Coetzee es indudablemente un clásico. No porque le concedieran el Premio Nobel, sino porque ha logrado penetrar en los estratos más profundos de la conciencia humana con una prosa cuidadosamente depurada, donde la concisión y la exactitud se conciertan con la introspección y el lirismo. Finalizo con este artículo mi recorrido por algunos de los libros que precedieron a la concesión del Nobel en 2003.
Algunos apuntan que la Trilogía de Jesús, su penúltima aventura literaria, carece del interés de sus novelas de madurez, pero yo creo que refleja un firme compromiso con la innovación. Coetzee no se ha limitado a repetir una fórmula. Cada libro ha constituido un ejercicio de renovación y autocrítica. Es la actitud que caracteriza a los grandes creadores.
Dostoievski y la maldición de escribir
La literatura se alimenta de literatura. De ahí que Coetzee convierta a Dostoievski en el protagonista de una de sus ficciones. El escritor ruso poseía un talento descomunal y una personalidad turbia y compleja. Sus experiencias más dolorosas, como los años de deportación en Siberia y las sucesivas pérdidas de seres queridos, convivían con una sexualidad oscura y perversa, un cristianismo agónico y un angustioso anhelo de expiación.
En El maestro de Petersburgo, que se publicó en 1994, Coetzee aborda estas cuestiones, explorando problemas morales como el conflicto entre medios ilegítimos y fines nobles, el incesto y la ambivalencia de los afectos desde una perspectiva realista salpicada de digresiones oníricas. Coetzee nos cuenta que Dostoievski abandona su exilio en Dresde para regresar a San Petersburgo, donde acaba de morir en extrañas circunstancias su hijastro Pavel. Incapaz de averiguar si se ha suicidado o ha sido asesinado por la policía, conoce al pequeño círculo de revolucionarios que lo habían reclutado para su causa.
Alojado en casa de Anna Sergeyevna, la antigua patrona de su hijastro, inicia un descenso al fondo de sí mismo, donde irá descubriendo la ambivalencia de sus sentimientos. En un principio, le enloquece la idea de la muerte como separación irreversible, agravada por el olvido. El progresivo debilitamiento del recuerdo se hace menos doloroso, cuando advierte que mientras él viva, su hijastro no habrá muerto del todo. La lucha contra “una pasividad ciega y amoral” no le impide establecer una relación amorosa con la patrona, una viuda joven, con un carácter resuelto e intenso.
[Dostoievski, entre el amor de Dios y el acecho de los demonios]
En medio de terribles visiones y feroces ataques de epilepsia, Dostoievski utiliza a su amante para llegar hasta su hijastro. A su lado, experimenta la “voluptuosa necesidad de confesar”. Apretar su cuerpo contra ella, dejarse atrapar por sus brazos. Es como arder en la pira de Juana de Arco o como luchar contra el tiempo, experimentando la proximidad del amor y la muerte.
En medio de ese vértigo, emerge una fascinación por el pecado y la degradación que alcanza su cenit cuando las fantasías toman como objeto a la hija de la patrona, “una de esas niñas que se entregan porque su inclinación natural no es otra que ser buenas, someterse”. No hay deseo capaz de profanar a esas niñas. A pesar de todos los ultrajes, siempre permanecen intactas, inviolables. Dostoievski se dice a sí mismo que la niña que se ofrenda a un hombre adulto tiene la pureza de la Virgen. Se prostituye como lo haría la Madre del Redentor. Nada puede mancillar su inocencia.
Detrás de cada relato, de cada obra de ficción, solo hay una historia que se repite bajo diferentes formas: “la historia de sí mismo”
Durante su estancia en San Petersburgo, el escritor tendrá la sensación de que todas las abyecciones descansan sobre sus hombros. Condenado a buscar una expiación, intentará redimirse socorriendo a un mendigo, pero sus actos no podrán borrar su predisposición al pecado, la necesidad de cometer ignominias para experimentar más tarde el placer de la humillación. La intensidad de su sufrimiento es la fuente de su escritura. Piensa que sería un crimen renegar de ese fuego que le devora por dentro. No se escribe gracias a la plenitud. Es la angustia la que siembra en el corazón la semilla de la escritura.
Ser “poeta, tañedor de lira, mago, señor de la resurrección” no es un don, sino una terrible maldición que retuerce sus raíces en un alma envenenada. Su vida es “un precio, una moneda. Algo que se paga por escribir”. Al leer los papeles de Pavel, que incluye algunos esbozos literarios, Dostoievski encuentra una nueva fuente de dolor. Su hijastro no le amaba. Le consideraba un hombre horrible, la causa de todas sus desgracias.
['Una historia desagradable', la negrura de Fiódor Dostoievski]
Ese resentimiento le asegura un porvenir de infortunio. “Será imposible vivir los días que le queden con un niño en su interior, un niño cuya última palabra no ha sido de perdón”. Pavel es un ángel extraviado, con el alma de un campesino. No es un bailarín, sino uno de esos humillados que transitan por la obra de su padrastro. Su dolor no es menos intenso que el de un hombre que ha entregado su alma a cambio de escribir.
Infancia: el pasado solo nos pertenece a medias
Reconstruir nuestra infancia es una forma de descubrir que nuestro pasado sólo nos pertenece a medias. No es fácil reconocerse en el niño que fuimos y mucho menos en el adolescente que precedió al adulto. Al hablar de nosotros mismos, aparece un extraño, alguien que forma parte de nuestra historia, pero que ya solo habita en la memoria. Esa es la causa de que Coetzee evoque sus primeros años en tercera persona, adoptando la perspectiva de un espectador que narra las peripecias de otro.
En Infancia (1997), John es un niño de diez años que crece en la Sudáfrica del apartheid. Aunque sus padres tienen antepasados afrikáners, toda la familia presume de sus raíces inglesas. John vive en Worcester, pero siente que pertenece a la granja donde pasa los veranos, un reino infinito en el que los blancos solo son “golondrinas pasajeras”, intrusos que ocupan un lugar arrebatado a sus legítimos propietarios. Su madre es una mujer extravagante, cuyo amor desmesurado le abruma y culpabiliza. Aunque es el primero de la clase, John se considera malvado y mentiroso. Podría cambiar, pero ya no sería él mismo. Prefiere seguir así y no ser como los demás. No quiere ser otro, pues entonces “ya no merecería la pena vivir”.
Al hablar de nosotros mismos, aparece un extraño, alguien que forma parte de nuestra historia
Benjamin decía que la infancia es la fuente de la melancolía. Las memorias de Coetzee nos revelan que la crueldad comparte el mismo el origen. El tránsito a la madurez no nos hace mejores. Solo descubrimos que las cosas mueren del todo y que nuestra imagen, al desprenderse del velo de la infancia, pierde el beneficio de la indulgencia. Al final, solo queda la escritura, que extiende sus alas y relata lo que de otro modo se perdería en el olvido.
La infancia no es “un tiempo de dicha inocente”. Es “un tiempo en el que se aprietan los dientes y se aguanta”. Durante ese período, la muerte parece algo improbable. No se puede imaginar a los padres muriendo, pero a veces su hora se anticipa y se impone una percepción del mundo que no excluye la imperfección.
Dentro de esos cambios que destruyen la estabilidad de un mundo falseado por los adultos, surge el erotismo, la turbia excitación ante los cuerpos que se exhiben sin conocer su poder de seducción. Ante los primeros brotes de sensualidad, las palabras se revelan impotentes, pues el diccionario elude todos los términos explícitos. Esa elipsis pone de manifiesto el vínculo del erotismo con el secreto, la culpa, la vergüenza. “La belleza es la inocencia; la inocencia es la ignorancia; la ignorancia es la ignorancia del placer; el placer es culpable”. Sentirse atraído por los compañeros del mismo sexo es algo más. Es perverso.
Frente a esa perversión, emerge la pureza de la granja, un lugar inviolable y premoral. Es el territorio de la infancia, un espacio real y simbólico, donde no se vive en la historia, sino en el tiempo, disfrutando de la inmediatez, sin dilaciones ni aplazamientos. Sin embargo, esa tierra no es de la comunidad anglosajona o afrikáner. Sus verdaderos dueños son esos hombres de color que se inclinan sobre ella para escuchar sus sonidos o extraer sus frutos.
[Coetzee y la flor negra de la civilización (I)]
La granja es un lugar infinito. Ni el tiempo ni las palabras pueden agotarla. Nada es suficiente “cuando se ama un lugar de manera tan devoradora”. En cierto sentido, no pertenece al mundo. Está fuera de él, pero es el lugar al que él pertenece, aunque en realidad nadie puede considerarse propietario de esa tierra. La granja seguirá ahí cuando todos lo que viven en ella hayan muerto. Solo ella permanecerá, evidenciando su soberanía.
En la granja también se aprende que no hay nada detrás de la muerte. “La carne la roen las hormigas, los huesos los blanquea el sol, y ahí acaba la historia”. Ese es el precio de estar vivo, pero solo los animales lo intuyen. Los hombres se obstinan en prolongar su existencia más allá de la muerte. De hecho, él mismo es incapaz de representarse su muerte. Puede imaginarse la ruina del cuerpo, pero no su desaparición. “Por más que lo intente, no puede aniquilar el último residuo de sí mismo”. Su existencia es como una nuez que perdurará en medio de la devastación.
[Coetzee: el corazón de la historia (II)]
Esa percepción de sí mismo está en el origen de su escritura. La escritura es esa nuez que trasciende el tiempo, pero su curso, el encadenamiento de palabras e imágenes, no es un cauce regular. Fluye sin cesar, no deja de avanzar o retroceder, pero a veces lo hace en silencio, sin mostrarse o con un rumbo errático, imprevisible.
Sin embargo, de la escritura surge el yo, la posibilidad de tener una identidad. Detrás de cada relato, de cada obra de ficción, solo hay una historia que se repite bajo diferentes formas: “la historia de sí mismo”, una historia que no puede cesar, pues si se interrumpe la narración, si deja de contarse, el hombre se hundirá en la indiferencia de lo inerte. Será, pero no será humano.
Al igual que Nadine Gordimer, Coetzee rehúye el estereotipo de un país dividido en afrikáners brutales y víctimas de la segregación. Los negros sudafricanos viven a medio camino entre la picaresca y el odio. Varias décadas de discriminación han degradado las relaciones humanas e impiden una convivencia normalizada. La comunidad blanca acaricia el sueño imposible de conservar unos privilegios injustos y los negros, lejos del mito rousseauniano del “buen salvaje”, oscilan entre la hipocresía y las explosiones de violencia. Es la herencia del apartheid, que ha sembrado la sociedad de miedo y resentimiento, hipotecando el futuro de las nuevas generaciones.
Desgracia: vida de perros
Desgracia (1999) puede leerse como una novela política, pero también es la crónica de una derrota personal. Coetzee siempre ha mostrado predilección por los perdedores y, en este caso, ha fabricado un personaje, cuyo infortunio no alberga ni una pizca de dignidad y grandeza. Expulsado de la universidad por un escándalo sexual, David Lurie es un profesor cincuentón que ha perdido la ilusión por su trabajo y que vive los estragos de la vejez como una humillación a su pasado de donjuán.
Huyendo de sí mismo, abandona Ciudad del Cabo y se refugia en la granja de su hija Lucy, una hippie algo trasnochada que vive de la artesanía y del cuidado de los perros de sus vecinos. La relación no es fácil y Lurie se refugia en un ensayo sobre Byron condenado a quedar inconcluso. Al regreso de uno de sus paseos, David y Lucy sufrirán una brutal agresión que los alejará aún más. Lucy será violada por varios negros, mientras David, encerrado en un baño, lucha contra el fuego que ha prendido en su cabeza. La escena es de una crueldad casi insoportable.
Coetzee construye un tratado de las pasiones que muestra todas las insuficiencias del género humano
Coetzee es un maestro en el retrato del mundo interior de sus personajes. Huyendo de alardes técnicos y explotando un humor impregnado de tristeza, construye un tratado de las pasiones que muestra todas las insuficiencias del género humano.
En la inminencia de la vejez, Lurie percibe que su vida ha sido una sucesión de simulacros: sus matrimonios, que apenas le proporcionaron la satisfacción obtenida con Soraya, una prostituta que, a cambio de unos rands, le garantiza cada jueves hora y media de placer; su trabajo, que nunca pasó de una ficción académica, donde los exámenes y la rutina de los programas sustituyeron a su incapacidad para explicar el valor de un soneto o el sentido de la poesía romántica; sus ensayos sobre Wordsworth, que se limitaron a satisfacer las exigencias de investigación presumibles en un profesor universitario. Sin embargo, lo más doloroso no es reconocer su fracaso humano y profesional, sino asumir su condición de viejo rijoso.
Su pasión por las alumnas es puramente física; sólo desea hacer el amor con ellas y sentir que la intimidad de sus cuerpos todavía está a su alcance. En cierto sentido, David Lurie actúa con más libertad que el Humbert de Nabokov, pues no necesita justificar su deseo con elucubraciones metafísicas sobre la “gracia turbulenta” de las nínfulas. Sólo Cernuda ha abordado con tanta valentía la pervivencia del deseo en el declive de la vida, sin miedo a los tabúes que despierta el tema. Bioy Casares también ha explorado el rechazo a la vejez en el Diario de la guerra del cerdo y su perspectiva no es menos amarga.
Sólo Cernuda ha abordado con tanta valentía la pervivencia del deseo en el declive de la vida, sin miedo a los tabúes
Coetzee plantea un universo exento de trascendencia. “Esta es la única vida posible”, afirma Lucy cuando su padre le recrimina su amistad con un estrafalario matrimonio que mantiene un hogar para perros abandonados. David rechaza la posibilidad de sentirse culpable por el trato que el hombre depara a los animales, pero el contacto con los perros famélicos del refugio, transforma su visión de la vida. Perros y hombres son criaturas inermes para las que el mundo solo es un lugar de tránsito. La necesidad de aplicar la eutanasia a los perros que nadie quiere le confirma a Lurie su sensación de estar de paso hacia ninguna parte.
Lucy se queda embarazada de sus agresores, pero rechaza la posibilidad de abortar. Incluso tolera la presencia en la granja de uno de sus violadores, que se llama Pólux. Coetzee recurre al mito de los Dioscuros (Cástor y Pólux) para teorizar sobre la reconciliación entre dos comunidades divididas por el odio. Solo un hijo de la ira puede borrar las injusticias del pasado. La idea de que el fruto de una violación pueda ser la única esperanza de un país desgarrado, no puede resultar más inquietante. Solo, sin nada, sin derechos, sin dignidad, “como un perro”, David se refugia en sus tentativas sobre Byron, buscando en la ficción ese sentido que no encuentra en la vida.
[Coetzee en el Prado: “Estoy muy desilusionado con el idioma inglés como fuerza política global”]
Coetzee es un gran maestro, pero su interpretación de la vida es sombría. Adentrarse en sus libros es como caminar por el desierto: la belleza coexiste con una abrumadora sensación de insignificancia. No es una buena lectura para las épocas de aflicción y desesperanza. Nuestra especie avanza hacia el no ser, dejando a su paso un rastro de agravios e injusticias. La historia humana es una historia de infamias. El progreso moral solo es una quimera irrealizable. Si hubiera que buscar una imagen para describir la obra del Nobel sudafricano, creo que sería la de un náufrago que ya no espera ser rescatado y que -sin embargo- sigue escribiendo un diario para no perder su humanidad y su cordura.