Agosto de 1945: el mundo lleva seis años conmocionado por la mayor hecatombe de todos los tiempos, la guerra que comenzó un ya lejano septiembre de 1939, cuando Hitler invadió Polonia. Hace unos meses que el führer se ha suicidado y el III Reich se ha rendido a los aliados (7 de mayo de 1945): la guerra ha terminado formalmente en Europa, aunque ello no quiera decir, como ha demostrado Keith Lowe en Continente salvaje (Galaxia Gutenberg, 2012), que haya llegado la paz sino la hora de las represalias bestiales y despiadadas.
La situación internacional está lejos de aclararse, pues las hostilidades no se han cerrado aún entre los bandos en liza: en particular, Estados Unidos y Japón siguen en guerra abierta.
El verano del 45 en Norteamérica llega también con rasgos peculiares: un oscuro vicepresidente, Harry S. Truman, acababa de convertirse en la máxima autoridad del país ante la muerte del carismático Franklin D. Roosevelt (12 de abril). Aunque la gran potencia americana no había sufrido en su territorio y en su población devastaciones y matanzas comparables a las europeas, sí podía presentar una impresionante contribución de sangre en forma de miles y miles de soldados que lucharon por la liberación del Viejo Continente.
A estas alturas, el cansancio por el esfuerzo bélico se hace patente en todos los órdenes. Estados Unidos estaba en guerra desde el "día de la infamia" (8 de diciembre de 1941, fecha del sorpresivo ataque japonés a la base de Pearl Harbor).
En ese lapso, las fuerzas militares norteamericanas han podido comprobar en carne propia que la ferocidad de las tropas niponas en el marco del Pacífico nada tiene que envidiar a la furia nazi en el corazón europeo, como bien ha retratado para el gran público Clint Eastwood en dos películas memorables (Batallas de nuestros padres y Cartas desde Iwo Jima, ambas de 2006).
El secular código de honor de la cultura japonesa transplantado al ejército moderno ha generado un militarismo exacerbado y fanático. La obediencia ciega al emperador se acompaña de un culto a la muerte de una crueldad inaudita, que ya sufrieron sus vecinos orientales, en particular coreanos y chinos (masacre de Nankín, diciembre de 1937).
Las fuerzas norteamericanas comprobaron la ferocidad de las tropas niponas en el pacífico, que nada tenía que envidiar a la furia nazi en europa
El mundo en agosto de 1945 presenta una ambivalencia desconcertante: por un lado, parece obvio que los aliados se han impuesto y la rendición completa de todas las fuerzas del Eje es solo cuestión de tiempo; pero, sin embargo, es precisamente tiempo lo que menos quieren conceder unas fuerzas que se reconocen victoriosas pero también exhaustas y renuentes a seguir derramando más sangre.
Ese es el dilema de Truman: viene machacando de forma inmisericorde a las ciudades japonesas con bombardeos espantosos, pero las fuerzas de Hirohito parecen dispuestas a resistir hasta el último aliento. ¿Cuánto más tiempo y esfuerzo y, sobre todo, cuántas más vidas estadounidenses habrá que sacrificar para conseguir la rendición nipona?
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El dilema se va a resolver por la vía más fácil para los intereses norteamericanos, que será también la más costosa en términos humanos para sus enemigos: usar un arma nueva de características desconocidas que desencadene un pánico invencible y constituya un argumento disuasorio para la resistencia japonesa: el arma nuclear recién descubierta, la bomba atómica. Son elegidas dos ciudades cuyo interés militar era más que discutible, Hiroshima y Nagasaki.
La cuestión esencial era causar el mayor daño posible. A estas alturas de las hostilidades el hecho de que las víctimas fueran civiles inocentes era cuestión que nadie se veía en la tesitura de justificar, tantas habían sido ya las veces en que unos y otros habían incurrido en esas atrocidades en los años anteriores.
Literatura y cine entre ruinas
"Estamos en verano de 1957, en agosto, en Hiroshima". Así arranca Hiroshima mon amour, guion de la película de Alain Resnais de 1959 que Margarite Duras convirtió en candende material literario. Una pareja sin nombre formada por un japonés y una francesa se enamora entre las ruinas de la ciudad arrasada. Para la historia: "Hiroshima, ese es tu nombre".
El lunes 6 de agosto de 1945 a las 8:15 horas, el B-29 Enola Gay lanzaba la bomba que llevaba el apelativo de Little Boy –un abominable rasgo de humor macabro– sobre el centro de Hiroshima, creando una bola de fuego de más de 250 metros de diámetro y una temperatura superior al millón de grados centígrados.
Unas 75.000 personas murieron en el acto pero otro número similar quedaron afectadas gravemente y fallecieron posteriormente. Tres días más tarde, el B-29 Bockscar descargaba Fat Man sobre Nagasaki, en una acción cuyo evidente paralelismo con la anterior no necesita glosa alguna. La cifra de fallecidos de modo inmediato fue inferior (algo menos de 40.000), aunque también en este caso el número se duplicó grosso modo en los meses posteriores.
Hasta aquí los hechos que dibujarían una versión oficial, durante mucho indiscutida, aunque solo fuera porque la inmediata rendición japonesa (también en agosto, el día 15, aunque el 2 de septiembre de forma oficial) parecía dar la razón a la opción Truman y justificar, al menos parcialmente, la utilización del arma más mortífera inventada por el ser humano.
No obstante, el acceso a ciertos documentos oficiales estadounidenses ha llevado a diversos historiadores como Gar Alperovitz o Martin J. Sherwin, a cuestionar desde diversas perspectivas la explicación tradicional. A la controversia moral sobre su uso se añaden así algunas consideraciones de tipo político que dibujan un panorama más incierto: tirar la bomba no era la única opción posible ni, mucho menos, la mejor.
En todo caso, en agosto de 1945 se produce en el mundo un cambio cualitativo cuya trascendencia es imposible exagerar. Aun con toda la devastación que supusieron los bombardeos convencionales de las ciudades inglesas (Coventry) y, más aún, alemanas (Hamburgo, Dresde), además de los que sufrió Tokio, hay un antes y un después en el empleo de la bomba atómica.
El mundo ya nunca será el mismo sabiendo que hay países que tienen esa arma de destrucción. Lo estamos comprobando ahora, en este nuevo verano bélico que vivimos en suelo europeo, tres cuartos de siglo después: la invasión de Ucrania no se hubiera producido del modo en que ha tenido lugar si Putin no dispusiera del arma nuclear para disuadir cualquier intervención contra los intereses de Rusia.
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