Hairspray
Adam Shankman
13 septiembre, 2007 02:00John Travolta, a la izquierda travestido, y Nikki Blonsky
Posiblemente no exista mejor género cinematográfico que el musical para dese-quilibrar la mirada del espectador. La narrativa pasa a ser meramente plástica, el argumento dramático se desvanece entre continuos números de baile y la lógica racional se deja de lado para que la fantasía imponga su desquiciada dictadura. De hecho, es prácticamente ciencia ficción: el Baltimore retratado en Hairspray podría perfectamente tratarse de otro planeta, un hábitat marciano donde los marginados imponen su ley mediante el baile y el canto. Si esto fuera la realidad diaria, se viviría en una continua fiesta y todo el mundo sería más feliz: por ello no es extraño que sea tan fácil rendirse a la sensibilidad naïf de Hairspray.Seguramente el ácrata de John Waters -que hace un cameo en la nueva versión interpretando a un exhibicionista- no compartiría la energía optimista que se desprende de este remake de su filme homónimo de 1988. El Hairspray de Waters, pese a tratarse de una de sus producciones más adocenadas, seguía siendo un espectáculo corrosivo donde la yuxtaposición del absurdo de unos y otros no dejaba títere con cabeza. La versión de Adam Shankman acepta su tibieza transgresora y la reconvierte -vía musical de Broadway- en un carrusel de secuencias de baile cuyo único propósito es entretener divirtiendo. Un envite lícito a la fiesta cinematográfica cuyos márgenes de calidad dependen más de la amplitud de miras del espectador que de la propia película. Los decorados no esconden su impostura, los clichés tienen el armazón de la sátira y las coreografías de baile se mueven entre la pantomima, el slapstick, los concursos de baile de instituto y el dibujo animado. El trasfondo social es mera excusa: los pijos rondan la anormalidad xenófoba y los nerds desean integrarse para emular al enemigo.
Hairspray posee una ventaja clara por encima de los musicales contemporáneos manufacturados en Hollywood tras su paso por Broadway: su absoluto desparpajo al aceptar su intrascendencia. El fantasma de la ópera (2004, Joel Schumacher), Rent (2005, Chris Columbus), e incluso, Los productores (2005, Susan Stroman) se tomaban a sí mismas demasiado en serio, lo que no daba sujeción a la banalidad de sus rimbombantes puestas en escena. Shankman, un artesano del cine mainstream más infantilizado, construye (y coreografía) Hairspray como una comedia alocada plenamente entregada al frenesí del espectáculo: el baile por el baile, la astracanada por la astracanada.
Aunque posiblemente la mejor baza de la película sean sus intérpretes: ellos son los responsables de que tanta acumulación alrededor de la nadería argumental no resulte monótona o agobiante. Los veteranos John Travolta, Michelle Pfeiffer, Christopher Walken y Queen Latifah desbordan sus personajes alcanzando cotas de comedia clásica en estado puro -ni siquiera se tiene tiempo de recordar a la singular Divine, ese monstruo freak que fue musa de John Waters-; mientras los jóvenes asumen su condición paródica, y devienen reencarnaciones de estereotipos heredados del propio arte cinematográfico, a medio camino entre la nostalgia camp y el chiste de Mel Brooks. La conjunción de unos y otros lleva el esperpento a su límite, haciendo de la cuchufleta y las balas de fogueo su bandera, la apología de la felicidad como único leit motiv posible y, al final, todos acaban bailando de forma descontrolada, aunque sin saber muy bien porqué (ni falta que hace). Por Alejandro G. Calvo