Aún recuerdo las caras de mi madre cuando pinchaba 'Made in Japan', el doble LP en directo de Deep Purple. Cuando los gritos de Ian Gillan inundaban nuestro piso –y el de los vecinos, que oponían a la exhibición del prodigioso vocalista una colección de improperios dignos del capitán Haddock-, mi madre, una mujer muy comprensiva, no protestaba, pero su expresión delataba un malestar semejante al de los esclavos y prisioneros que se encaminaban a su inmolación en las pirámides truncadas de los aztecas.
Cuarenta años después, la historia se repite, pero ya no es mi madre la que se aflige escuchando a Deep Purple, sino yo al oír los temas de Motomami, el último disco de Rosalía. Dado que bordeo los sesenta, desconfío de mis impresiones. No ignoro que el antagonismo entre las generaciones no es algo ocasional, sino estructural, casi un aspecto de nuestro ADN, y que ese conflicto determina que las nuevas modas se cuestionen, ridiculicen, denigren. Hoy los Beatles son auténticos clásicos, verdaderos iconos de nuestra cultura, pero en los años sesenta muchos los consideraban unos gamberros melenudos.
Cuando Isabel II les otorgó el título de miembros de la Orden del Imperio Británico, varios militares que habían obtenido el mismo reconocimiento por sus hazañas en los campos de batalla de la Segunda Guerra Mundial devolvieron indignados la condecoración, señalando que Occidente se había sumido en una bochornosa decadencia. Yo, que he sido incapaz de soportar más de dos o tres minutos de Motomami, me pregunto si mi desagrado es equiparable al de esos caballeros. Con la edad, tal vez me he vuelto reaccionario y gruñón.
El éxito de Rosalía coincide con una nueva polémica sobre la presencia de la filosofía en los planes de estudio. Se ha dicho que perdía horas, pero lo cierto es que en bachillerato seguirá siendo obligatoria durante dos años y en secundaria continuará en su actual estado de indefinición, con contenidos que parecen más propios de un catecismo laico que de una disciplina académica. Los cambios han provocado un nuevo enfrentamiento entre Pedro Sánchez y Santiago Abascal. Oír al líder de la ultraderecha hablando de Sócrates y los sofistas resulta tan sorprendente como escuchar al caballo de Atila especulando sobre el argumento ontológico de san Anselmo.
Abascal sostuvo que a Sócrates lo mataron los sofistas, lo cual es falso. Ninguno de los tres acusadores (Méleto, Ánico y Licón) pertenecía a esa escuela. La posteridad ha sido muy injusta con los sofistas, un movimiento que incluyó figuras tan extraordinarias como Protágoras y Gorgias. Para muchos de sus contemporáneos, Sócrates fue un sofista. En aquella época, “sofista” significaba sabio. Se trataba de maestros ambulantes de retórica con un impacto similar al de los ilustrados del siglo XVIII.
Su aspiración era propagar el saber, ponerlo a disposición de los ciudadanos. Sócrates fue acusado de corromper a los jóvenes atenieses y de injuriar a los dioses de la polis, dos cargos que convendría matizar. Lo que se le reprochaba era influir con sus opiniones en las nuevas generaciones, apuntando las fragilidades del sistema democrático, y cuestionar los relatos mitológicos que presentaban a los dioses como ladrones, adúlteros o violadores.
Los jueces fueron un grupo de ciudadanos –lo cual excluía a las mujeres- seleccionados por sorteo. El tribunal popular –llamado Heliea- estaba compuesto por 501 ciudadanos. 280 votaron a favor de condenar a Sócrates frente a 221 que se mostraron partidarios de la absolución. Abascal ha sacado a relucir a los sofistas para utilizar el término como arma arrojadiza. Llamar sofista a un adversario implica acusarlo de relativista y cínico. Lo cierto es que el líder ultraderechista ha incurrido en la misma demagogia que critica, distorsionando la historia de la filosofía.
Con independencia de lo que decidan los políticos, la filosofía no cesa de perder influencia en la sociedad. Se me ocurren varios motivos: el auge de la cultura de masas, el declive del libro, el academicismo, la pérdida de conciencia histórica, el descrédito de los saberes clásicos, el debilitamiento de las sociedades democráticas, el ocaso del espíritu crítico. La demanda insaciable de entretenimiento se ha impuesto sobre la búsqueda de la excelencia. Los teléfonos móviles y las plataformas audiovisuales han desplazado al libro. Se contempla con indiferencia el pasado y escasea el interés por la poesía, el teatro o el ensayo. Las opciones políticas populistas crecen sin cesar, empleando consignas en vez de ideas para propagar mensajes de odio.
Todo eso se aprecia en el aula. Los más jóvenes repiten lo que oyen en hogares donde a veces no hay ni un libro. Las conductas antisociales se multiplican. Cada vez hay más profesores agredidos, humillados o amenazados. No se reconoce la autoridad de los maestros, pero tampoco la de los padres y, en ocasiones, ni siquiera la de la policía, desbordada por los disturbios de fin de semana. A todo eso se suma que la filosofía hace tiempo que se despidió de los grandes desafíos. Ya no hay pensadores como Sócrates, con la ambición de saber qué es la virtud, el bien, la belleza o la verdad, sino especialistas que desmenuzan los textos para elaborar interpretaciones descabelladas. Se pone en boca de los autores lo contrario de lo que dijeron. Por ejemplo, muchos se empeñan en presentar a Nietzsche como un liberador, pese a que exaltó la guerra, el imperialismo, la eugenesia, la esclavitud y la discriminación de la mujer.
El irresistible ascenso de Motomami pone de manifiesto que la rebelión de las masas se ha consumado. La increíble y triste caída de la filosofía solo es un reflejo de este hecho. Muchos de los que elaboran las reformas educativas jamás han pisado el aula o si lo han hecho, lo han olvidado. Algunos sostienen que los profesores apenas trabajan, pues no dan más de cuatro o cinco horas de clase al día y disfrutan de dos meses de vacaciones. La jornada laboral de un profesor es semejante a la de cualquier funcionario, pues –además de las clases- participan en reuniones de claustro o departamento, realizan guardias de aula o patio, escriben informes y atienden a los padres.
Por las tardes, ya en su casa, corrigen exámenes y trabajos, preparan las clases y actualizan sus conocimientos, consultando las novedades de su materia. A esas tareas, hay que sumar los cursos de pedagogía, inglés o informática, obligatorios para trienios y sexenios. Si sumamos el tiempo que ocupan estas actividades, nos topamos con cincuenta horas semanales de trabajo intenso. Intenso porque no es fácil mantener la disciplina en el aula y porque desgasta enormemente estar hablando de Platón o Aristóteles y comprobar que nadie muestra interés por lo que explicas. Es como escupir al viento, sabiendo que tu rostro acabará salpicado de saliva.
No reprocho a los alumnos que muestren indiferencia hacia la filosofía. Yo tuve la suerte de crecer en un hogar con una gran biblioteca. Mi padre era escritor y había impartido clases de literatura. Mi madre era una lectora infatigable y estimuló sin descanso mi curiosidad por los libros. A los adolescentes acostumbrados a tragarse basura televisa o perder el tiempo con los juegos de ordenador les cuesta mucho trabajo adentrarse en la filosofía, la poesía o la historia. Muchos tienen problemas de comprensión, incluso con textos sencillos. Su escritura también es muy deficiente, pues se han habituado a escribir con abreviaturas.
Nos fijamos mucho en las reformas educativas, pero el problema de fondo es otro. Vivimos en la sociedad del espectáculo y la cultura cada día es más irrelevante. De hecho, se ha pervertido su significado, pues desde que la antropología utilizó el término para designar las costumbres y valores de cualquier grupo humano, ha prosperado la idea de que todo es cultura. Se habla de cultura de empresa, de cultura del deporte, de cultura pop. Los que creemos en la distinción entre alta y baja cultura, asociamos la cultura a la ciencia, la filosofía y el arte. Eso no significa despreciar el arte menor. A mí encantan los Beatles y Hergé, pero no se ocurre ponerlos al mismo nivel que a Mozart y Rafael Sanzio. De hecho, los chicos de Liverpool y el dibujante belga tenían muy claro que no estaban a la altura de esos grandes maestros.
Motomami no es un simple fenómeno comercial. Es el espejo de la sociedad que hemos construido. Sócrates se pudre en el vertedero de la historia mientras los jóvenes sueñan con incrustarse en las paletas dentales una mariposa carmesí.