La lección del cínico Billy Wilder
Billy Wilder durante un rodaje
Wilder llegó a Hollywood como un perfecto terrorista soterrado en la fábrica de sueños para demostrar que hasta las peores pesadillas del ser humano en las condiciones más extrañas podían ser causa de complicidad, de libertad de pensamiento y consecuencia de bromas malévolas del destino. Todo su arte viene de su cinismo, de su imaginación y su constructivo espíritu aniquilador.
Los orígenes de Wilder, por conocidos, a uno a veces le ofrecen la sospecha de que podrían ser la base de una película. Su padre, hostelero, se empeña en ir abriendo sucesivos locales para fomentar la afición al billar francés por la alta y baja Baviera, donde anarquistas de diverso origen se ejercitan en la práctica de las carambolas para lograr la efectividad de contacto de las bombas esféricas. Al final se deciden por medios más rudimentarios para despachar al Emperador Francisco José. Tal conmoción de humo y barbarie revoluciona el cotarro, trastoca el orden e incita al niño Samuel en convertirse en Willy, luego en Billy, encontrar los secretos del absurdo como espectáculo y adoptar el ejercicio del cinismo en la revelación de la naturaleza más ligera y profunda de las personas. Encontrando en la tragedia el sentido inspirador del sinsentido. Dispuesto a ejercer en el caos de la sociedad como el último y desconcertante austrohúngaro.
Un estado de lírica, impertinente y frívola juventud en una Europa revuelta podía llevarle a marcar pasos de baile en Berlín, donde en esa tormenta de quién sabe qué y quién sabe quién, podía encontrarse con tipos como Robert Siedmark y Eric Von Stroheim. época de entreguerras sin acabar de definir en las que las ideas y las ideologías se confundían con los pasos de baile. Tal vez unos eran más guapos y con más presencia, y otros menos. "Yo podía ser más bajito y más feo, pero tenía éxito, porque manejaba los diálogos". Y puede que en esa forma de entender a las mujeres, se pudiese encontrar un modo de darles satisfacción en la pantalla. Y ya puestos, ¿por qué no hacer lo mismo con las películas? Lo malo es que en el cine mudo valía más la figura que la labia. Y Wilder, entre paso y paso, comenzó a aprender el tiempo armónico de la escritura. Hasta que llegó el sonoro, y también la guerra nueva y los bombardeos, y las tijeras en el cine, y los diálogos de Hitler difíciles de medir, y se tuvo que ir a París, donde en un bulevar conoció a una dulce muchacha llamada Irma a la que tuvo que abandonar para salir hacia un lugar llamado Hollywood, en el que hasta los judíos ingeniosos rebotados de la inquisición nazi tenían una máquina de escribir a su disposición.
¿Se podría hablar de Hollywood como un paraíso? ¿Como el refugio de los sueños y la gloria en la tierra? Ahí estaba el impenitente e indómito Wilder para mostrarles a los americanos, y de paso a todos nosotros, todos sus gozos, sus pavores, sus fantásticas diversiones y sus flaquezas. Llegaban de Europa una pandilla de refugiados con talento de los que había que buscar provecho. Billy, hecho a todo tipo habilidades para ganarse el pan, desde sus tiempos de reportero audaz, no tuvo problemas para introducirse en la industria, con el bagaje de ingenio que traía de aquella vanguardista y luminosa efervescencia cinematográfica del continente luego tan aniquilada.
¿Qué mejor socio que un genio del calibre de Ernst Lubitsch? Uno no se atrevería a decir que pudieran ser almas gemelas, pero sí se jugaría los ojos por la verdad de un entendimiento esencial. El célebre toque Lubitsch, esa medida del tiempo del "gag", del guiño inteligente en la fulminante brevedad del espacio cinematográfico, con toda su gracia y agudeza, se vio enriquecido por un cómplice inesperado y brillante que supo entender de inmediato el secreto de su ironía, su hilarante perspicacia y su conexión con el público. Su irónico punto de vista sobre la hipocresía de la política intransigente que le acabó haciendo emigrar se refleja en Ninotchska, poniendo patas arriba a la figura intocable de Greta Garbo, adivinando la corrupción del comunismo, o regodeándose con el juego engañoso de los compromisos amorosos en La octava mujer de Barba azul.
Wilder llegó a Hollywood como un perfecto terrorista soterrado en la fábrica de sueños para demostrar que hasta las peores pesadillas del ser humano en las condiciones más extrañas podían ser causa de complicidad, de libertad de pensamiento y consecuencia de bromas malévolas en el destino. Todo su arte viene de su cinismo, de su imaginación y su constructivo espíritu aniquilador. Con su rostro de pícaro profundo, seductor de señoras y de público. Encontró al amanuense y colaborador ideal en Charles Brackett. Uno escribía mientras el otro dejaba libre el dispendio de su imaginación lacerante copa en mano. No vamos a hacer por falta de espacio una filmografía exhaustiva. Nos podemos quedar con ese retrato cruel y abismal de los entresijos del mundo del cine en El crepúsculo de los dioses, la extraña angustia escondida en Perdición, la humana bajada a los infiernos en Días sin huella, el retrato cruel y tan actual de la prensa feroz en El gran Carnaval. O su cambio de humor en medio de la implacable y carnívora industria para llegar a ser el comediante bajo presión más brillante de todos los tiempos. Ejemplos, valen tanto, tanto valen: Sabrina, La tentación vive arriba, El apartamento, Un, dos, tres, Irma la dulce, Bésame tonto, En bandeja de plata... ¿Alguien da más, habiendo más?
Cualquiera diría que nadie es perfecto, pero Billy Wilder se acercó un poco. O por lo menos, a ver quién es el guapo o guapa que se le acerca. Porque como dijo una vez: "No sé qué me pasa, que a veces se me acercan tipos que parecen brillantes, y luego me despido de sujetos que resultan idiotas". Pero la lección y la tentación siguen acabando en Wilder.