Vamos a dar un paseo
Me permito traer aquí, en contra de mi costumbre, un libro que ya lleva unos meses en las librerías. El caso es que, atraído por su título e interesado por su tema, no dudé en adquirirlo hace unas semanas, pensando, en su adecuación, a los días presuntamente ociosos del verano.
Pues no. Karl Gottlob Schelle (1777-1825) viene a decir en El arte de pasear (Díaz & Pons Editores) que el paseo no debe entenderse como una práctica sólo vinculada al reglamentado tiempo de ocio, sino que para que dé sus frutos -recomendables tanto para el cuerpo como para el espíritu- ha de ser una actividad regular.
Schelle, amigo de Kant, fue un filósofo que, como dice en su prólogo, no quería mantenerse en las cimas de la más alta especulación, sino que concebía la filosofía como un descenso “a los asuntos propios de la vida”. Dicho de otro modo, a los asuntos de interés para el común de los mortales.
Amén de por la materia que aquí aborda, ese propósito de Schelle se confirma en una escritura clara y en un discurso de nitidez expositiva extraordinaria, reforzados en el seno de una estructura organizada sobre la base de numerosos capítulos breves –no sé si tan habituales en 1802, fecha de publicación del libro-, lo que guarda relación con sus propias recomendaciones –y hay infinidad- sobre el paseo, que nunca debe abarcar distancias largas en exceso, ni requerir grandes esfuerzos físicos, ni provocar molesta fatiga. Debe ser el paseo, entre otras cosas, un ejercicio relacionado con el placer y alejado de retos, obligaciones y presiones.
Además de establecer pautas aconsejables de carácter genérico, El arte de pasear –digámoslo ya: una gozada de libro- concreta dichas pautas, que nunca constriñen, a una amplia casuística: por el campo, por lugares públicos, por jardines, montañas, valles, bosques etc., lo que conforma el sumario del libro mediante un amplio abanico de posibilidades y variantes.
Quiero recomendar muy especialmente los documentados y amenos introducción y epílogo a cargo de Federico L. Silvestre, profesor de Historia del Arte e Historia de las Ideas Estéticas en la Universidad de Santiago, que repasan y glosan las distintas actitudes y publicaciones sobre el paseo de pensadores y escritores a lo largo de la Historia, pues el paseo cuenta ya con una amplísima y selecta bibliografía que, tal si se tratara de una cuestión polémica y controvertida, acoge puntos de vista muy opuestos y, a veces, encendidamente enfrentados.
Para desmentir, pese a lo ya aclarado, algún prejuicio del lector ante un libro sobre el paseo de un filósofo, elijo subrayar estas líneas categóricas de Schelle: “Los paseos no tienen como finalidad seguir estudios físicos o metafísicos, resolver problemas matemáticos o repetir la historia. En resumen, no tienen como finalidad la meditación. Incluso la observación astuta y refinada de los individuos en sus paseos estaría tan en contra de la finalidad del mismo como la observación intensa de la naturaleza”. Y añade: “Durante el paseo no se debe tensar la atención de la mente; ha de ser más bien un juego agradable antes que algo serio”.
Un juego agradable. Lo repite Schelle por activa y por pasiva. Nada de concebir el paseo como una ocasión para reflexionar sobre problemas y preocupaciones. Nada de dejarse invadir por ellos. No empeñarse en tareas de observación y especulación sobre lo que sale a nuestro paso. Dejarse llevar, que todo aquello que surge en nuestro camino interactúe con nosotros de forma espontánea y desapercibida, sin compromisos ni objetivos. El paseo no persigue otro botín que procurar, mediante el movimiento, que el cuerpo y el espíritu, conjuntamente, se realimenten de manera aleatoria y no planificada.