Un grupo de turistas observa las inscripciones de la Piedra de Rosetta en el British Museum

Un grupo de turistas observa las inscripciones de la Piedra de Rosetta en el British Museum

ENTRE DOS AGUAS

La piedra de Rosetta, una muestra de la caligrafía de los dioses

Los esfuerzos de Jean-François Champollion por desentrañar las claves de la famosa inscripción ha sido uno de los acontecimientos más importantes de la historia.

12 julio, 2024 03:13

La historia de la humanidad se puede asemejar a un secreter con un inmenso número de cajones, algunos utilizados para guardar testimonios del pasado, pero otros difíciles de encontrar porque atesoran secretos; de ahí, precisamente, el nombre de este tipo de muebles.

Podríamos imaginar que al mover algún resorte de ese secreter universal aparece uno de esos cajones escondidos, y que este va etiquetado con el nombre del misterio que acoge, pero que se encuentra escrito en una clave que hay que descifrar.

Existen muchos tipos de cajones en el secreter que estoy imaginando. Uno de ellos es el del Universo, en el que hemos descifrado algunos de los secretos alberga. Otro de los cajones se ocupa de nuestro pequeño planeta, y en el que nos afanamos por descifrar la razón de lo que vemos y de lo que somos.

He leído muchas historias de desarrollos científicos pero pocas compiten con la de Champollion y Young

Pero sería un error pensar que los cajones de ese Gran Secreter únicamente albergan materias relacionadas con las ciencias de la naturaleza. Los hay de ámbitos muy variados. Un grupo de ellos acoge el origen y estructura de las lenguas.

Y dentro de este grupo hay uno fascinante, protagonizado por la antigua lengua de los egipcios: el que esconde las claves para descifrar los jeroglífos visibles en numerosos restos arqueológicos (no, no me he equivocado al escribir “jeroglifos” y no “jeroglíficos”, este término es un adjetivo –por ejemplo, “escritura jeroglífica”–, mientras que los símbolos de esa escritura son “jeroglifos”). A esta historia está dedicado un libro de lectura absorbente: La escritura de los dioses. Descifrando la piedra de Rosetta (Siruela, 2024), de Edward Dolnick.

La escritura egipcia del tiempo de los faraones fue mucho más difícil de descifrar que otros lejanos sistemas de escritura, como el cuneiforme, que, en diferentes variedades, se utilizó a partir de alrededor del 3100 a. C. –un poco antes que los primeros jeroglifos egipcio– para escribir toda una serie de lenguas de Oriente Medio durante tres mil años.

¿Cómo averiguar cuál era el significado de los símbolos, los dibujos representados en los jeroglifos, animales como, por ejemplo, lechuzas, serpientes, patos o codornices? Parecía más bien que se trataba de apuntes de naturalistas o de observadores de la vida diaria que caracteres alfabéticos de una escritura. Para demostrar lo que eran fue esencial el descubrimiento, entre escombros, en julio de 1799, de una piedra, una estela, en una población egipcia llamada Rashid, en el delta del Nilo, a la que los franceses denominaron Rosetta.

El que fueran franceses sus descubridores se debe a que Napoleón, por aquel entonces un cada vez más prestigioso general, después de haber dominado Italia y contando sólo con Gran Bretaña como enemigo, fue nombrado por el Directorio francés comandante del ejército para arrebatar Egipto a los ingleses.

Lámina con la forma y la inscripción de la piedra de Rosetta

Lámina con la forma y la inscripción de la piedra de Rosetta

Al igual que había hecho en la campaña de Italia, Napoleón, uno de cuyos intereses era la ciencia –fue elegido el 25 de diciembre de 1797 miembro de la Sección de Mecánica de la Primera Clase (“Ciencias físicas y matemáticas”) del Instituto de Francia –, se hizo acompañar por un numeroso grupo de científicos, encabezados por el matemático Gaspard Monge y el químico Claude-Louis Berthollet.

Sería difícil resumir las numerosas contribuciones que los científicos integrados en el ejército francés realizaron, pero ninguna tuvo la importancia del descubrimiento de la piedra de Rosetta, que pesaba tres cuartos de una tonelada. En realidad, su hallazgo fue fortuito, no fruto de los programas científicos o arqueológicos puestos en marcha por la expedición francesa.

La versión más plausible de su descubrimiento es que se encontraba en un antiguo muro que obstaculizaba los trabajos para la ampliación de lo que más tarde sería denominado Fort Julien.

El oficial a cargo de la demolición, el teniente François-Xavier Bouchard, se dio cuenta enseguida de que las inscripciones trilingües que contenía podrían proporcionar la clave para descifrar los jeroglifos que aparecían en la parte superior, puesto que había textos de griego antiguo en la parte inferior, mientras que en la zona central se veían unos signos que parecían letras de algún sistema de escritura desconocido (resultó ser un sistema de abreviaturas basado en la escritura jeroglífica, el demótico).

A mediados de agosto la estela fue llevada al Instituto de Egipto, una institución creada por Napoleón a imagen del Instituto francés. Allí, al mismo tiempo que se estudiaban sus textos, empezó la tarea de copiarla, comprobándose que no era posible obtener una reproducción perfecta.

El procedimiento que se empleó, adelantándose en unos diez años a la invención de la litografía, fue lavar la piedra y derramar tinta sobre la superficie ya seca, presionando suavemente una lámina que, al contacto con las partes que sobresalían, fue lo que produjo una reproducción perfecta del texto, las letras en blanco sobre un fondo negro (debido a la tinta que utilizaron, convirtieron la piedra de blanca en negra, como se puede comprobar actualmente).

Para los franceses fue afortunado que se hicieran copias, ya que de otra manera se habrían quedado sin nada, puesto que la piedra de Rosetta, junto a otros tesoros arqueológicos encontrados por el ejército galo, pasó a manos de los británicos como botín de guerra tras la derrota del ejército de Napoleón: llegó a Inglaterra en febrero de 1802, siendo depositada en la Sociedad de Anticuarios de Londres. Finalmente terminó en el Museo Británico de Londres.

Pero lo verdaderamente importante fue el largo y complejo proceso que condujo a utilizar la piedra para descifrar el idioma jeroglífico, una tarea en la que sobresalieron un polifacético físico inglés, Thomas Young, que figura con honor en los libros de historia de la física por haber demostrado que la luz son ondas y no, como pensaba Newton, una corriente de partículas, y el lingüista francés Jean-François Champollion, que fue el principal responsable de desvelar el lenguaje egipcio.

He leído o estudiado muchas historias de descubrimientos y desarrollos científicos, pero pocas, si es que alguna, pueden competir con interés y dificultad con la de los esfuerzos de Champollion y Young, espléndidamente desentrañada en La escritura de los dioses. Se lee, créanme, como una novela. Y muestra, mucho mejor que otros apartados de la lingüística, que el estudio de las lenguas es también una ciencia

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