Retrato de Rachel Carson y portada de la primera edición de Silent Spring
José Manuel Sánchez Ron continúa su recorrido por las grandes investigadoras de la historia para recalar en el legado de la estadounidense Rachel Carson. La autora de Primavera silenciosa tuvo un papel decisivo a la hora de valorar la importancia ecológica de los fondos marinos.
Entiendo bien a Lucy. Probablemente la mayoría de las personas necesitan modelos a imitar, ejemplos que les muestren que pueden ser mejores. Y en el caso de las mujeres y la ciencia esos modelos han sido -¿continúan siendo?- particularmente necesarios, tantas han sido las dificultades que ellas han encontrado para dedicarse a la ciencia. Sin embargo, y al igual que todas las científicas de las que me he ocupado (Curie, Noether) y ocuparé en estas páginas, la estadounidense Rachel Louise Carson (1907-1964) fue mucho más que una heroína y un ejemplo para las mujeres: dejó un legado que sirvió y sirve para todos, independientemente de su sexo.
Bióloga marina y zoóloga de formación, Carson no pudo obtener el doctorado porque tuvo que ayudar al sostenimiento de su familia. En 1935 comenzó a trabajar en la Agencia de Pesquerías de Estados Unidos, encargándose de escribir textos para la radio y la prensa dedicados a promover el conocimiento de la vida marina. Y como se le daba bien escribir, fue frecuentando la publicación de artículos sobre estos temas en revistas, actividad que la llevó a publicar en 1941 su primer libro, Under the sea wind (1941). Diez años después llegó el segundo, The sea around us (El mar que nos rodea, Destino), que constituyó un gran éxito editorial, manteniéndose 86 semanas en el primer lugar de la lista de los libros más vendidos del New York Times. Otras virtudes aparte, sin duda contribuyó a su éxito el delicado estilo literario, sensibilidad y amor por el mar que Carson mostraba en cada una de sus páginas, y los lectores, no lo olvidemos, no buscan sólo conocimiento, quieren también emocionarse, sentir que leen algo que tiene que ver con ellos.
Con el éxito literario, en 1952, Carson pudo abandonar su trabajo (era ya redactora jefe del Servicio de Pesca y Vida Silvestre de Estados Unidos) y dedicarse plenamente a la escritura. Gracias a ello, en 1962 llegó la obra por la que siempre será recordada, un libro con un título hermoso, Silent Spring (Primavera silenciosa, Crítica), y contenido estremecedor. En él, y basándose en estudios propios, junto a otros ajenos de muy diversas disciplinas, se enfrentó a uno de los problemas más graves que produjo la civilización en el siglo XX, problema que continuamos padeciendo: el de la contaminación que sufre la Tierra. "Por primera vez en la historia del mundo", escribía en el capítulo 3 de su libro, significativamente titulado ‘Elixires de la muerte', "todo ser humano se halla ahora sometido al contacto con sustancias químicas peligrosas, desde su nacimiento hasta su muerte. Se han encontrado en peces en remotos lagos de montaña, en lombrices enterradas en el suelo, en los huevos de pájaros, y en el propio hombre, ya que estos productos químicos están ahora almacenados en los cuerpos de la vasta mayoría de los seres humanos. Aparecen en la leche materna y probablemente en los tejidos del niño que todavía no ha nacido".
Aunque también se ocupaba de otros pesticidas, el centro de sus ataques fue el DDT (dicloro-difenil-tricloroetano), un producto que durante mucho tiempo, desde que el químico suizo Paul Hermann Müller lo sintetizase en 1936 (recibió el Premio Nobel de Medicina de 1948 por ello), se había utilizado con éxito para combatir a los insectos transmisores de enfermedades como el tifus, la malaria o la fiebre amarilla (algunos cálculos sostienen que su uso salvó unos 50 millones de vidas humanas).
El que lo que en un tiempo fue bendición pueda terminar convirtiéndose en maldición, no es sino una de las posibles consecuencias del conocimiento (que siempre es incompleto), un hecho que nos indica que es preciso estar alerta. Y este "estar alerta" no incluye sólo las consecuencias negativas que pueden derivarse de un nuevo descubrimiento, sino que implica asimismo a elementos ajenos a la lógica científica, como bien ilustra el caso de Rachel Carson. Conocedora la poderosa industria química estadounidense de las conclusiones a las que había llegado, gracias a unos avances del libro publicados en la revista New Yorker, y reconociendo el peligro que sus denuncias representaban para ellos, el lobby agroquímico intentó impedir su publicación presionando a la editorial, Houghton Mifflin, al igual que cuestionando los datos que incluía, la interpretación que se hacía de ellos y las credenciales científicas de la autora. Nada que no se hubiera hecho antes, ni que no se haya hecho después. Afortunadamente, no lograron su objetivo y Silent Spring se convirtió en un éxito de ventas (se vendieron medio millón de ejemplares), obligando a que se formase un Comité Asesor al Presidente para la utilización de pesticidas, e inspirando un movimiento mundial de preocupación por la conservación de la naturaleza (la Convención Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático y el Acuerdo de París de diciembre de 2015 tienen, por tanto, una deuda con ella). "Sin este libro", escribió el entonces vicepresidente de EEUU Al Gore, en la introducción a una reedición (1994) de Silent Spring, "el movimiento medioambiental podría haberse visto retrasado durante mucho tiempo, o no haber aparecido nunca".
Aun así, y a pesar de que en 1992 un grupo de norteamericanos notables designase Silent Spring como el libro más influyente de los últimos cincuenta años, el empleo de pesticidas no disminuyó, aunque sí el empleo del DDT, actualmente prohibido. Pese a la publicación del libro de Carson, la utilización de pesticidas en la agricultura estadounidense continuó aumentando. En 1988, la Agencia de Protección del Medio Ambiente informaba que las aguas superficiales de 32 estados estaban contaminadas con 74 productos químicos agrícolas diferentes, incluyendo un herbicida, la atrazina, clasificado como cancerígeno potencial. Y es incluso peor: los compatriotas de Carson prohibieron algunos pesticidas en su patria, pero continuaron produciéndolos y exportándolos a otros países, como reconocía el propio Al Gore.
La vida de Rachel Carson no fue fácil, y aunque pudo llegar a disfrutar de reconocimientos y honores, éstos no fueron tantos como habría merecido recibir: falleció demasiado pronto, en 1964, víctima de un cáncer de mama. Carlos Castilla del Pino escribió en cierta ocasión algo que se puede aplicar bien a aquella noble mujer: "No hay muerte, si no hay olvido". Porque la recordamos, Rachel Carson continúa viva.