El Golem es un texto árido, discursivo, críptico. Es la segunda obra que Juan Mayorga estrena esta temporada y como en Silencio también habla del poder transformador y manipulador de las palabras, asunto de la hermenéutica que ocupa al dramaturgo en los últimos años. La obra ha sido dirigida por el responsable del Centro Dramático Nacional, el también autor Alfredo Sanzol.
El texto de Mayorga tiene una influencia directa de Borges, como pone de manifiesto su interés por un tema de la tradición cabalística que tan profundamente investigó el argentino: las virtudes de encantamiento de las palabras que se identifican con lo que nombran; las palabras son divinas ("En el principio era el Verbo") o mágicas, y solo a través de su estudio y conocimiento se puede descifrar el nombre de Dios y emularlo, anhelo imposible al que solo los poetas se aproximan. Combinando letras, los judíos crearon un golem, especie de Adán de materia amorfa sin vida y sin habla (signo de su falta de alma), para protegerse de los ataques contra su pueblo, pero éste acabó siendo ingobernable como castigo de Dios a la soberbia de los hombres.
En la puesta en escena de Sanzol hay una deliberada intención de que todo (música, luz, escenografía) resulte misterioso y enigmático
La obra nos presenta la siguiente situación dramática: una mujer (Vicky Luengo) acompaña en un hospital a su pareja enferma (Elías González), a la que van a expulsar porque el gobierno ha decidido reducir los tratamientos médicos ante una situación de emergencia; en las calles hay disturbios sociales. La mujer recibe entonces una oferta inesperada de un personaje misterioso, una traductora o especie de conjuradora (Elena González): si memoriza cada día varias palabras se le dará tratamiento médico a su hombre y podrá recuperarse de su enfermedad. A partir de su aceptación del trato, comenzará su aprendizaje de nuevas palabras y se irá transformando en un golem. Las palabras irán adueñándose de su cuerpo, tendrán una influencia física en su ser (como les ocurre a los actores), y en su transformación confundirá el sueño con la vigilia, la ficción con la realidad, la mentira con la verdad. ¿Sabrá discernir las buenas de las malas palabras que va aprendiendo?
Cuando la obra cruza el meridiano se vuelve enrevesada y decae. Los protagonistas ya no parecen habitar un hospital, sino un universo irreal e indefinido. No es tarea fácil para el espectador descifrar este tropel de palabras y temas sobre la manipulación de las mentes a través del lenguaje, festoneado con pretenciosas declaraciones filosóficas. Dos horas después de su inicio, la obra concluye en una arenga de tono trágico en la que Luengo habla de la defensa de la libertad y, metafóricamente, del poder de la oratoria en la lucha política, pero en la que se cuela alguna frase con un tufo autoritario, como ésta que suelta tras animar a combatir la tiranía: "No habrá zonas neutrales en que refugiarse y quien no combata estará frente a nosotros".
La obra se vuelve enrevesada y concluye en una arenga de tono trágico en la que se cuela alguna frase con un tufo autoritario
En la puesta en escena de Sanzol hay una deliberada intención de que todo (música, luz, escenografía) resulte misterioso y enigmático. El dispositivo escenográfico de Alejandro Andújar, unas ligera estructuras que crean paredes con puertas en tono negro, permite crear laberintos de inspiración kafkiana, pero exige de figurantes que salgan a escena para mover las estructuras, lo que hace penosamente lento el desarrollo. Aplauso sincero para Vicky Luengo, prácticamente en escena todo el tiempo, hace un papel complejo, su esfuerzo es grande en especial con las largas tiradas de texto que le corresponden.
Coda
Si 23-F. anatomía de un instante, de Javier Cercas, se lee con placentera avidez, la versión escénica provoca una recepción ambivalente. La fábula contada por cuatro actores te atrapa desde el principio, está bien urdida, sigue el entretenido relato de Cercas a la manera de un grupo de profesores que explican un case study de cómo se monta un golpe de Estado, mientras en una pantalla se proyectan imágenes y documentos del caso. Los añadidos finales de Rigola me sobran, especialmente esa coda de preguntas capciosas contra la monarquía, que vuelven republicano un libro que no lo es. Da la impresión de que Rigola, a pesar del trabajo que ha hecho, no se ha enterado de cuál fue el papel de la Corona en la Transición, el papel de un rey que, teniendo todo el poder en sus manos, decidió repartirlo al estilo Lear.
La idea de Rigola de vestir a los actores con ridículos disfraces de unicornios, como cuatro adolescentes que se cuentan una historia como divertimento en una fiesta de pijamas, con globitos sueltos por el escenario, induce a pensar en la obra como un vehículo pedagógico para las jóvenes generaciones de espectadores. Debería entonces pulir algunas falsedades que cuela, porque si el catalán estuvo proscrito por ley durante el franquismo, como dice, ¿por qué José María de Sagarra estrenó L'Hostal de la gloria en 1945 en catalán? Que pregunte a Núria Espert en qué idioma representó a Soldevila, a Regàs, al mismo Sagarra en la década de los cincuenta. Pero estamos en el teatro, la realidad no cuenta.