
El género ha podido cambiar de nombre desde que sus grandes artífices, con Douglas Sirk a la cabeza, lo canonizaran, pero desde luego no ha permutado sus intereses. Carol es, si queremos, una women picture. Lo es en toda su integridad. Su centro exclusivo pasa por abordar los asuntos (y trasuntos) del corazón. Como lo eran Lejos del cielo (2002) y la miniserie Mildred Pierce (2011), las dos visitas precedentes de Todd Haynes al melodrama de época. Carol también es, probablemente, la mejor película salida de Hollywood que veremos en las pantallas este año. Y no exageramos: la revista Film Comment le reservó el puesto más alto en su ránking de 2015.
En buenas manos, la calidez del melodrama es inextinguible. La novela de partida la escribió Patricia Highsmith en 1952 bajo el seudónimo Claire Morgan. Titulada entonces El precio de la sal, se ha reeditado con el título original que le había dado su autora, Carol (Anagrama, 2015). Volcó la jovencísima Highsmith en esta novela una experiencia autobiográfica y ocultó su identidad para no ser tachada como una "escritora lesbiana", pues relataba un romance por entonces poco convencional y escandaloso, entre una mujer joven y humilde y otra madura y adinerada. Desde su perspectiva, Therese Belivet, aspirante a escenógrafa y trabajadora en una tienda de regalos, se enamora perdidamente de Carol Aird, ama de casa en proceso de divorcio y madre de una niña.
Junto al guionista Phyllis Nagy, aparte de modificar algunos detalles (Therese es en la película una aspirante a fotógrafa), Haynes amplía el mapa de la sensibilidad del relato, y transforma la prosa de Highsmith que avanza en el sentido único del deseo de Therese (Rooney Mara) en un juego de espejos a dos, de estructura circular, que concede la misma relevancia al punto de vista de Carol (Cate Blanchet), aunque no por ello el personaje pierda el aura de misterio que la convierte en la sublimación el deseo, en el territorio prohibido al que la América de Eisenhower había arrinconado la homosexualidad femenina.
Envuelta en pieles, encendiendo un cigarro, tocada por la luz dorada, Carol, o la musa Blanchett, es la encarnación del glamour postbélico, el fantasma hecho carne de un deseo con aspecto de semidiosa, a medio camino entre Lauren Bacall, Kim Novak y Lana Turner. Estilista consumado, Haynes retrata a su vez a Rooney Mara como una transfiguración de Audrey Hepburn o de Jean Simmons en Cara de ángel (1952). Una película tan proscrita como La calumnia (William Wyler, 1961), sin duda, también parece recorrer los ecos de unas imágenes que nos invitan a habitar una suerte de paraíso cinéfilo que creíamos enterrado.
Presente continuo
Rooney Mara
Pero más allá de sus fetichismos y nostalgias -el filme se inscribe plenamente en la contemporaneidad-, uno de las conquistas más asombrosas de Carol, acaso la raíz de su magnetismo, es que parece transcurrir en el tiempo presente, a pesar del protagonismo escénico de los cincuenta. Las figuras no habitan momificadas en los decorados de época o los giros del guión (estamos ante un ensayo sobre la mirada del deseo, casi en una abstracción); el pasado de las amantes parece tatuado en las miradas y los gestos, mientras que la incertidumbre respecto a sus futuros es tan irrespirable para ellas como para el espectador. Los sentimientos convocados fluyen como si nacieran y murieran en ese instante. Se trata de un presente continuo que extrae un "registro real" de las emociones desde la más devota y aplicada de las estilizaciones. Quizá por eso la película siempre se mantiene bien arriba, sin permitirse ni un desmayo, sin desfallecer en ninguna escena.El primer paseo en coche que comparten Carol y Therese condensa la alquimia del enamoramiento, y cuando salen del túnel, sentimos junto a ellas que han sido transformadas por la experiencia. Instantes así son los que convierten a Todd Haynes en alguien más que un mero estilista en busca de la imagen bella. Le convierten en uno de esos grandes cineastas que buscan, más bien, la imagen justa, el vehículo emocional sin énfasis ni ornamentos. La opción estética de los retratos esquinados, filtrados por cristales y constantes reflejos, emana como la perfecta traslación plástica de un amor clandestino, que se va desnudando frente a los ojos del espectador, sin necesidad de redundar en las emociones ni en el territorio carnal. En este sentido, el retrato del romance lésbico de Haynes opera al contrario que el de Abdelatif Kechiche en La vida de Adèle.La opción estética de los retratos esquinados, filtrados por cristales y constantes reflejos, emana como la perfecta traslación plástica de un amor clandestino
Algunos aspectos del lenguaje estilístico los empezó a explorar el autor de la prodigiosa I'm Not There (2007) en Mildred Pierce. Emanan de las hermosas fotografías de Saul Leiter, con su tendencia a refractar el plano, a interrumpirlo, a dotarle de abstracción, y también a las condiciones específicas de iluminación dentro de los cafés, con los personajes observando la ciudad de Nueva York a través de cristales polvorientos. Fotografiado por el gran Ed Lachman, la plasticidad granulosa y elusiva del filme deposita su hechizo en la claridad de visión de Therese, en su necesidad de descubrir quién es y tomar sus decisiones en función de una identidad encontrada a través del deseo.
Las dos actrices, sublimes, centrifugan las miradas de un relato que no se encierra en los dormitorios. Cabe un tramo de road movie con esencias hithcockianas -no en vano, se trata de la autora de Extraños en un tren-, especialmente en la forma en que los objetos se convierten en el vehículo de las pasiones. Las represiones morales, que conducen al más duro de los sacrificios, también acompañan este sobrecogedor romance observado desde el prisma del eros. Haynes no olvida que el amor es sinónimo de renuncia.