Image: Cold mountain

Image: Cold mountain

Cine

Cold mountain

Director: Anthony Minghella

19 febrero, 2004 01:00

Nicole Kidman y Jude Law en Cold Mountain, de Anthony Minghella

Intérpretes: Jude Law, Nicole Kidman, Renée Zellweger, Eileen Atkins. Guionista: Anthony Minghella. Estreno: 20 febrero. 155 minutos

En su magnífico ensayo La semilla inmortal, Xavier Pérez y Jordi Balló hablan de la tensión subterránea que, en La Odisea de Homero, existe entre ley y deseo, entre hogar y viaje, entre memoria y olvido. El largo camino que debe recorrer Ulises para volver al reino de ítaca, donde le espera su fiel esposa Penélope, está repleto de obstáculos que materializan la tensión entre lo que se debe o se quiere hacer, entre lo estático y lo dinámico, entre lo que permanece y lo que desaparece. En ese sentido, Cold Mountain es, además de la adaptación de la novela homónima de Charles Frazier, una modélica adaptación del texto homérico: su protagonista masculino, Inman (Jude Law), se debate entre su lealtad al ejército sureño y el impulso que le guía hacia su amada Ada Monroe (Nicole Kidman); entre la obligación de quedarse luchando en una guerra, la de Secesión, que no entiende y la de escapar como desertor; entre el recuerdo imborrable de un amor que saboreó brevemente y la posibilidad de una muerte que le condenará al vacío. Sin embargo, las raíces clásicas de la última y fallida película de Anthony Minghella no le limpian la cara a una operación comercial que huele a rancio y mataría a su público por un Oscar. Como en la sobrevalorada El paciente inglés, se trata de vender euros a cuatro céntimos: la historia más vieja del mundo, disfrazada primero de alegato antibelicista y más tarde de melodrama granjero y atribulado, y servida con el ampuloso estilo de un director que vendería su alma al diablo por empaparse de toda la pasión de la que carece.

Cold Mountain tiene los mismos defectos que El paciente inglés, aunque es menos pretenciosa y más entretenida. La estructura episódica de la odisea homérica de Inman, aunque desigual, dinamiza más el desarrollo del argumento, por otro lado previsible: después de todo, volvemos al país de los amores imposibles. La aparición de varios y pintorescos personajes secundarios está a punto de darle a Cold Mountain el alma que todo melodrama épico -y ahí está la seductora Lo que el viento se llevó para demostrarlo- necesita para conectar con el público. Mientras las dos estrellas permanecen separadas hasta coincidir en un clímax final romántico y fatalista, hay que poblar el largo paréntesis que les atormenta de un cierto color local. Como le ocurría a Ulises, Inman corre aventura tras aventura, a cual más improbable: cada espectador tendrá su preferida, aunque personalmente me decanto por las perversas sirenas diseñadas por Botero y dirigidas por un inspirado Giovanni Ribisi, y el sacerdote adúltero y tramposo encarnado con mano izquierda por el siempre majestuoso Philip Seymour Hoffman. Al otro lado del campo, Ada sofoca su ardor escribiendo cartas y arruinando su cosecha sin que eso parezca afectar a su cutis. Es en el impertérrito glamour de Nicole Kidman donde más se nota el poco ímpetu de Minghella, que ha tomado como modelo para Cold Mountain ese cine de producción suntuosa y respeto incólume por el maquillaje de los actores que inundó de artificio la era dorada de Hollywood. Eso no tendría por qué ser un defecto si la película no se avergonzara de ello: de vez en cuando, un arrebato de realismo cruel -la secuencia del acecho del villano Teague (Ray Winstone) a la familia Swanger- quiere recordarnos que ésta, señoras y señores, no es una película para todos los públicos.

En esta versión epistolar de La casa de la pradera no podía faltar la chica de pueblo, la tonta del bote que aporta vida al huerto de mármol de Ada. ésa no es otra que Ruby, encarnada por una Renée Zellwegger que parece haberse empachado de ver películas de Lina Morgan. La suya es una interpretación afectada, casi monstruosa, y le falta toda la naturalidad campestre y despreocupada que, de hecho, le falta a Anthony Minghella en su tarea como director.

Si Cold Mountain tuviera ni la mitad de la calmada sensibilidad de Donald Sutherland o Brendan Gleeson, ambos secundarios de lujo en una película demasiado pendiente de impresionar a los miembros de la Academia, Minghella podría darse con un canto en los dientes: habría conseguido dotar de intensidad a este melodrama antiguo, una barata pieza de arqueología nacida para ser olvidada. Imagínense cómo sería Cold Mountain si la hubiera dirigido el King Vidor de Duelo al sol o Pasión bajo la niebla o el Raoul Walsh de La esclava libre e intuirán qué nos hemos perdido.