En Todas las canciones de amor Eduard Fernández se confunde con su madre. Se nos aparece transformado en una yaya, camuflado con una peluca canosa y una bata, temblequeando por la cocina de su casa mientras comparte recuerdos y pensamientos que le asaltan en sus rutinas diarias. Este monólogo es el trabajo más personal e íntimo del actor, una delicada pieza teatral arropada por una puesta en escena exquisita de Andrés Lima. No se la pierdan, puede verse en los Teatros del Canal.
Fernández perdió a su madre durante la pandemia y no pudo despedirse de ella. Y como justamente en el momento de la desaparición de nuestros seres queridos su figura se nos revela en su totalidad, en el caso del actor la ausencia de su madre le animó su deseo de emularla, de profundizar y confundirse en ella como tributo póstumo de amor. La obra, en contra de lo que pueda pensarse, no es un relato biográfico, sino un texto de Santiago Loza que el actor tenía previsto montar tiempo antes de su pérdida. Pero no ha podido llevarse a escena hasta ahora y Fernández, Loza y Lima han ajustado la dramaturgia del texto para integrar algunas vivencias del actor.
Loza es dramaturgo y guionista argentino del que ya se ha podido ver en España algunas obras suyas como Matar cansa (protagonizada por Jaime Lorente, 2020) o He nacido para verte sonreír (dirigida por Pablo Messiez, 2019). Es muy hábil en el retrato íntimo femenino, aquí en el de esa madre sencilla y amorosa, sin otro cometido que el de estar al cuidado de los suyos, una mater amatisima que construye con un lenguaje lírico aparentemente sencillo, a partir de pequeños detalles o pensamientos que, a veces, son fragmentados por efecto del Alzheimer que padece.
Esta mezcla de historieta doméstica, explosión emocional y canto a la madre permite disfrutar de la interpretación de un actor excepcional al que Lima dirige desde la dualidad del personaje que interpreta. Tras su máscara de abuelita, Fernández nos atrapa con la sentimentalidad y el físico de una mujer del común, de verbo cálido y tierno, que habla con voz débil, que cuenta los recuerdos de un hijo ya emancipado dando pie a una digresión incluso graciosa sobre el lenguaje inclusivo o remilgoso, y que en un instante se hace preguntas sobre dónde y qué estará haciendo en ese preciso instante… y ¡oh maravilla del arte ilusorio del teatro! que como truco de magia logra que madre e hijo se comuniquen frente a nosotros en un desenlace genial.
El final es un hallazgo y no puede ser desvelado (en realidad hay dos finales). Tampoco diré los temas musicales que vertebran la obra, cinco canciones célebres y una de propina (un chute de optimismo), y que permiten que este canto a la vida —porque en definitiva la obra funciona también como oración fúnebre purificadora y reparadora— tenga un efecto reconfortante en el público.
['Contracciones': el precio de mantener el curro]
Si la interpretación de Fernández cautiva al espectador, no menos asombroso es el dispositivo escénico y lumínico. La luz de Valentín Álvarez es fabulosa: funciona como si la escena teatral estuviera iluminada como un set cinematográfico; resulta difícil saber dónde están las fuentes luminosas, ya que no vemos haces de luces, sino una escena que va modificándose cromáticamente conforme avanza el relato dramático, creando cuadros pictóricos bellísimos en los que se distinguen momentos oníricos de otros más realistas.
Por otro lado, la escenografía de Beatriz San Juan recrea una cocina moderna que está dibujada por mapping de Emilio Valenzuela, y que también se modifica en función de los estados de conciencia del personaje. Sobre la cocina se proyectan imágenes y dibujos de Mique Raió que recrean al niño Eduardo. Todo conjugado con elegancia, al servicio de la dramaturgia y con una sencillez encomiable. Pocas veces forma y fondo se dan la mano con tanta fortuna.