En 2017 tuve el privilegio de diseñar y desarrollar una gran exposición –titulada Cosmos– que se mostró en la Biblioteca Nacional de España (BNE) entre marzo y septiembre de 2018. Celebrándose en nuestra gran Biblioteca, era evidente que debía incluir libros, y así fue, pero nunca quise limitarla a ellos y sí completarla con otros objetos, por decirlo así, más “visuales”. En los libros se depositan conocimientos y experiencias para disfrute y lección tanto de sus contemporáneos como, si son capaces de semejante supervivencia, de las generaciones futuras, pero no son tan poderosos como para proporcionar una idea completa de la materialización de sus contenidos. Y en ciencia esto significa desde instrumentos científicos hasta ejemplares de la inmensa gea, fauna y flora que nos ha regalado la evolución, pasando por máquinas de muy variadas clases.
En lo que se refiere a los libros, yo quería ofrecer en esa exposición una selección de lo mejor que en ciencia produjo la humanidad en el pasado. Y pocos sitios podían competir para ello –en España ninguno– con la BNE, que acoge y conserva en su seno un impresionante número de los grandes libros de la historia de la ciencia, esos ecos del pasado que yo quería ayudar a que se introdujesen en la memoria de los visitantes.
El ejemplar de 'Sidereus nuncius' que existe ahora en la BNE es una falsificación, que años atrás alguien utilizó para sustituir el muy valioso original que sustrajo
Por encima de todo quería que en la exposición apareciesen tres piezas. La primera, los inmensamente valiosos manuscritos de Leonardo da Vinci que atesora la Biblioteca: Tratados de estática y mechanica y Tratados varios de fortificación estática y geometría (siglos XV-XVI), que pocas veces salen de su seguro y aislado refugio. Esta petición me fue concedida. Las otras dos obras que deseaba exponer eran las primeras ediciones del libro de Isaac Newton, Philosophiae Naturalis Principia Mathematica (1687), con el que el Lucasian professor de la Universidad de Cambridge enriqueció para siempre nuestra comprensión de las leyes que rigen los movimientos de los cuerpos y la fuerza gravitacional; y de On the Origin of Species (1859) de Charles Darwin, que logró que nos viéramos –a nosotros mismos y a toda la vida que existe en la Tierra– como un producto del azar y la necesidad (de las leyes que gobiernan la naturaleza). Sin embargo, la BNE no posee ningún ejemplar de esa edición príncipe de los Principia; de hecho, en bibliotecas públicas españolas solo existe un ejemplar (en el mundo se han identificado 387): el conservado en la Biblioteca Histórica de la Universidad Complutense, que nos lo prestó.
Lo que no pude satisfacer fue mi deseo de exponer la primera edición del libro de Darwin, pues no solo no lo posee la BNE sino tampoco ninguna biblioteca pública española. Tuve que conformarme con la sexta edición (1872) –procedente de la Biblioteca de Navarra–, la última y definitiva, pues Darwin fue haciendo cambios en las sucesivas ediciones. La ausencia de estas ediciones de Newton y Darwin tal vez se pueda comprender en el contexto de la propia historia de la ciencia en España: la pobre participación española en la Revolución Científica encabezada por la física newtoniana, y la renuencia, fomentada por la Iglesia Católica, a aceptar que las especies han ido variando a lo largo de la historia de la Tierra, y que nosotros, homo sapiens, somos un producto de tal evolución.
Pero si la BNE carecía de estas dos obras, ¡cuánta es la riqueza que atesora de clásicos de la ciencia! Aún me emociona recordar que pude lograr que se expusieran una serie de libros a los que sin exageración se puede denominar inmortales. Obras como el incunable de los Elementos de Euclides, que el 25 de mayo de 1482 salió de las prensas de Erhard Ratdolt, propietario de una de las principales imprentas venecianas: Preclarissimus liber elementorum Euclidis, in artem geometriae, la primera edición impresa en cualquier idioma de esta obra, de contenido tan válido ahora como hace más de dos milenios, cuando fue escrita. O una edición de 1483 de las Tablas alfonsíes preparadas bajo la dirección de Alfonso X el Sabio, cuyos datos astronómicos llegó a utilizar Nicolás Copérnico, de quien la BNE también posee su revolucionario texto de 1543, De revolutionibus orbium coelestium, en el que defendió que es el Sol el que se encuentra en el centro del (entonces pequeño) Universo y no la Tierra.
Revolucionario como era el sistema heliocéntrico, necesitaba de desarrollos. Sustituir la idea de órbitas perfectamente circulares por otras elípticas fue un paso decisivo, que dio Johannes Kepler con tres leyes del movimiento celeste que introdujo en Astronomia nova (1609) y Harmonices mundi (1619), obras de la BNE que también se expusieron. Y qué decir del Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo Tolemaico, e Copernicano (1632), con su maravilloso frontispicio en el que aparecen dialogando Aristóteles, Ptolomeo y Copérnico. Los tres protagonistas de esta obra, Salviati, Sagredo y Simplicio, discuten (en italiano) sobre la ciencia del movimiento y de los cielos utilizando una fina argumentación lógica y una sana retórica. Al tener brevemente en mis manos este libro no pude sino emocionarme al recordar que por hacer uso de semejantes útiles en defensa de su racional visión de cómo es el universo, Galileo fue condenado por la Iglesia Católica en 1633.
Sería imposible ofrecer una lista medianamente completa de los grandes libros científicos que se conservan en la nuestra Biblioteca Nacional, pero no quiero dejar de mencionar unos pocos: De humani corporis fabrica (1543), con el que Andreas Vesalio renovó la anatomía, obra que incluye unos bellísimos a la vez que desgarradores grabados producidos, parece, en la escuela de Tiziano; una edición de 1555 del famoso tratado farmacológico de Dioscórides (c. 40); la Historiae animalium (1602) de Conrad Gesner, con una copia del rinoceronte de Durero; el Discours de la methode (1637) de René Descartes; la Arcana naturae delecta (1722) del microscopista holandés, Anthony van Leeuwenhoek; el Systema naturae (1756) de Linneo; o el Traité élémentaire de chimie (1789) de Lavoisier, que revolucionó la química dejando en el olvido a la vieja alquimia. ¡Y hay tantos otros…! En Cosmos también se expuso un libro de Galileo (escrito en latín) sobre el que se ha hablado mucho recientemente: Sidereus nuncius (Noticiero sideral; 1610). El motivo de esto es la difusión de la noticia de que el ejemplar que existe ahora en la BNE es una falsificación, que años atrás alguien utilizó para sustituir el muy valioso original que sustrajo.
En este tan breve como revolucionario texto (29 páginas) se recogían las observaciones que el pisano realizó en 1609 y 1610 con el telescopio que había construido. Vio que la Luna no era una esfera perfecta como habían soñado los aristotélicos, que la Vía Láctea contenía muchas más estrellas que las conocidas, y que en torno a Júpiter orbitaban cuatro lunas, observación que favorecía la tesis heliocentrista. Parece que se imprimieron 550 ejemplares, de los que sobreviven unos 150, lo que explica el alto precio de los pocos que aparecen en subastas. Y también, por desgracia, el atractivo que tiene para los ladrones de libros, perverso “arte” que se utilizó hace algunos años con el propio Sidereus nuncius. En 2005, Richard Lan, propietario de una librería anticuaria de Manhattan, compró un ejemplar tan extraordinario que cinco de sus ilustraciones, se le dijo, habían sido pintadas por el propio Galileo. Después de asesorase lo adquirió por medio millón de dólares. Costó mucho trabajo, pero finalmente se demostró que se trataba de una falsificación.