En los últimos años se han hecho varias escenificaciones de Poeta en Nueva York, el poemario surrealista de Lorca considerado un antes y un después en su producción literaria, y donde nos abre su alma más vulnerable y confiesa sin tapujos su homosexualidad. Will Keen estrenó en 2020 un espectáculo unipersonal en el que ofrecía desde un atril la conferencia que Lorca escribió ya en España para explicar estos versos cifrados en una simbología compleja.
Más recientemente, Alberto San Juan también partió de esta conferencia para una producción a caballo entre el spoken word y el concierto; apoyado en una banda de jazz, el actor era un radiante maestro de ceremonias que nos llevaba de la mano por el oscuro calideoscopio del Nueva York lorquiano. Ahora Carlos Marquerie lo ha puesto también en escena. Ha elegido no sé si la vía más difícil pero sí directa, ya que parte de los poemas.
Lo explica él mismo: "Trasladar Poeta en Nueva York a la escena me gusta más como concepto de partida que adaptar o reescribir. Pensemos en una suerte de ilustración que genera una red en la que se relacionan las palabras de Lorca con materiales plásticos y sonoros, con los títeres, con los cuerpos de los bailarines y actores, con el contexto histórico en el que fueron escritos los poemas, pero también con el actual, y con la soledad, melancolía, dolor, festejo y solidaridad con que vivió el poeta en Nueva York".
Dicho así parece que esté hablando de una suerte de narración transmedia prendida de hipervínculos. Pero lo suyo es la escena, concretamente el espectáculo performático (corriente teatral en la que Marquerie se ha volcado en los últimos años de la mano de artistas como Angélica Liddell y Rocío Molina).
Y su fórmula se adapta a su pretensión de bucear en los intersticios de los versos de Lorca y extraer imágenes y evocaciones del sentimiento y del dolor del poeta con las variadas herramientas citadas (palabra, títeres, materiales plásticos y sonoros, cante, danza…). De entrada, cuadra bien con un poema surrealista. Sin embargo, el conjunto con toda su ambición integradora del universo Lorca y toda su intención de huir de los tópicos- tiene algo de batiburrillo, dispersión que por otro lado no sé si es premeditada.
Cuenta con una colaboración de lujo, el Niño de Elche. Su voz flamenca es eje lírico musical sobre el que pivota este collage de marionetas, actores y escenas visuales vivientes, la mejor compañía que encuentra la palabra de Lorca en el espectáculo porque habla por él.
Firma la dirección musical, los arreglos y las canciones, que siguen el mismo planteamiento de Marquerie: creaciones originales que no adaptan los poemas, sino que plasman lo que al cantante le sugieren y en las que a veces integra melodías y guiños a canciones populares del poeta. Oímos la soberbia jondura rimbomba del alicantino, que además exhibe cierta virtualidad artística, ya que se presta a ser actor e interactuar con el resto de intérpretes a veces incluso como elemento plástico o marioneta.
Al alimón con Pedro G. Romero, Marquerie ha estructurado el espectáculo en seis cuadros -paneles los denominan-. Roban el título a algunos epígrafes en los que Bergamín dividió el poemario o a los poemas que lo integran. Los tres primeros paneles se siguen bien: "Poemas de la soledad en Columbia University"; "Los negros"; "Calles y sueños". Hablan de la brutal impresión que causó Nueva York en el poeta como metrópoli inhumana, sociedad industrial, atroz escenario de multitudes anónimas. Observador doliente y viviente, el poeta hace causa de las clases deprimidas mostrando su simpatía por los negros.
Uno de los momentos más emocionante llega con el cuarto panel, cuando el bailarín y actor Jesús Rubio Gamo recita la "Oda a Walt Whitman", una larga tirada de versos que el actor nos ofrece con hondura y magnetismo; es un sentido poema donde Lorca se reconcilia con su sexualidad, habla de su admiración por el cuerpo de otros hombres y denuncia el vulgar comercio secreto de los "maricas" chaperos.
La inclusión de marionetas bunraku (modalidad japonesa de marioneta en la que el manipulador de cuerpo entero se esconde tras ella y recita por ella) funcionan como pieza artística en sí misma, pero también como elemento de gran poder ilusorio que sintoniza con el simbolismo de los versos del poeta. La luna, símbolo de la muerte en la obra lorquiana, es una delicada y elegante marioneta que parece una novia. Sirven para evocar también a los personajes negros de Harlem. Y hay hasta un guiño a los títeres de cachiporra, esas marionetas a caballo entre lo tradicional y lo más vanguardista.
La confluencia de tantos elementos, sin embargo, no logran redimirnos de un irregular espectáculo que se hace excesivo en su duración, soporífero hacia el final, dura poco más de dos horas y exige un esfuerzo al espectador para descifrarlo.
['Los gatos mueren como las personas', teatro solo para público 'ESP']
Aun así, el espectáculo sirve una obra compleja, íntima y política, atravesada del pálpito de un hombre en tierra extraña sumido en una depresión que, además, tenía un hándicap para comunicarse: no hablaba inglés. Lorca se distinguía por su irresistible personalidad y su naturaleza amistosa, estrella de los cenáculos literarios madrileños, tenía una gran capacidad de convocatoria cuando daba conferencias. En Nueva York no puede exhibirse en toda su brillantez, disfruta de la compañía de amigos españoles, pero no logra recuperarse de su depresión hasta que pisa tierra cubana, en su camino de vuelta a España.
Poeta en Nueva York
Naves del Español, hasta el 2 de junio
De Federico García Lorca
Dramaturgia: Pedro G. Romero y Carlos Marquerie
Actores: Niño de Elche. Elena Córdoba, Manuel Egozkue, Clara Pampy, Jesús Rubio Gamo, Enrique del Castillo
Dirección musical, arreglos y composición música original: Niño de Elche
Diseño de espacio escénico: Max Glaenzel
Diseño de iluminación: Carlos Marquerie
Diseño de vestuario: Cecilia Molano
Coreografía: Elena Córdoba
Dirección de producción (Teatro Kamikaze): Jordi Buxó y Aitor Tejada