¿Qué nos enseñan los clásicos sobre la naturaleza humana? Nada esperanzador. Según Plauto, “el hombre es un lobo para el hombre”. La filosofía política de Hobbes se basa en esa idea. El ser humano es cruel y egoísta. Solo un Estado con un poder absoluto puede garantizar la paz social.
Sigmund Freud no escribió a favor del absolutismo, pero en El malestar en la cultura (1930) apuntó: “Los hombres no son criaturas amables, que quieren ser amadas, que a lo sumo pueden defenderse si son atacadas; son, por el contrario, criaturas entre cuyas dotes instintivas se debe contar con una parte poderosa de la agresividad.
Como resultado, su prójimo es para ellos no solo un ayudante potencial u objeto sexual, sino también alguien que los tienta a satisfacer su agresividad, a explotar su capacidad de trabajo sin compensación, utilizarlo sexualmente sin su consentimiento, apoderarse de sus bienes, humillarlo, causarle dolor, torturarlo y matarlo. Homo homini lupus. ¿Quién, frente a toda su experiencia de la vida y de la historia, tiene el coraje de disputar esta afirmación?”.
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Sin las leyes impuestas por la civilización, imperarían el crimen, la injusticia y el abuso, lo cual destruiría la sociedad y pondría fin a nuestra especie. El precio de la convivencia pacífica consiste en reprimir nuestra agresividad natural, pero esta se manifiesta apenas surge la oportunidad, como sucede cuando estallan las guerras o acontece cualquier tipo de catástrofe.
En 1954, William Golding trasladó esas teorías al campo de la literatura. En El señor de las moscas, el avión que transporta a una treintena de estudiantes de un elitista colegio inglés se estrella en una isla desierta y los supervivientes, exclusivamente niños y adolescentes, se enfrentan al desafío de sobrevivir sin la tutela de los adultos. Al cabo de pocas semanas, los estudiantes se desprenden de sus ropas y se pintarrajean el cuerpo. Tras cazar un jabalí, le cortan la cabeza y la colocan en una estaca para ahuyentar a un monstruo que supuestamente deambula por la isla.
Enseguida acuden las moscas y la cabeza de jabalí se transforma en el símbolo de la ruptura con la civilización. A partir de ese momento, se desata la violencia. Divididos en dos grupos o clanes, los estudiantes provocan varias muertes y una facción incendia la isla para aniquilar al líder rival. Solo la aparición de un buque de la Armada inglesa evita que la espiral de violencia finalice con una masacre.
¿Podemos asegurar que la fábula de Golding nos muestra realmente lo que haría el ser humano en unas circunstancias particularmente adversas? ¿Tiene razón Freud al afirmar que la civilización solo es una fina capa de barniz y que se rompe apenas surgen conflictos? Robert Louis Stevenson ya había especulado sobre esa cuestión en El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886).
Gracias a un brebaje, el ejemplar doctor Jekyll se transforma en el terrorífico y amoral Mr. Hyde. El honesto Jekyll es sumamente infeliz, pero Hyde, libre de ataduras, experimenta un gozo salvaje cuando atropella a una niña y apalea hasta la muerte a un anciano. Todos albergamos en nuestro interior a un Mr. Hyde que anhela salir de su encierro. En las guerras, las catástrofes y las situaciones de caos, el modélico Jekyll se desvanece. Es como si se cayera la máscara que oculta nuestra auténtica faz. Dicho de otro modo: somos demonios y no ángeles. De ahí que hayan surgido abominaciones como Auschwitz, Hiroshima o el Gulag.
El pesimismo antropológico suele ignorar los hechos que no encajan con su perspectiva. En junio de 1965, seis chicos de Tonga, un país de Oceanía, se aventuraron en el mar en una pequeña embarcación y naufragaron culpa de una tormenta. Consiguieron llegar a nada a una isla llamada 'Ata. Era un lugar bastante inhóspito, pero lograron sobrevivir y, en los quince meses que pasaron allí, no hubo conflictos, sino una convivencia pacífica y solidaria.
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Afortunadamente, había gallinas y plantaciones de plátano y taro, restos de un viejo asentamiento abandonado. Los seis náufragos se organizaron en parejas que trabajaban por turnos. Dos cuidaban un huerto, dos cocinaban y dos vigilaban el horizonte, cuidando que no se apagara el fuego que utilizaban como señal de auxilio. Además, crearon una especie de gimnasio y una pista para jugar al bádminton. A veces discutían, pero lo resolvían con una breve separación temporal y un apretón de manos. Todos los días rezaban y cantaban.
Uno de los muchachos fabricó una guitarra con un trozo de madera, las dos mitades de una cáscara de coco y seis cuerdas de cero extraídas de los pecios del naufragio. Cuando uno de ellos se rompió una pierna, se la inmovilizaron y le cuidaron hasta que pudo caminar de nuevo. “No te preocupes”, le dijeron. “Descansa. Nosotros nos ocuparemos de todo”.
Ni la escasez de agua durante los meses de verano, ni la destrucción de la cabaña construida como refugio a causa de la caída de un árbol, ni el hundimiento a escasos metros de la costa de la balsa que habían construido para escapar, desencadenaron la violencia descrita por Golding en El señor de las moscas. Finalmente, los seis jóvenes fueron rescatados el 11 de septiembre de 1966 y conservarían una relación de amistad el resto de sus vidas.
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No suele comentarse que William Golding era un hombre alcoholizado y depresivo que maltrataba a sus hijos. “Siempre he entendido a los nazis”, confesó una vez, “porque yo también era así por naturaleza. Escribí El señor de las moscas en parte por esa triste idea que tenía de mí mismo”. Los jóvenes que lograron sobrevivir en ‘Ata admiten que no estaban de acuerdo en todo, pero enseguida comprendieron que “debían trabajar juntos para sobrevivir”.
Sucedió lo mismo en los Andes, cuando el Vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya se estrelló en la cordillera con 45 personas a bordo. En el avión viajaban 19 miembros del equipo de rugby Old Christians Club, acompañados por familiares y amigos. Tres miembros de la tripulación y diez pasajeros murieron en el acto y cuatro más durante la primera noche. En las semanas posteriores, perdieron la vida otros doce más, ocho a causa de una avalancha de nieve.
Durante los 72 días que permanecieron en el fuselaje del avión, los supervivientes no actuaron como los escolares británicos de El señor de las moscas, sino como un equipo que trabaja conjunta y solidariamente para sortear todas las dificultades. La ausencia de animales y plantas les obligó a alimentarse con los cadáveres de los pasajeros muertos.
Cuando llegó la primavera, Nando Parrado y Roberto Canessa escalaron sin apenas medios un pico de 4.650 metros y caminaron hasta llegar a Chile, donde avistaron al arriero Sergio Catalán. Catalán recorrió 60 kilómetros a caballo para buscar ayuda. La epopeya ha inspirado dos películas y varios libros.
En La sociedad de la nieve, Pablo Vierci recoge los testimonios de los dieciséis supervivientes. Todos los relatos coinciden. En el Valle de las lágrimas, el glaciar donde se detuvo el avión después de deslizarse por la nieve a 350 kilómetros por hora, no prosperó el egoísmo y la violencia. A pesar de la ausencia de normas y la desesperación, la supuesta fina capa de civilización que recubre a nuestra especie, lejos de romperse, se hizo más sólida y limó sus aristas.
Adolfo Strauch, uno de los supervivientes, escribe: “En la montaña nadie se vanagloriaba de nada, ni de haber creado esto o inventado lo otro, se hacía para el conjunto y no había más recompensa que el bienestar del grupo”. Javier Methol, que perdió a su esposa Liliana durante el alud, apunta que las expectativas habituales sobre la conducta humana se invirtieron durante los 72 días en el Valle de las Lágrimas: “¿Qué es lo que surge primero en una situación como esta? Es el sálvese quién pueda, yo me arreglo con mi grupo de afines y el resto que reviente. ¿No es la reacción usual en el nadador que se está ahogando y que hunde al que le viene a rescatar? Pero en la montaña ocurrió exactamente lo contrario de lo que ocurre en la sociedad”.
Coche Iciarte, otro superviviente, reflexiona en términos parecidos: “Cuando permanecimos sepultados bajo la nieve durante tres días después del alud, se creó un antes y un después, separando dos historias diferentes. Cuando al fin salimos, el paisaje era otro, la gente era otra. Salimos ocho menos, pero salió uno más, ese ‘más uno’ inmaterial nos advirtió que se terminaban definitivamente las mezquindades de la sociedad ‘civilizada’, ente comillas”.
Todos los testimonios expresan ideas similares. Conviene recordar que la situación en el Valle de las Lágrimas era mucho peor que en la isla de ‘Ata, donde al menos había agua, alimentos y una temperatura compatible con la vida. Las dos historias de supervivencia nos llevan a una conclusión que invierte la tesis de El señor de las moscas.
El problema no es la naturaleza humana, sino la civilización que hemos creado. En Dignos de ser humanos, el historiador holandés Rutger Bregman señala que la violencia surgió con la invención de agricultura, un modo de subsistencia que puso fin al nomadismo y a una sociedad sin propiedad privada, instituciones ni leyes. Desde la aparición de las primeras civilizaciones, nuestra especie no ha dejado de luchar por el territorio y los recursos. Las guerra siempre surgen por esta razón. Y en la sociedad capitalista se vive una guerra permanente de todos contra todos, una competencia despiadada por acumular a costa de los demás.
Maquiavelo, el diplomático florentino, aseguró que “un hombre que quiere ser bueno entre tantos que no lo son labrará su propia ruina”. No es cierto. En la isla de ‘Ata y en el Valle de las Lágrimas, la bondad no labró la ruina, sino que posibilitó la supervivencia. A veces no hay que hacer mucho caso a los clásicos. La perfección formal no es sinónimo de clarividencia. El señor de las moscas es una falsa parábola.
En cambio, lo sucedido en la isla de 'Ata y en los Andes constituye la prueba incontestable de la bondad humana. En los Andes, Bobby François perdió la esperanza de sobrevivir desde el principio. Sumido en la apatía y el pesimismo, se dispuso a morir, desechando cualquier esfuerzo o iniciativa.
Abandonó el fuselaje, se quitó los zapatos y hundió los pies desnudos en la nieve, mientras miraba fijamente al sol. Si no le hubieran masajeado los pies y protegido los ojos, el frío le habría provocado congelación y gangrena, y el sol lo habría dejado ciego. “Estoy eternamente agradecido a los amigos de los Andes por lo que hicieron por mí”, admite.
“Pero tengo que reconocer que lo hicieron porque les salió del alma. Nunca les pedí que actuaran de esa manera”. De hecho, Bobby sugirió varias veces que lo sacaran del fuselaje y lo dejaran morir, pues no hacía nada y se había convertido en un estorbo. “Estás mal de la cabeza, Bobby”, le replicaban. “No nos hagas perder el tiempo. Tenemos mucho trabajo”.
Al cabo de los años, Bobby llegó a la conclusión de que su pasividad también desempeñó un importante rol: “desperté en ellos la ternura que colaboraba para que se mantuvieran vivos y, en lo que a mí respecta, para mantenerme vivo. Ahora sé, lo tengo demasiado claro, que le debo la vida al grupo de los Andes. Pero lo que más me emociona de todo lo que me ha sucedido en mi existencia es que ellos, ninguno de ellos, jamás me cobró esa deuda. Por momentos llego a creer que ni siquiera sienten que se las debo”.
En definitiva, el hombre no es un lobo para el hombre. El origen de los males que nos afligen no está en nuestra naturaleza, sino en la civilización que hemos creado. El hongo nuclear de Hiroshima y la chimenea de Auschwitz no se forjaron en las tinieblas del instinto, sino en el laboratorio de una razón al servicio de ideas nefastas, como la voluntad de poder y el sueño distópico de una sociedad homogénea. “El otro me concierne de golpe”, escribe Lévinas y es cierto. Lo natural no es humillar y torturar, sino cuidar y acoger. La civilización no es un sol radiante, sino una flor negra, como advirtió Rousseau.