Image: El Festival de los dioses

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Cine

El Festival de los dioses

El crítico Mike Goodridge nos da su impresión tras 14 años visitando Cannes

10 mayo, 2007 02:00

My blueberry nights (Wong Kar-Wai)

Ningún festival del mundo puede generar tanta excitación como Cannes. Olvídense de Berlín, Venecia y Toronto. Olvídense de Londres, San Sebastián y Sundance. Algo sucede a los miles de periodistas, cineastas y miembros de la industria que vuelan al aeropuerto de Niza en la segunda semana de mayo. Algo se transforma en ellos cuando realizan ese corto trayecto de media hora en coche que los conduce a esa pequeña ciudad de la Costa Azul que se ha convertido en sinónimo de su Festival cinematográfico. Inmediatamente afectados por el amor francés al cine, todos se convierten en cinéfilos, hablando sin parar con genuino entusiasmo sobre el nuevo Loach, el nuevo Kitano o el nuevo Lynch.

Las películas jamás son referidas por su título, sino que, en la auténtica tradición autoral, por los nombres de sus directores. "Has visto "el" Almodóvar?", la gente pregunta ansiosamente. "¿Cómo fue "el" Sokurov?", añaden expectantes. Durante diez días, personas que normalmente no comprarían una entrada para ver una película de Hou Hsiao Hsien se pelean por los tickets para ver su última obra: "el Hou".

Los críticos más importantes del mundo, acostumbrados a ser tratados como reyes en sus países , esperan pacientemente largas colas para entrar en el Palacio y asistir a las primeras "séances" mundiales para la prensa, normalmente a las 8.30 de la mañana. Muchos aún arrastran resacas por la ronda de fiestas de la noche anterior, pero hay en juego mucho más que hacer que su trabajo valga la pena en el hecho de perderse la que quizás es la obra maestra de ese año. La revista para la que trabajo, Screen International, edita un número diario durante el Festival y su páginas más populares son, con diferencia, las que recogen in situ las reacciones de diez renombrados críticos internacionales. A medida que el concurso avanza, ese jurado paralelo da una indicación sobre qué películas son buenas y cuáles decepcionantes. Distribuidores y ejecutivos, cineastas y el personal del Festival utilizan ese baremo para pulsar la acogida del programa y la calidad del certamen en sí misma. Se produce ese pequeño milagro en el cual los críticos mandan. Esa lista con las mejor valoradas suele predecir por dónde irán los premios, aunque lo que los críticos aman -Volver fue la preferida por los expertos el año pasado; Caché el anterior y ninguna de las dos se llevó la Palma de Oro- muchas veces fracasa a la hora de coincidir con el Jurado, compuesto por actores y cineastas.

Este año se conmemora la 60 edición del Festival. Un póster con estrellas como Almodóvar, Penélope Cruz o Bruce Willis volando por los aires o una película, A chacun son cinéma, que es también un canon de los directores que importan. La sección a competición puede leerse como una clásica reproducción de autores que regresan a Cannes tras haber sido siempre apoyados por el mismo. Allí están los hermanos Coen, Wong Kar-wai, Gus Van Sant o Béla Tarr. Nuevos autores como Andrey Zvyagitsev, Fatih Akin o Carlos Reygadas se les unen. Este año iré a Cannes por decimoquinta vez y aunque nunca es fácil -entre la sobrecarga de trabajo, los horarios de las proyecciones y el consumo de vino rosado de la región Bandol, es un asunto agotador- lo sigo viendo como un evento lleno de excitación y también algo milagroso.

Sigo sintiendo un hormigueo en el espinazo cuando el logo del Festival aparece en pantalla antes de cada proyección en la Sala Lumière del Palacio. Una animación presenta unas escaleras que son barridas a medida que avanzan hacia una brillante y suspendida Palma de Oro en lo alto, acompañada de la extraordinaria música de Saint-Saëns Le Carnaval des animaux. Para ver esta introducción, he subido las verdaderas escaleras del Palais (los franceses dicen "monter les marches", "subir los escalones", todo un ritual) para sentarme con las primeras audiencias que jamás verían El Piano (1993), Pulp Fiction (1994), Rompiendo las olas (1996), Tigre y dragón (2000), Mullholland Drive (2001) o El laberinto del fauno (2006). Es un privilegio que nunca doy por sentado. La triste realidad es que esta fiebre por el arte global del cine que le entra a la industria normalmente termina con la ceremonia del palmarés al final del Festival. En la ciudad en la que habito, Los Angeles, ganadores del año pasado como El viento que agita la cebada (Ken Loach), Red Road (Andrea Arnold) o Días de gloria (Rachid Bouchareb) sólo tuvieron pequeños lanzamientos. Otras películas de Cannes del año pasado como Flanders (Bruno Dumont), Crónica de una fuga (Adrián Caetano) o Summer Palace (Ye Lou) ni siquiera se han estrenado en Estados Unidos. Siempre resulta irónico cuando paso al lado de un cine en el que proyectan alguna película vista en el Festival y me doy cuenta de la apatía de la gente. Porque entonces me acuerdo que sólo unos meses antes ese mismo filme fue recibido como una "nueva sensación cinemática".

Por eso Cannes siempre será el primer Festival de estrenos del mundo. Porque es probablemente el único acontecimiento cinematográfico que nos queda en el que los cineastas visionarios son tratados como grandes estrellas, donde son celebrados por su arte y aclamados como dioses.