Tres nuevos poemas de Charles Simic
6 mayo, 2013
02:00
Charles Simic (Belgrado, 1938) emigró a Estados Unidos en 1954, donde reside desde entonces y se ha convertido en uno de los poetas más importantes e influyentes. Los lectores habituales de este blog ya lo conocerán, así que, sin más presentaciones, traduzco a continuación algunos de los poemas inéditos incluidos en el recién aparecido New and Selected Poems (2013).
Las cosas me necesitan
Ciudad de sillas mal amadas, de pantuflas, de sartenes,vuelvo a ti a toda prisa
adelantando a todos los coches de la autopista,
recorro con mis brillantes faros
tus calles vacías y oscuras.
Oh seres despiadados que no podéis esperar
a ir a la playa mañana por la mañana,
¿qué pasa con las foto en blanco y negro de los abuelos
que abandonáis?
¿Y con los espejos, las plantas en las macetas y las perchas?
Muerto despertador, jaula vacía, piano que nunca he tocado,
yo seré vuestro camarero esta noche
listo para tomar nota de vuestro pedido
y vosotros seréis mis distinguidos comensales,
cada uno con una historia que contar.
Fantasmas persistentes
Dadme una larga noche oscura sin sueñoy visitaré cada lugar en que he vivido,
comenzando por la casa en que nací.
Me sentaré en el sombrío dormitorio de mis padres
esforzándome por oír el tictac de su despertador.
Deambularé por el viejo barrio buscando a mis amigos,
entraré en los patios abarrotados de basura donde los árboles
parecen lisiados de guerra con muletas,
me detendré junto al tocón del árbol alrededor del que mi abuela
hacía correr sin cabeza a gallos y gallinas.
Un gato negro surgirá de entre las sombras
para restregarse contra mi pierna
y hacerme saber que será mi guía esta noche
en esta calle de edificios derruidos,
rostros perdidos y unos pocos fantasmas persistentes.
La soledad en los hoteles
A los que vas para esconderte de todo el mundoen una ciudad a la que la gente va por otras razones,
en una habitación con un cartel de No Molestar
colgado de la puerta día y noche
mientras te sientas en ropa interior
mirando fijamente la pantalla apagada del televisor durante horas
esperando a que pase la medianoche para escurrirte
tras el mostrador de recepción y visitar
algún turbio antro del vecindario
donde tomar una cerveza o dos y comer algo
y después un paseo por las calles oscuras y desiertas
sin prisa ni dirección alguna
antes de regresar a la cama al amanecer
para tumbarte despierto a escuchar la lluvia
mientras las hojas del otro lado de la ventana
adquieren el color del fuego, ese fuego que leíste
que comenzó un muchacho en la iglesia
para impresionar a su pálida y silenciosa novia.