Acabo de visitar una pequeña y delicada exposición en la Fundación Telefónica de Madrid dedicada a Ada Lovelace (Byron de soltera; fue hija del gran poeta lord Byron). Esta visita me ha recordado que hace tiempo que no me ocupo en estos artículos semanales de una científica. Pasaron ya por estas páginas luminarias como la matemática Emmy Noether, la física Marie Curie, la bióloga marina Rachel Carson y las astrónomas Williamina Fleming, Henrietta Leavitt y Cecilia Payne-Gaposchkin, pero aunque volveré a homenajear a otras mujeres que dejaron huellas importantes en el sendero científico -como Caroline Herschel, Lise Meitner, Maria Goeppert-Mayer, Rosalind Franklin, Dorothy Crowfoot Hodgkin, Barbara McClintock o Rita Levi Montalcini- hoy y en una próxima entrega quiero recordar a dos mujeres cuyas aportaciones fueron de otra naturaleza, que me atrevo a calificar como de “intérpretes” de los logros de dos grandes científicos. Me refiero a la citada Ada Lovelace (1815-1852), que mantuvo una intensa relación intelectual con el matemático británico Charles Babbage, inventor de dos máquinas calculadoras (que no llegaron a construirse completamente), denominadas “diferencial” y “analítica”; y a Émilie du Châtelet (1706-1749), que tradujo al francés el gran libro de Isaac Newton, Philosophiae Naturalis Principia Mathematica (1687), añadiendo un extenso apéndice físico-matemático.
Ambas, Lovelace Y Chatelet, compartieron una situación social y económica privilegiada -pertenecieron a clases altas, con títulos nobiliarios, de, respectivamente, Inglaterra y Francia- y ambas sintieron un profundo interés por la ciencia, poseyendo las dos, más sin duda Émilie, notables habilidades matemáticas. Tal vez -nunca se puede estar seguro de lo que pudo haber sido- en otro mundo, en otra época, en sociedades con otros valores, las dos hubieran realizado aportaciones originales a la ciencia, pero ese mundo no había llegado aún y, lo que es peor, tampoco se le esperaba, aunque terminaría llegando (no, ay, del todo, todavía). A pesar de lo que podría parecer en principio -se trata de mujeres que tuvieron acceso a niveles culturales elevados y mantuvieron amistad con científicos e intelectuales distinguidos-, en el fondo su estatus social les impuso obstáculos importantes.
Centrándome ya en Ada Byron-Lovelace, basta con leer una biografía no demasiado extensa, como la disponible en castellano, El algoritmo de Ada (Alba 2015), de James Essinger, para darse cuenta de que Ada empleó una parte importante de su tiempo asistiendo a reuniones que tenían lugar en los exclusivos círculos de la alta sociedad inglesa (aunque bien es cierto que esto le permitió conocer a personajes como Charles Dickens o Michel Faraday; se conservan algunas cartas que intercambió con ellos), y viajar extensamente, no sólo por su país: cuando tenía 10 años, partió en compañía de su madre, su niñera y varios amigos de la familia, a un gran tour de quince meses por el continente. Y no olvidemos la “carga”, sin duda deseada por muchos, de tener que trasladarse con frecuencia de una a otra de las propiedades de su adinerada madre, y luego a las de su aún más rico esposo. Su madre, que tenía una personalidad compleja y que abandonó enseguida al caótico y egoísta Byron (Ada no llegó a conocerlo), no dudó en proporcionar una buena educación a su hija, que pudo así disponer de maestros particulares, como Augustus de Morgan, uno de los mejores matemáticos británicos de su tiempo, pero que, aunque reconocía la inteligencia de Ada, pensaba que las mujeres no estaban hechas para estudiar los fundamentos de las matemáticas, ni de ninguna ciencia. No parece, sin embargo, que semejante opinión hiciera mucha mella en Ada, quien en una carta que escribió a Faraday el 9 de septiembre de 1843, le decía que su amiga (ella) era “una maga que ha dominado con su hechizo la más abstracta de las ciencias. La ha entendido con una fuerza de la que apenas ningún intelecto masculino es capaz (por lo menos en nuestro país)”. No obstante, lo que también muestra semejante declaración es que Ada Lovelace vivía en un mundo científico demasiado estrecho, que le impedía reconocer sus límites: basta con recordar nombres de matemáticos británicos contemporáneos suyos como James Sylvester o Arthur Cayley.
Pero aunque tuviese una opinión demasiado elevada de sí misma, e independientemente de que compartiese su amor por la matemática con “distracciones” del tipo de apostar en las carreras de caballos (donde parece que llegó a perder alrededor de 3.200 libras esterlinas, una cantidad muy considerable de dinero, equivalente a, aproximadamente, unas 320.000 libras actuales), no puede existir ninguna duda de que dejó algún legado a la ciencia. Este legado está asociado a las máquinas que ideó Charles Babbage -al que conoció en una de esas reuniones de “alta sociedad” a las que asistía-, máquinas diseñadas para realizar cálculos que ninguna otra imaginada con anterioridad podía efectuar; máquinas mecánicas basadas en el sistema decimal, no en el binario. El disperso y demasiado pagado de sí mismo Babbage no llegó a construir ninguna de estas máquinas, pese a que dispuso durante algún tiempo de ayudas muy importantes del Gobierno británico, pero lo que me interesa señalar ahora es que, aparte del propio Babbage, nadie hizo más por difundir las ideas de éste y las posibilidades de las máquinas que diseñó que Ada Lovelace. De forma similar a que lo que Émilie du Châtelet hizo con Newton, uno de los principales servicios que Ada prestó a Babbage fue traducir al inglés un magnífico trabajo que el italiano Luigi Federico Menabrea había publicado en octubre de 1842 en la revista Bibliothèque Universelle de Genève, y que al aparecer traducido en 1843 en Scientific Memoirs sirvió para difundir y explicar las ideas de Babbage. Y también, lo mismo que había hecho Émilie con los Principia, a esta traducción Ada añadió una serie de notas a las que en su espléndida autobiografía, Passages from the Life of a Philosopher (1864), Babbage se refirió de la manera siguiente: “Las notas de la condesa de Lovelace ocupaban el triple que la memoria original. Su autora ha abordado de manera completa casi todas las muy difíciles y abstractas cuestiones relacionadas con el tema”. Esas notas, al igual que los contenidos de algunas cartas que Ada escribió a Babbage, muestran que ella entendió mejor que éste no sólo las posibilidades de las máquinas proyectadas, sino también elementos que terminaron siendo adoptados en diseños posteriores, como fueron las tarjetas perforadas para guiar las operaciones de la máquina.
Ada Byron-Lovelace perteneció, es cierto, a una privilegiada clase social, situación que le permitió atisbar las posibilidades de su intelecto en un momento en el que irrumpían con fuerza lo que entonces bien podrían haber sido denominadas “nuevas tecnologías”: un año antes de morir pudo visitar la primera gran exposición universal, en la que seis millones de personas contemplaron lo que la tecnología ya ofrecía. Tal vez esto la hiciese aún más infeliz, al darse cuenta de lo mucho que se podía hacer, tarea que a ella, en el fondo, le era negada sin más razón que los límites externos que la sociedad victoriana le imponía, simplemente por su género biológico.