Million Dollar Baby
La trayectoria que Clint Eastwood inicia con Bird (1988) y que prosigue con obras del calibre de Cazador blanco, corazón negro (1990), Sin perdón (1992), Un mundo perfecto (1993), Los puentes de Madison (1995) y Mystic River (2003), hasta llegar a Million Dollar Baby, se inscribe en una doble búsqueda. Por un lado, su voluntad de conectar con lo más fértil de la tradición narrativa del clasicismo americano en su vertiente genérica: el biopic, el cine de “safaris africanos”, el western, el cine criminal, el melodrama romántico, el cine negro o el film de boxeo. Por otra parte, la voluntad de filmar los hechos narrados con la densidad y con la urgencia implícitas en la necesidad de “comunicar una experiencia”.
Reelaboración de la tradición y captura de la intensidad inherente a lo irrepetible para conectar con una aspiración fundamental de la modernidad. Reinterpretación del cine clásico, en definitiva, desde la plena conciencia de su historicidad, al tiempo que se buscan formas contemporáneas para hablar con sinceridad y sin sucedáneos. Por eso, ahora, Eastwood se acoge al paraguas de los arquetipos genéricos y narrativos del cine pugilístico, asume sus márgenes con plenitud y termina por abrir el género en canal para adentrarse finalmente, a tumba abierta, por las tinieblas más oscuras y políticamente incorrectas de un drama universal sobre la orfandad.
Para llegar hasta semejante abismo, por el que se precipitan las imágenes de Million Dollar Baby en sus veinte minutos finales, el cineasta recoge las mejores semillas que han sembrado en el camino títulos como Cuerpo y alma (Robert Rossen), Tongo (Robert Wise), Fat City (John Huston) o Toro salvaje (Scorsese). Sólo que el gimnasio pugilístico retratado por Eastwood, habitado enteramente por perdedores atrincherados en los márgenes, se abre pronto su propio camino para explorar a conciencia un tema que obsesiona al cineasta: la angustia de los padres que han perdido a sus hijas, el sentimiento de orfandad paterna (ya presente en Poder absoluto y en Mystic River), auténtico subtexto que hierve a temperatura creciente bajo el discurrir de un relato que se ocupa de narrar, en primera instancia, la lucha por él éxito de una joven y voluntariosa boxeadora.
Si todas las grandes obras de arte son siempre producto de una reescritura que abre espacios para el sufrimiento propio (Harold Bloom) y si el arte “que dice las verdades más radicales acerca de la condición existencial e histórica es el de la negación y el rechazo, el que hace hincapié en el malestar de la civilización y en la laceración misma del yo individual” (Claudio Magris), comprobemos entonces con qué nos encontramos en esta obra capaz de subvertir todas las expectativas: reescritura de la tradición genérica; exorcismo de una herida emocional que sangra, cada dos por tres, en los fotogramas del cineasta; rechazo de los cánones establecidos (de la fácil autocomplacencia en los clichés del melodrama ternurista), negación de la moral hegemónica, indagación frontal y sin coartadas esteticistas en lo más lacerante y en lo menos asumible de un revulsivo acto de amor.
Porque, es hora ya de decirlo, Million Dollar Baby (rodada íntegramente en 37 días) desemboca con insólita honestidad en una secuencia que vale, por sí sola, para certificar la sima profunda de la que nace el film: la ejecución amorosa de un acto eutanásico que el cineasta se atreve a filmar de frente, mirando con valentía a los ojos, al rostro, a los gestos y a las manos del hombre que lo comete. Hace falta mucho valor y mucha madurez, fílmica y humana, para llevar tan lejos una puesta en escena como la que Eastwood despliega entonces, hija de una mirada hecha, simultáneamente, de amor y de dolor, de compasión y de horror, de solidaridad y de despedida. La secreta y honda belleza, transida de amargura y temblor literario, que respira la narración no se autoconcede ninguna facilidad. Por eso descubrimos al final que el relato entero no es otra cosa que la evocación de un pretérito dolorosamente convocado desde el presente por la escritura nocturna de una carta dirigida (no se puede decir por quién) a la hija perdida. Volvemos así, para sorpresa de todos, al mismo resorte que ponía en marcha el relato de Los puentes de Madison.
De ese tiempo suspendido y arrebatado a semejante ejercicio epistolar, de esa pátina casi fantasmagórica, en su oscuro y denso realismo, se alimenta el insondable dolor y la serena placidez que destilan unas imágenes cuyo pulso parece detenerse en cada fotograma para hacer avanzar en silencio, sin aspavientos y sin subrayados, uno de los discursos más personales, más heterodoxos y más a contracorriente que han surgido durante la última década en el Hollywood contemporáneo. O, para decirlo con mayor propiedad, a despecho y ante la desconfianza de éste.