La obra de Borges ha eclipsado a la de Bioy Casares. Ambos han escrito conjuntamente algunos libros memorables, como Seis problemas para Isidro Parodi (1942), Crónicas de Bustos Domecq (1967) y Nuevas crónicas de Bustos Domecq (1977), pero la fama agasaja a Borges y descuida a Bioy Casares. Paradójicamente, los dos recibieron el Premio Cervantes, pese a su compartido furor anticervantino. Al recoger el galardón, Borges señaló: “El destino del escritor es extraño” y, con su fina ironía británica, añadió enseguida: “Todos los destinos lo son”. En vida, Bioy Casares comentó que la posteridad no le parecía un lugar particularmente atractivo y que se conformaba con el reconocimiento de un puñado de lectores. No ser objeto de un culto unánime tiene sus ventajas. Los grandes autores soportan peor el paso del tiempo, pues casi siempre aparece un crítico o un colega que intenta rebajar sus méritos. Por ejemplo, Borges nunca se cansó de señalar las imperfecciones del Quijote. Admitía que el clásico más conspicuo del Siglo de Oro había logrado ciertas “magias parciales”, pero apuntaba que esos méritos no podían competir con los hallazgos de las piezas de Shakespeare, bendecidas por la gracia de un genio superlativo. Bioy Casares es un clásico, sí, pero pertenece a la categoría de los “raros”, si bien su biografía carece del misterio de un Lautréamont o el fatalismo de un Novalis.
Escritor precoz, repudió sus primeras obras. Se dice que recorrió las librerías de Buenos Aires, buscando los ejemplares, con la intención de adquirirlos y destruirlos. Algo semejante se ha contado de Juan Ramón Jiménez, que saltó del Modernismo a la poesía pura y esencial. Es imposible verificar esos rumores, pero su circulación corrobora la exigencia estética de ambos escritores, que no anhelaban el éxito, sino la palabra exacta. Bioy Casares considera que La invención de Morel representa su primer logro; para muchos, constituye su obra maestra. Publicada en 1940, su espíritu recuerda a las vanguardias históricas, que concebían la literatura como un juego infinito. Al mismo tiempo, reivindica el relato clásico, que exige orden, precisión y armonía. En su célebre prólogo, Borges se burla de la novela psicológica (Henry James, Marcel Proust) y la novela espiritual o metafísica (Dostoievski, Joyce), que han movilizado complejos recursos narrativos para convertir lo improbable y el tedio en materia estética. “Hay páginas, hay capítulos de Marcel Proust que son inaceptables como invenciones: a los que, sin saberlo, nos resignamos como a lo insípido y ocioso de cada día”. Los rusos, aficionados a los grandes dilemas morales y a las incongruencias de los afectos, “han demostrado hasta el hastío que nadie es imposible: suicidas por felicidad, asesinos por benevolencia, personas que se adoran hasta el punto de separarse para siempre, delatores por fervor o por humildad…”.
En La invención de Morel se combina la parodia filosófica y la intriga policiaca. No es un secreto que Isidro Parodi, el detective inventado por Borges y Bioy Casares, emplea la deducción para resolver los casos. A fin de cuentas, no puede hacer otra cosa, pues cumple una larga condena de prisión por un delito que no ha cometido. Isidro Parodi sigue los pasos de Auguste Dupin, el famoso detective de Edgar Allan Poe. Sus razonamientos preludian los métodos de Sherlock Holmes y Hércules Poirot, pero con más aliento poético. En La invención de Morel, el protagonista no es un detective, pero consigue explicar unos hechos asombrosos mediante el análisis racional. Sólo sabemos que es un escritor venezolano y que ha huido de la cárcel. Condenado a reclusión perpetua, no parece un criminal común. ¿Se trata de un perseguido político? ¿Está sano o es un loco, atrapado por delirios paranoides? Está claro que es romántico y sentimental, pues se enamora locamente de Faustine, una mujer con una belleza morena, casi gitana, y un francés con acento sudamericano. Bioy Casares reconoció que se había inspirado en Louise Brooks, la femme fatale de La caja de Pandora (George Wilhelm Pabst, 1929). Brooks fue uno de los espíritus más libres del Hollywood de los años 30 y creó un tipo de mujer, con su peculiar peinado, sus faldas cortas y sus cigarrillos con boquilla. El fugitivo se obsesiona con Faustine y experimenta celos. Sospecha que es promiscua y se pregunta si es la amante de Morel, un científico con barba que casi nunca se separa de su lado.
La súbita aparición de Morel y sus acompañantes en la isla altera la rutina del fugitivo, obligándole a abandonar un recinto con apariencia de museo y a refugiarse en los pantanos. No entiende la presencia de esos extraños, con aspecto de turistas, pues el vendedor de alfombras italiano que le reveló la existencia del lugar le advirtió que sufría el azote de una terrible y contagiosa enfermedad. La trama policiaca se transforma en pantomima filosófica cuando empiezan a producirse acontecimientos inexplicables, como la aparición de dos soles y dos lunas. El fugitivo descubre las notas del doctor Morel, una versión moderna del doctor Moreau de H. G. Wells (La isla del doctor Moreau, 1896). Morel ha fabricado una máquina capaz de inmortalizar una secuencia de tiempo. No se trata de la codiciada inmortalidad del cuerpo y la mente, sino de estados de conciencia durante un breve período. Al igual que Moreau, Morel prescinde de las consideraciones éticas, pues no le mueve el anhelo de saber, sino el amor, el deseo. No le importa matar a Faustine, si puede escenificar un idilio inexistente, creando un bucle temporal infinito. Es una iniciativa especialmente temeraria, pues exige fingir unas emociones que nunca existieron, ya que ella nunca se sintió atraída por él. El fugitivo copiará el ardid de Morel, pero en unas circunstancias menos propicias, pues sólo puede cortejar a una proyección de Faustine, no a la mujer de carne y hueso, destruida por la radiación de la máquina.
A semejanza de Borges, Bioy Casares sólo se interesa por la dimensión lúdica y estética de la filosofía, no por sus grandes preguntas. A veces se habla del pensamiento filosófico de Borges, pero éste nunca existió. Borges no era un filósofo. De hecho, su conocimiento de la materia era limitado. Sus incursiones en la Crítica de la Razón Pura desembocaron en estrepitosos fracasos. Sólo pudo avanzar unas páginas. El estilo de Kant le pareció frío como un silogismo y oscuro como una capilla. Por el contrario, Bioy Casares llegó hasta el final, pero su tenacidad no le sirvió de gran cosa, pues la obra le aburrió y le dejó indiferente. El profesor de la universidad de Königsberg buscaba un fundamento para el saber y la moral. Borges y Bioy Casares eran unos escépticos incurables, que nunca se plantearon hallar una certeza indubitable. La inteligencia nunca puede librarse de la servidumbre del carácter, que determina nuestras fobias y pasiones. La invención de Morel aborda la idea del eterno retorno de lo mismo, pero no lo hace desde una perspectiva cósmica o ética, sino desde el artificio y el ingenio. No pretende impugnar el concepto lineal del tiempo y, menos aún, recuperar la doctrina estoica del amor fati, según la cual nada acontece por azar y, por tanto, no hay que lamentar ningún aspecto del pasado. Bioy Casares no es Nietzsche, proclamando que debemos amar el dolor. Su ligereza no resta valor a su novela. Al margen de su perfección formal, ya señalada por Borges, La invención de Morel es una celebración de la literatura, con su capacidad de seducir e inventar mundos paralelos, dilatando los límites de la realidad. Al releerla, es inevitable preguntarse si la creación literaria no es la máquina de Morel, extendiendo un barniz de eternidad sobre nuestros sueños.