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He iniciado la apretadísima semana de estrenos teatrales de la cartelera madrileña con dos compañías o equipos artísticos a los que guardo bastante fidelidad desde hace tiempo. El pasado 9 de enero cumplí con los veteranos Joglars, que estrenaron en el María Guerrero Señor Ruiseñor, sátira política anticatalanista de difícil representación en su tierra a riesgo de que, como poco, los corran a gorrazos. La otra cita tuvo lugar ayer en el Pavón, para ver Hermanas, cainita enfrentamiento dramático para lucimiento de las actrices Bárbara Lennie e Irene Escolar.
Señor Ruiseñor viene a engrosar el panteón de catalanes ilustres que la tribu joglaresca ha ido erigiendo a lo largo de su trayectoria, catalanes con los que sintonizan por muchas razones y que tienen como características común que no son independentistas: Josep Pla, Dalí, habría que añadir la zarzuela sobre Amadeo Vives que escribió y dirigió Albert Boadella cuando ya había dejado la compañía, y ahora Santiago Rusiñol, un tipo con una sensibilidad singular, que además de pintor de jardines en la época del modernismo, fue escritor, excursionista, apasionado coleccionista de forjas antiguas y de otras antiguallas…
En torno a Rusiñol Joglars teje una crítica contra la ideología nacionalista de los gobiernos catalanes que tan familiar nos resulta, desgraciadamente. Lo acertado del montaje es que centra su dardo en un aspecto esencial para la propagación del independentismo: el chiringuito cultural. Joglars hace befa y mofa de cómo la cultura está siendo una herramienta de manipulación grosera al servicio de políticas identitarias que persiguen reescribir la historia de Cataluña, a costa también de sustituir y arrumbar cualquier testimonio de un pasado que la contradiga y desmonte la larga lista de agravios que han ido inventándose.
Esos testimonios pueden ser los cuadros de un artista como Rusiñol, pintor de jardines de Barcelona pero también de Granada o de Aranjuez; o de El Greco, dos adquisiciones que hizo Rusiñol en París y que en la ficción dramática son desterrados del nuevo Museo de la Identidad Catalana que, nos cuentan, va a sustituir a la tradicional Casa Museo Rusiñol. En este Museo, el personaje de Ramón Fontserè, un viejales dedicado a hacer dramatizaciones del pintor, va desenmascarando a los promotores de este Museo, personajillos del aquelarre político y cultural independentista en el que no falta el entregado periodista de la causa.
Fieles a su fórmula satírica, el personaje de Fontserè repite el esquema dramático de otras obras, un personaje que experimenta una quijotesca esquizofrenia o desdoblamiento de personalidad, lo que facilita enfrentar la actual manipulación ideológica y el pasado al que se le suponen unos valores más auténticos. Así opera el viejales Lucas de Fontserè, pues gracias a la morfina se convierte en Rusiñol; recuerda al doctor Floid que se volvía Pla, pero también trae la memoria de don Josep de El Nacional o el don Alonso de En un lugar de Manhattan.
Junto a Fontserè, Pilar Saenz, el otro pilar interpretativo de la compañía, gran cómica, especialmente cuando retrata esas dones catalanas ya sea una funcionario del nuevo régimen, ya la charnega convencida a la causa independentista. Al elenco se suman Juan Pablo Mazorra, Rubén Romero, Xevi Vilà y Dolors Tuneu, todos con mucho oficio, graciosos y multiplicándose en varios papeles. Alberto Catrillo-Ferrer (Ildebrando Biribó) se estrena con Joglars en la dirección, hace una puesta limpia, siguiendo la máxima de Boadella de “menos es más”: escena vacía, empleo mínimo de elementos para dar protagonismo a los auténticos compositores del espectáculo, los actores. Algunos momentos descacharrantes: fantástica el auca de Rusiñol, la procesión de los cuadros de El Greco, el desnudo del catalanista...
El estreno arropó calurosamente a los actores, en Madrid Joglars siempre han tenido muchos seguidores. Víctimas del independentismo que denuncian desde hace muchos años y que los ha condenado a no actuar en su tierra, imagino que la compañía ha tomado la decisión de volver sobre él a raíz de los acontecimientos de los dos últimos años. Aunque su obra está en clave satírica, no sé si la compañía ha calibrado bien lo familiarizados que estamos ya con el procès y el cansancio que provoca en algunos, entre los que me cuento.
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Hermanas sin tregua
También muy bien arropadas por el público estuvieron ayer Irene Escolar y Bárbara Lennie en el Pavón, donde representaron la tercera pieza del galo Pascal Rambert que se estrena en nuestro país. Es comprensible que los actores gusten de estas obras, de profundos conflictos psicológicos que les permite sacar todo su arsenal dramático. En este sentido, las actrices ofrecen un gran recital interpretativo, muy visceral, que también les exige un gran esfuerzo físico y emocional.
El texto parece concebido como una obra musical, discurre en boca de las actrices con subidas y bajadas de intensidad, fuerza, tiempo, velocidad, ritmo, etc… Hay momentos que hablan a velocidad de vértigo, haciendo fatigoso el seguimiento para el espectador (también porque las condiciones acústicas del teatro no ayudan), y a estos se suceden otros de aminoramiento de la intensidad y el ritmo, de calma, y vuelta a la tormenta dramática. El final es sorprendente, deja a Escolar completamente trastornada.
Por lo demás, Rambert, que también firma la dirección, repite escenario en blanco con neones en el techo, su escenografía predilecta (así ambientó La clausura del amor y Ensayo). Y también repite forma dramática, el texto como ya hiciera en La clausura… se presenta como un diálogo de dos hermanas que sienten un profundo rencor una hacia la otra y no sienten ni un ápice de amor, lo que pone en cuestión los lazos familiares. Agravios, reproches, tortas… No se dan tregua. Las actrices acaban extenuadas, y tampoco es una obra cómoda para el espectador, se le exige una gran atención.