Acabo de leer dos libros que comparten un denominador común: aspectos de las ciencias biomédicas en la Alemania nazi. En realidad denominarlo “ciencias biomédicas” puede conducir a engaño, pues de lo que tratan estos libros es de interpretaciones y aplicaciones biomédicas que solo se pueden calificar de perversas, ajenas a cualquier idea, y mucho más aún a cualquier sentimiento o moral. Los libros en cuestión son, en principio, diferentes. Uno es una novela, magníficamente escrita y documentada, El espíritu del tiempo (Destino 2020), de Martí Domínguez, biólogo, profesor de Periodismo en la Universidad de Valencia y director de la revista Mètode. El otro libro no tiene nada de imaginado, con la consecuencia de que es imposible pensar, “es solo una creación literaria”, para evitar el dolor que produce su lectura: El farmacéutico de Auschwitz (Crítica, 2019), de Patricia Posner.
El “espíritu del tiempo” de la obra de Domínguez es el de la Alemania nazi, el de la idea de que la “raza” aria constituía la cumbre biológica, intelectual y cultural de la especie humana, y que por consiguiente había que tomar las medidas que fuesen para que no encontrase obstáculos, entre ellos el de “degenerarse” mezclándose con otras “razas”. Me gustaría pensar –pero estoy seguro de que soy muy optimista– que hace tiempo que la idea de que existen “razas” humanas, puras o no, ha dejado de ser aceptada. Sabemos, por ejemplo, que en nuestro patrimonio biológico existen genes que portaban los neandertales, y que entre miembros de la misma “raza” pueden existir más diferencias genéticas que entre, por ejemplo, congoleños y finlandeses.
Por cuestiones profesionales –mi dedicación a la historia de la física, en especial a la de la primera mitad del siglo XX– he pasado mucho tiempo leyendo e investigando la ciencia y las sociedades alemana y austriaca de las primeras cuatro décadas del siglo pasado. Conozco algo de cómo la ideología nacionalsocialista difundida por Hitler penetró en la ciencia y en no pocos científicos de esas dos naciones, agrupadas finalmente en el Anschluss, la anexión de Austria a Alemania del 12 de marzo de 1938. De lo que más sé es de físicos y matemáticos; de las relaciones, positivas o negativas, con el nazismo de físicos como Heisenberg, Weizsäcker o los muy nazis Johannes Stark y Philipp Lenard, padres de la Deutsche Physik, y el matemático Ludwig Bieberbach, figura central de la Deutsche Mathematik. Pero nunca me había encontrado un caso tan especial como el del etólogo Konrad Lorenz, Premio Nobel de Medicina en 1973, al que dediqué uno de mis artículos en estas páginas. No aparece en ningún momento su nombre en El espíritu del tiempo, pero enseguida me quedó claro que el personaje central de la novela, el científico austriaco imaginado que, basándose en sus estudios con patos, ocas, cuervos o cornejas, sostenía que la mezcla de razas diferentes produce lo peor de ambas, estaba modelado en Lorenz.
Por supuesto, Domínguez no ha pretendido escribir una biografía novelada, pero el conjunto de su historia, las atrocidades que los alemanes cometieron en Polonia con niños y adultos, fueron reales. Como también lo es el que durante los años cuarenta, Konrad Lorenz fue miembro de la Oficina de Políticas Raciales del partido nazi y defendió una “política racial con base científica” para erradicar los elementos “inferiores” de la sociedad. Como muchos otros, ese sucio pasado se borró o difuminó posteriormente, cuando, el Zeitgeist, el espíritu del tiempo fue otro. Un tiempo en el que celebramos sus hermosos libros y participación en movimientos ecologistas. En mi artículo, al que aludí antes (enero de 2018), cité con emoción alguno de los conmovedores pasajes de su libro Hablaba con las bestias, los peces y los pájaros. En otra de sus obras, Los ocho pecados mortales de la humanidad civilizada (RBA, 2010; original en alemán de 1973), Lorenz no mencionó para nada el Holocausto. La memoria, o el interés, de los humanos, lo sabemos muy bien, es selectivo. ¿O es que consideraba que apartar a niños de sus familias para germanizarlos, o favorecer que los “no aptos” terminasen sus días en Auschwitz, no era un imperdonable pecado mortal? En El espíritu del tiempo, Domínguez pone en boca del alter ego de Lorenz las siguientes, creo que ajustadas, palabras: “Yo hago ciencia, no política. Solo me interesa la ciencia y haré cualquier cosa para que me dejen cultivar mi disciplina”.
El otro libro, El farmacéutico de Auschwitz, narra una historia real en todos sus términos: la de Víctor Capesius. Es la terrible, abominable, historia de un hombre que, al contrario que Lorenz, no había realizado investigaciones que lo llevaran a sostener una teoría de superioridad racial, pero que se fue “adaptando” a las circunstancias – “¿la ductilidad de la naturaleza humana?”–, no teniendo reparos en aplicar gases letales como el Zyklon B, de cuyas reservas estaba encargado en Auschwitz, a cientos de miles de personas “no arias” o “indeseables”, y de cuyos objetos de valor fue uno de los beneficiarios. Aunque no con demasiada frecuencia, en El farmacéutico de Auschwitz aparece Josef Mengele, el “Ángel de la muerte” de Auschwitz, el responsable de dantescos experimentos biológicos en aquella “ciudad del terror y la muerte”. El 28 de enero pasado la editorial W. W. Norton publicó un libro, Mengele. Unmasking the ‘Angel of Death’ de David Marwell, a cuya lectura me remito.
Capesius sobrevivió y fue juzgado (Mengele escapó y vivió hasta su muerte en Sudamérica). Fue condenado a nueve años de prisión, de los que apenas cumplió dos. El 24 de enero de 1968, la Corte Suprema alemana lo liberó. Pero, ¿saben lo que más me impresionó de lo que narra este libro? Cuenta que después de su liberación, su primera aparición pública en Göppingen (Alemania), donde vivía, fue asistir a un concierto de música clásica con su familia. “Cuando entró en la sala”, relata Posner, “el auditorio rompió espontáneamente en un entusiasta aplauso”.