En cuanto posesiones (inmateriales), las obras de música, como las de las demás artes, son un chollo porque son siempre nuevas. Cada día son de hoy. Vienen a ser la contrapartida gozosa del doliente hígado de Prometeo o del desesperante pedrusco de Sísifo, porque no dejan de avivarme el fuego. Se me sigue encendiendo algo por dentro cada vez que oigo La consagración de la primavera de Stravinski, el Concierto de violín de Chaikovski o los Cuadros de una exposición de Musorgski (en piano o en la orquesta de Ravel); o que leo por vez número no sé cuántas un álbum de Tintín o Treasure Island de Stevenson o veo Testigo de cargo de Wilder o Senderos de gloria de Kubrick.
Cito esas músicas y no otras porque han vuelto a germinarme dentro hace poco. Una mañana de este verano, entraba yo, pensando en mis cosas, en la Sala Argenta del Palacio de Festivales de Santander, cuando me tuve que parar en seco a entender qué es lo que estaba oyendo. Era una música que conocía bien y, al mismo tiempo, no lo era, como la mar del cinema de verano de Alberti, "que no es la mar y es la mar". Era La gran puerta de Kiev de los Cuadros, sin duda, ¡pero al mismo tiempo no lo era!, porque sonaba muy diferente. Nunca la había oído así, cada acorde un ser vivo, sorprendente y dotado de mirada y movimiento, cada frase un poema de los que se te quedan clavados.
¡Si es lo de siempre!, pensaba, ¡pero es otra cosa! Era el ensayo general del maestro Pablo González y la Orquesta Sinfónica Radio Televisión Española, que inauguraban esa tarde el Festival Internacional de Santander. Tuve que irme a mis asuntos, sin quedarme a las grandiosas campanadas del final. Tampoco pude estar en el concierto, ni verlo luego en Los conciertos de La 2. Espero ansiosamente que lo pongan en RTVE Play. Días después, oí a alguien criticar al FIS por inaugurar con algo tan local. ¡Qué catetada! A mí, ese par de minutos me parecieron dignos de inaugurar cualquier festival de postín.
[Así suena la música en los Encuentros de Pamplona 72-22]
Un trimestre después, he vuelto a oír como recién paridas músicas que vengo oyendo desde hace medio siglo. La misma orquesta, el mismo maestro y, esta vez, un violinista muy especial, el joven sevillano Javier Comesaña (que no se toca en nada, salvo en ser buen músico, con el gran Francisco Comesaña) que sustituía por enfermedad a María Dueñas.
Su Concierto de Chaikovski fue una exhibición del otro virtuosismo, el bueno. Fue más allá de las dificultades y, dándolas y afinándolas todas, sin fallar una, no consintió que las ganas de exhibir su técnica pasaran por encima ni una sola vez de su impulso de frasear con naturalidad, cuidando el sonido aun en plena tempestad de notas, cantar siempre y hacer una música refinada, irresistible de puro elegante. Yo le había oído ya un Brahms igualmente asombroso. Poco después, la RTVE y el maestro González hicieron cosas muy parecidas en una Consagración afilada, limpísima y, como aquellos Cuadros del verano, llena de vida. Habiendo músicos como González y Comesaña, la música no dejará nunca de parecerme nueva.