Juan Caller, cuarentón, chófer y persona de compañía de Alfonso, un escritor de muy holgada posición económica, hereda, a la muerte de éste, una gran casa, en mal y precario estado, que había sido propiedad de la anteriormente fallecida Matilde, esposa de Alfonso. La casa está situada a poca distancia de un pueblo en un indeterminado y hosco paisaje castellano, invernal e inhóspito en el momento de arranque de la historia. La herencia tiene como férrea condición que Caller habite la casa hasta su muerte.
Muy pronto advierte Caller que, aparte de las incomodidades de su nueva casa, en la que no es fácil llevar la vida de sosegado y culto diletante que preveía, su dominio está acechado por fantasmas del pasado familiar que también gravitan para su malestar sobre los habitantes actuales del pueblo.
La aparición nocturna y espectral de un visitante, que resulta ser Andrés, un hermano de Alfonso, empuja a Caller a los inesperados abismos de la familia, que no tendrá más remedio que escrutar para comprender cómo ha llegado él mismo a la posición que ahora ocupa.
La sucesión de desapacibles averiguaciones determina el contenido de la trama, de la que sólo apuntaré sus bases: dos hermanos muy diferentes que siempre se han odiado y estuvieron enamorados de la misma mujer, Matilde, sometida por Alfonso hasta su cáncer final a un largo cautiverio en sede matrimonial como castigo a su fugaz adulterio con Andrés.
La casa del reloj (Destino) es, a mi juicio, una de las mejores novelas de Álvaro Pombo (Santander, 1939), y eso, ciertamente, es mucho decir de un autor que, en las últimas tres décadas nos ha entregado libros como El héroe de las mansardas de Mansard(1983), El metro de platino iridiado (1990), Donde las mujeres (1996) o El cielo raso (2001), por sólo recordar algunos títulos entre la superada veintena de novelas que el académico, también poeta, polemista y político en el alambre ha publicado con terca y laboriosa asiduidad.
La intensa concentración, por emplear una expresión en principio algo abstracta, quizá sea el atributo primordial de La casa del reloj: concentración en el zumoso destilado de temas que la novela ofrece; concentración en los retratos psicológicos de todos los personajes, en el sombrío movimiento de su conciencia y sus almas y concentración en la implacable ambición literaria, en el empleo de un lenguaje obstinado en los logros formales y estéticos irrenunciables y en la máxima riqueza expresiva -¡lo propio de la gran literatura!-, sin descartar, al contrario, el creciente interés de la trama y las condiciones de estructura y ritmo –capítulos breves, frases cortas aun agrupadas en párrafos largos- que fluidifican el relato.
Los inconvenientes de la memoria, el peso del pasado, el análisis minucioso de las rugosidades de las vidas familiares y matrimoniales en latente y real estado de siniestro y las procelosas aguas de la traición, la culpa, el perdón, el odio, la venganza, el resentimiento, el sacrificio o la sumisión son algunos de los temas mayores que La casa del reloj afronta, sin olvidar las colisiones entre las clases burguesa y popular, la pintura de las inclemencias de la vida y las relaciones en el ámbito rural y, muy destacadamente, la creación de un paisaje físico, el del campo, sin idealizar (al revés) y fiel correlato del desapacible universo interior de los personajes.
Sin pretender demorarme en la elección del presuntamente mejor, he aquí un corto pasaje, entre los muchos que jalonan la novela, cuya mera escritura, como debe ser, justifica la lectura de La casa del reloj: “Fueron los tiempos de posguerra, de la distrofia farinácea y las colitis, que mataban a los recién nacidos como moscas. Fue el tiempo del ganado aún, y de los carros y las mulas y el arado romano, y el del ennegrecimiento estival de las paredes de la cocina con las moscas, que se adormilaban en la siesta todas a la vez. El tiempo de los tábanos y la grasa consistente y la llegada del primer tractor a la comarca. Una época de gran romanticismo adolescente, con pasiones sudadas y represas que, pasado su tiempo, alcanzaron intencionales la madurez y la vejez de los interesados como memorias retenidas por la atención perpleja de quienes como Andrés, Matilde y el propio Alfonso las padecieron como cilicios, hermosos cardos borriqueros”.
El placer del texto, la más alta condición de la escritura y la lectura. El sabor nutritivo, ya sea amargo, de la palabra, del lenguaje. Pombo recordando, como siempre, que leer no es empapuzarse de una trama apetitosa (que también puede ser), sino detenerse a paladear la expresión literaria que no deja de estar, por exigente que sea, al servicio de un argumento y que, como en estas líneas, acierta a eludir el realismo consabido, y no digamos el costumbrismo, sin dejar de poner en pie las negruras de un tiempo, unos personajes y un lugar que proyectará su sombra hacia el futuro de todo y de todos, hacia el presente y más allá. Aunque sigan dando –o precisamente por eso- las doce en el reloj. El tiempo detenido es el que más fácilmente nos alcanza.