Erwin Schrödinger es uno de los físicos cuánticos más conocidos por el gran público. Lo es, seguramente no tanto por la formulación de la mecánica cuántica basada en la ecuación que formuló en 1936 –y que le reportó el Premio Nobel de Física–, sino por el experimento ideal conocido como el “gato de Schrödinger”, con el que exploraba una de las sorprendentes consecuencias que se pueden extraer de esa mecánica: que mientras no se le observe, el gato –encerrado en una cámara de acero en la que hay un dispositivo formado por átomos radiactivos que, si se desintegran, activan un veneno que mataría al minino– está al mismo tiempo vivo y muerto. No se sorprendan, apreciados lectores, si no entienden cómo puede encontrarse un pobre gato en tan ambiguo estado. La intención de Schrödinger era precisamente resaltar lo problemático que es pasar de objetos atómicos –por ejemplo, un electrón coexiste con una dualidad parecida– a macroscópicos, como puede ser un gato. Sí, saquen la lección de que a nivel atómico y más aún subatómico, la naturaleza no obedece las reglas a las que estamos habituados. En cualquier caso no es ahora mi intención tratar de esta contribución de Schrödinger, sino recordar y celebrar otra aportación suya: el libro que publicó en 1944, esto es, hace 75 años, What is Life? (¿Qué es la vida?, Tusquets, 2015).
Fruto de una serie de conferencias en el Institute for Advanced Studies de Dublín, al que había llegado tras exiliarse de la Alemania hitleriana, Schrödinger afrontó en ese texto un conjunto de cuestiones fundamentales sobre nuestra existencia, que en aquel momento permanecían sin respuesta, formulándose preguntas como:¿cuál es la estructura física de las moléculas que se duplican cuando se dividen los cromosomas?; ¿cómo retienen, generación tras generación, esas moléculas su individualidad?; y ¿cómo se crea la organización que se ve en la estructura y en las funciones de los organismos superiores? (Hay que recordar que el artículo en el que James Watson y Francis Crick presentaron la idea de que el material hereditario, el ADN, está formado por una doble hélice, data de 1953). Lo que preocupaba a Schrödinger es el hecho de que los acontecimientos a nivel atómico son inestables y efímeros, mientras que los organismos vivos muestran una gran estabilidad. No contestó las preguntas que se formuló, pero el simple hecho de plantearlas contribuyó a favorecer el desarrollo de la biología molecular (Crick admitió que él fue uno de los que leyó y admiró ese libro). A Schrödinger, la discontinuidad biológica, las mutaciones que se producen en las unidades de lo que ahora conocemos como genoma, le recordaba a “la teoría cuántica, según la cual no hay energías intermedias entre dos niveles energéticos contiguos”.
Lo que preocupaba a Schrödinger es que los acontecimientos a nivel atómico son inestables, mientras que los organismos vivos muestran una gran estabilidad
Lo que Schrödinger estaba propugnando era una “biología cuántica”. Este es, por cierto, el título de un libro que acaba de aparecer dentro de la magnífica colección ‘¿Qué sabemos de?’ publicada por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas y la editorial Catarata: Biología cuántica, de Salvador Miret Artés, director del Instituto de Física Fundamental. No se trata de un texto sencillo, pero sí iluminador por las cuestiones que aborda, muchas aún por resolver. Se trata de uno de esos “territorios frontera”, en el que no se pueden establecer límites nítidos entre biología, química, física, los medios en los que los procesos vivos tienen lugar, e incluso la matemática, pero no la más “sencilla” sino la de los sistemas no lineales, que es la que explica los “fenómenos emergentes”, que son los que caracterizan la vida (en un sistema no lineal, la suma de dos soluciones de la ecuación matemática que lo describe no es solución de esa ecuación).
Uno de los ejemplos que utiliza Miret Artés es el del olfato, sentido que compartimos con muchas otras especies, aunque no lo tengamos tan desarrollado como los animales, probablemente porque no hemos dependido tanto de él para sobrevivir como ellos: nuestro éxito evolutivo ha dependido más de otros elementos, como es un lenguaje que describe no solo entidades materiales sino también conceptos-ideas (pensamiento simbólico), un apoyo éste imprescindible para producir “instrumentos” tan poderosos a la hora de imponernos a otras especies como son la ciencia y la tecnología. Una de las teorías que se han propuesto para explicar el olfato sostiene que la nariz no detecta la estructura de una molécula completa, sino la frecuencia de vibración de los enlaces químicos que existen en ella, que una molécula del receptor olfativo solo captura una molécula de un olor determinado cuando ésta posee un enlace con la misma frecuencia vibracional que la del receptor.
El anterior ejemplo, por cierto, me recuerda a otro que utilizó el físico y matemático Roger Penrose, conocido sobre todo por sus aportaciones a la física de los agujeros negros. En su libro, que fue éxito de ventas, La nueva mente del emperador (Debolsillo, 2015), Penrose señalaba que existe al menos un lugar en donde la acción en el nivel mecano-cuántico simple puede tener importancia para la actividad neuronal, y éste está en la retina, que técnicamente forma parte del cerebro. Explicaba que se habían realizado experimentos con sapos que demostraban que, en condiciones adecuadas, un único fotón que incida en la retina adaptada a la oscuridad puede ser suficiente para desencadenar una señal nerviosa macroscópica, y que otro tanto sucede en los humanos, aunque en este caso se dan factores que suprimen las señales demasiado débiles, por lo que se necesitan al menos siete fotones. “Puesto que en el cuerpo humano existen neuronas que pueden ser disparadas, por sucesos cuánticos simples”, razonaba Penrose, “¿no es razonable preguntar si podrían encontrarse células de este tipo en algún lugar de las partes principales del cerebro?” Es una buena pregunta, así que otro día trataré del cerebro.