Juan Cruz, la risa y el llanto
“Memorias de un periodista que fue editor”. Así subtitula Juan Cruz –obviando su extensa actividad como escritor- su último libro Especies en extinción (Tusquets). Es lógico que las experiencias, balances y comentarios de una figura tan relevante de la literatura y del periodismo españoles susciten una curiosidad ávida: ¿qué dirá el autor de los que han sido y son sus oficios?, ¿qué dirá de las importantes personalidades –y no tan importantes- que ha tratado en su vida profesional? Y qué no dirá, por supuesto.
El lector de Especies en extinción no va a quedar decepcionado ni por las presencias ni por las ausencias, ni por las afirmaciones ni por los silencios. Pero no es la nómina de celebridades –véase, si se desea, el nutrido índice onomástico- sobre las que tantas cosas dice Cruz lo que más me ha llamado la atención de este libro. Ni siquiera, y siendo muy interesantes, sus historias, diagnósticos y opiniones sobre esos dos oficios en peligro de extinción, el periodismo y la literatura, aludidos en el título y subtítulo de la obra.
Me ha llamado la atención la angustia, la tristeza y el miedo que hay en este libro –y cómo está expresada literariamente-, un libro, por lo demás, que contiene un buen puñado de momentos de exaltante vitalidad. No hay paradoja en ello: es esa vitalidad vivida o esa vida vitalista la que el autor siente vívidamente que se escapa –y se le escapa- bajo los estragos del tiempo y de los tiempos, una suma –o una multiplicación, quizás- aniquiladora.
El tiempo ha acabado, como suele, con la vida de muchas personas queridas y sobresalientes, y son muchas de ellas las que desfilan y son evocadas en las páginas de Especies en extinción, que, de algún modo inevitable, es un libro de muertos y sobre los muertos. Y es esa muerte y esas muertes las que alimentan en Juan Cruz esa angustia, esa tristeza y ese miedo, personalizados e interiorizados al haber cruzado el Rubicón de los 60 años, esa edad en la que sabes que estás en primera fila, esa edad –lo sabes- que ya no podrás doblar, esa edad en la que cada día estás más solo, porque son muchos los que se han ido y se van yendo.
Por eso, viene a decir Juan Cruz, escribe este libro: para que la memoria mantenga vivos los recuerdos y, con ellos, el tiempo y las personas que ya pasaron. Y, con ellos también, para mantenerse vivo él mismo. Prolongar las horas en otras horas –a veces con gran desgaste- ha sido, lo confiesa, una preocupación constante de Juan Cruz, así como la acción, el no parar quieto, esa hiperactividad que lo distingue y que es el objeto de las muy distintas bromas de los amigos y de los enemigos.
Sucede –y nos sucede a muchos, por tanto- que, ahora mismo, el sentimiento lógico sobre la inexorabilidad del paso del tiempo, de las leyes de la vida y de la muerte, va unido, en un momento claramente crepuscular, al ocaso –y éste no tenía por qué ser y aparecer como inexorable- de las formas al menos –y quién sabe si de su esencia misma- de dos oficios, el periodismo y la literatura, queridos como las personas que se han ido y se van cuando estas tareas se extinguen en el modo y manera en las que las conocimos, las cultivamos y las vivimos. Cruz desea, anhela, una segunda oportunidad para todas esas especies en extinción –tareas y gentes- como desea y anhela –igual que todos- una segunda vida para sí mismo.
De esto trata el libro por debajo de su bosque de nombres y anécdotas, y en esa situación –tristeza, angustia y miedo-, el autor, con el pretexto de relacionar su vida personal con su trabajo para que comprendamos mejor ambos, convoca y se aferra, con sinceridad y sin pudor, a sus afectos, que lo mantuvieron y lo mantienen vivo –pese a los extravíos que describe- y que refuerzan la línea de continuidad y de prolongación de su vida: los padres y hermanos, la mujer, la hija y, desde hace poco, el nieto. Ellos protagonizan las líneas y las páginas más hermosas y emocionantes de un libro que siempre sería interesante sin ellas, pero de un interés muy distinto.
Cruz recuerda a su hija, poco más que un bebé, tendida sobre una colcha amarilla, moqueando y llorando a pleno pulmón, ante los ojos atónitos y expectantes de su mujer y de él mismo, y la niña, de pronto –escribe- “paró su llanto como si hubiera recibido una orden de su subconsciente, y en ese mismo proceso de sorpresa que estaba viviendo asumió otro papel que nos dejó estupefactos y sorprendidos, en todo caso tan divertidos como ella: Eva comenzó a reír, hasta lograr una carcajada perfecta que a nosotros, claro, nos hizo llorar. De risa, también”.
Mi padre, cuando yo era pequeño, solía decirme eso que se dice mucho: “¡con qué facilidad pasas de la risa al llanto!”. Mi padre se refería a esa situación tan infantil de cambiar de improviso la alegría por el enfurruñamiento, el entusiasmo por la negatividad. Pero ahora sabemos que vivir es eso, risa y llanto, carcajadas y lágrimas. Sucesivamente y, también, a la vez. Y esa es la vida que, contra el tiempo y los tiempos, queremos conservar.