La noche es nuestra
Director: James Gray
27 marzo, 2008 01:00Mark Wahlberg y Joaquin Phoenix en el filme.
James Gray quiere ser Coppola. Una aspiración legítima. Antes, Coppola quiso ser Griffith. Y Griffith se esforzó por ser el legítimo creador del lenguaje cinematográfico. La historia del cine la recorre una estirpe de genios excesivos, apasionados, infectados de celuloide. De Orson Welles a von Stroheim, todos ellos quisieron lo mismo. En palabras de Coppola: "Aspiro a acceder a un mundo en el que mis ideas se organicen en un motivo que pueda identificarse con una historia". Más que por su claridad brilla por su intención. La idea es crear y, de un modo radical, cuestionarse la forma misma de narrar. Si se consigue se alcanza el tamaño de los clásicos, si no, se llega a heterodoxo.El exordio del párrafo anterior viene a cuento porque cada centímetro de La noche es nuestra quiere acercarse a las enseñanzas del maestro. James Gray ofrece su tercer trabajo en 13 años y lo hace entregado a Coppola. La historia de dos hermanos separados por la línea que delimita el Código Penal (uno dentro y otro fuera de la ley; uno policía y otro forajido) pone en solfa los argumentos que formaron El padrino: la familia, la redención y el sacrificio. No en balde, el director reconoce que empezó a interesarse por el cine con Apocalypse now y que, gracias a la saga de los Corleone, dejó de ser el tipo normal que, por lo visto, antes era. Toda la película, en definitiva, la recorre una extraña sensación que la gente fina acostumbra a llamar déjà vu. El thriller de los 70 respira en la majestuosidad de la puesta en escena (desde los murales de las fiestas a la escena final entre juncos), el empleo emocional de la cámara lenta o la visceralidad de las escenas de acción (nos quedamos con una de las persecuciones de coches mejor filmadas del cine reciente).
El director se ha tomado su tiempo, siete años, para, con la misma pareja protagonista-antagonista (Joaquin Phoenix y Mark Wahlberg) de la convulsa La otra cara del crimen, abofetear al espectador con un derroche de pasión cinéfila. Pero Gray confunde la admiración con la devoción; el valor con el precio, y, como diría la gente menos fina, el trasero con las témporas. Su elaborada construcción está hueca. Repetir las enseñanzas del profesor de memoria no significa que uno se haya aprendido la lección. Lo que en Coppola era necesidad de dar con una nueva forma expresiva en Gray es cursilería, copia. Las motivaciones de sus personajes responden a un esquematismo robótico-lacerante que, por culpa de la virtuosidad del director, queda aún más al descubierto. Ambos (Gray y Coppola) reproducen el debate académico entre el clasicismo y el manierismo. La espacialidad unitaria del primero se destruye en el segundo para volver a ser recompuesta de forma caprichosa, lúdica y cargante. No hay trazas de ironía, reelaboración consciente, no hay atisbos, vamos, de posmodernidad. Coppola quiso reinventar el cine y Gray no llega a tanto. Este último se limita a reinventar a su ídolo. Cosa entretenida, todo sea dicho, y algo innecesaria.