Estudié física en la Universidad Complutense. Nuestra Sección de Física estaba separada de la de Química por un corredor “aéreo”. Como muchos otros yo pensaba que aquel puente marcaba una frontera que si se traspasaba sumía a uno en una atmósfera de malos olores, los propios, claro está, de los laboratorios en los que se manejaban todo tipo de sustancias químicas.
Si a esto le unimos que no pocos de los físicos en potencia pensábamos lo mismo que Paul Dirac, uno de los creadores de la mecánica cuántica, quien en un artículo que publicó en 1929 escribía: “La teoría general de la mecánica cuántica está ahora casi completa […] Por consiguiente, las leyes físicas subyacentes en la teoría matemática de una gran parte de la física y de toda la química se conocen completamente, y la dificultad se encuentra únicamente en que la aplicación exacta de esas leyes conduce a ecuaciones demasiado complicadas para ser resueltas”.
“Toda la química”, decía, y es que una vez que se dispuso de la mecánica cuántica se extendió la idea de que la química se podría reducir a la física. Parecía que ya sólo quedaba resolver la ecuación de Schrödinger –el pilar operacional central de la mecánica cuántica– para el sistema formado por los átomos que constituían una molécula para resolver así todos los problemas asociados a esta.
Pero como el propio Dirac reconocía, el problema era, como pronto quedó claro, que la ecuación de Schrödinger únicamente se puede resolver en los casos más sencillos, mientras que para los demás resulta demasiado compleja. Pensar que la biología se reduce a la química y esta a la física constituye una burda simplificación… y una muestra de ignorancia.
Química y biología son disciplinas con estilos, metodologías y problemas propios. Fue la historia de la ciencia la que más me ayudó a librarme del mito de que la Física constituye el último y definitivo pilar de las ciencias de la naturaleza. Sin duda es muy importante; basta con darse cuenta del papel insustituible que desempeña para entender qué es y cómo funciona el Universo, pero la omnipresente química no lo es menos; se encuentra en prácticamente todos los rincones de nuestras vidas: en los alimentos que tomamos, los medicamentos a los que recurrimos, los colores de los vestidos que utilizamos, el aire que respiramos y en nuestro propio cuerpo y metabolismo.
La química se encuentra en los alimentos que tomamos, los medicamentos, los colores, el aire que respiramos y en nuestro cuerpo
Dos magníficos libros, Mi vida es química (Ariel 2020), de Mai Thi Nguyen-Kim, y Monos, mitos y moléculas. La química nuestra de cada día (Pasado & Presente 2015), de Joe Schwarcz, explican con claridad esa omnipresencia. Por otra parte, en la historia de la química abundan personajes fascinantes.
Dejando a un lado a los alquimistas –denostados con demasiada facilidad pues la alquimia no era sino “química primitiva”, un esfuerzo por obtener respuestas a preguntas que involucraban a elementos químicos, pero para las que todavía se carecía de un sistema teórico sólido– se encuentran, entre muchos otros, personajes como Boyle, Lavoisier, Mendeléyev, Dalton, Liebig, Kekulé, Pasteur –sí, también él, aunque se le recuerde sobre todo por sus aportaciones a la medicina–, o Linus Pauling.
De cada uno de ellos podría contar historias que acaso darían para una novela. La del alemán August Kekulé (Darmstadt, 1829-Bonn, 1896) tiene un atractivo especial. Su gran contribución fue encontrar la estructura del benceno, un compuesto orgánico que se utiliza profusamente en la industria química (para fabricar productos como plásticos, resinas, lubricantes, incluso el tóner de las impresoras; además de ser un componente del petróleo crudo). En una conferencia en su honor, otro químico, Francis Japp, manifestó en 1898 que la teoría del benceno de Kekulé constituía “la pieza más brillante de la producción científica que puede encontrarse en toda la química orgánica”.
Fue en torno a 1865 cuando Kekulé dio con la estructura de la molécula de benceno, que resultó ser una completa novedad ya que tenía la forma de un anillo hexagonal cerrado con seis átomos de carbono interrelacionados y unidos a átomos de hidrógeno. Ahora bien, ¿cómo pudo ocurrírsele esa estructura geométrica espacial?
[El año de la tabla periódica]
El propio Kekulé explicó en una conferencia que pronunció en 1890 que fue durante un sueño: “Estaba sentado escribiendo en mi cuaderno, pero mi trabajo no progresaba; mis pensamientos se dirigieron hacia otra parte. Giré la silla hacia el fuego y me adormecí. Los átomos estaban saltando ante mis ojos. Mi ojo mental podía distinguir ahora estructuras más grandes de configuraciones diversas; largas filas, a veces agrupadas más estrechamente, todas retorciéndose y retorciéndose en un movimiento parecido al de una serpiente. ¡Pero, mira! ¿Qué es aquello? Una de las serpientes se había mordido su propia cola, y la forma giraba burlonamente ante mis ojos. Como si se hubiera producido la chispa de un relámpago, me desperté; y esta vez pasé el resto de la noche desarrollando las consecuencias de la hipótesis”.
La experiencia de considerar, de imaginar, mientras dormimos y soñamos situaciones posibles relacionadas con lo que sucede en nuestras vidas “conscientes”, es, como creo todos saben, muy frecuente. No conocemos realmente cómo funciona nuestro cerebro cuando soñamos, pero es evidente que existe una relación con lo que experimentamos y pensamos durante la vigilia, y que nuestros problemas y obsesiones afectan a lo onírico. Así que no es sorprendente que la mente continúe buscando respuestas a nuestros problemas mientras dormimos. Y es en la matemática en donde se han dado más casos de este tipo.
El matemático francés Jacques Hadamard dedicó un por entonces innovador libro a estudiar la psicología de la invención en matemática (The psychology of invention in the mathematical field, 1945). De él extraigo la siguiente cita: “Se dice habitualmente que el inconsciente es automático y, en un cierto sentido, indudablemente así es, ya que no está sujeto a nuestra voluntad, al menos no a la acción directa de nuestra voluntad, e incluso no forma parte de nuestro conocimiento. Pero ahora encontramos una conclusión opuesta. El yo inconsciente ‘no es puramente automático’; sabe cómo escoger, cómo adivinar. ¿Qué digo? Sabe adivinar mejor que el yo consciente, ya que tiene éxito donde él ha fracasado”.
De nuevo, el gran problema: ¿cómo funciona el cerebro, cómo pensamos?