1. Conocer los antecedentes
Para empezar, un consejo de lectura, algo que saben los iniciados (¡y que muchos se guardan!, al fin y al cabo terminar Ulises es una suerte de marca personal): se recomienda encarecidamente empezara a leer Ulises por El retrato del artista adolescente, el libro anterior de Joyce, sin el cual buena parte de la peripecia de Stephen Dedalus (coprotagonista del libro) se entiende menos de lo que debería. “¡Cómo! –dirá el lector–¿No es ya lo bastante largo Ulises como para añadir trabajo?”. Pero, como saben los buenos excursionistas, son las grandes rutas las que requieren cuidadas preparaciones. A cambio, otro consejo: a veces es conveniente saltarse los tres primeros capítulos (dedicados a Dedalus, y de gran exigencia) para familiarizarse directamente con el otro gran personaje, Leopold Bloom. Tiempo habrá de volver atrás.
2. Disposición del material narrativo
Aunque Joyce se preocupó mucho por el desarrollo cronológico de la novela (una filigrana de sincronizaciones resueltas con el espectacular movimiento de encapsular la acción en un solo día), donde puso todo su esfuerzo fue en la disposición del material narrativo. Joyce resulta asombrosamente imaginativo, inventa un dispositivo tras otro (la palabra “técnica” resulta un tanto pobre) para vehicular el relato: recortes de periódico, catecismos, pastiches de la prosa inglesa, metamorfosis... Disfrutar de Ulises supone detenerse en estos “dispositivos” y regresar a ellos, como si fuesen relatos con vocación independiente.
3. El monólogo interior
La principal “hazaña técnica” de Joyce fue sumergir un micrófono en la cabeza de sus personajes. Tolstoi ya había empleado el recurso del monólogo interior para acompañar la mente de Anna Karenina en su descenso al suicidio. Pero Joyce desborda a Tolstoi en insistencia; allí donde Tolstoi ofrece una selección de la mente de Anna en un momento privilegiado, Joyce nos ofrece la programación entera de la emisora cerebral que todos llevamos en la cabeza. Así llegamos a familiarizarnos con los resortes íntimos de la mente de Bloom como no lo habíamos hecho antes con ningún personaje.
4. Talento verbal
El monólogo interior no condiciona el material que ofrece, no es una “técnica” que exponga siempre lo mismo y siempre igual; más bien se parece a uno de estos platos, como la tortilla de patata, cuya receta admite una cantidad de variaciones asombrosas. El monólogo interior de Joyce se caracteriza por perseguir las asociaciones verbales, al estilo de Shakespeare: una inmensa corriente poética atraviesa las páginas, combinando las palabras de manera audaz, exponiendo automatismos del habla e inesperados efectos de gran belleza (que merecen el nombre, imponente, de stream of consciousness). Joyce (o por lo menos sus críticos) estaban bastante convencidos de que la mente humana funcionaba así, pero lo cierto es que lo que funciona así es el estilo de Joyce imitando una mente humana. La mente habla de muchas maneras (desde la amarga lucidez de Karenina hasta las torrenteras de Faulkner, con sus saltos temporales y sus resonancias bíblicas), y la que Joyce elige es la que se aviene mejor con su resplandeciente talento verbal.
5. Insólito material mental
Al poner un micrófono en la cabeza de sus personajes durante decenas de páginas Joyce abrió espacio suficiente para que entrase en la novela una clase de material mental que no solía tener sitio en la literatura, ni siquiera en un género tan “plebeyo” como la novela. Leopold Bloom nos permite acceder a las pequeñas bajezas, entusiasmos, autoengaños, grandezas y contradicciones que conforman el día a día de la mente humana. Saltando en el tiempo, entrando y saliendo de la realidad y de la ficción (de Bloom) asistimos al espectáculo (diario, frecuente, vulgar) de una mente conversando, discutiendo y convenciéndose a sí misma.
6. Doble desarraigo en Dublín
Se ha repetido hasta la saciedad que Ulises consuma la epopeya del hombre contemporáneo. Que se trata de pasear el mito por los espejos distorsionadores de nuestra vida cotidiana. Y si bien hay mucho de eso en Ulises no parece demasiado original dentro de una tradición que arranca (según los manuales) con Cervantes deformando los valores de los libros de caballerías; y donde la mayoría de peripecias (basta pensar en Dickens o en Balzac) exploran la reconversión de la épica en una lucha por la supervivencia entre la depredación cotidiana. Ulises cuenta una historia concreta, la de un doble desarraigo, el de Bloom (expulsado de su casa por una esposa que espera a su amante) y el de Stephen (repudiado por una familia ante la que se niega a claudicar); las órbitas errantes de dos abandonos cruzándose y persiguiéndose por el bullicioso Dublín.
7. Capítulo imprescindible
No se pierdan el capítulo 15 de ninguna manera. Se trata de un duelo literario con Shakespeare, una fantasmagoría única que recoge lo mejor de Ovidio y prefigura lo más intenso de Samuel Beckett, un juego espectral de metamorfosis, parálisis y alucinaciones. Un recorrido por el revés de los sueños y la conciencia, que termina con la alucinante superposición de Stephen con Rudy (el hijo muerto de Leopold) en la mente cálida y herida de Bloom. La mezcla de alegría y tristeza, de desolación y esperanza es única, una de las grandes escenas de la literatura universal, esta vez de verdad.
8. Leopold Bloom
Bajo los efectos verbales y los alardes técnicos late lo más sorprendente de este libro de las maravillas: la capacidad de recrear las corrientes de calidez humana que recorren nuestra mente incluso en los momentos más crudos. Leopold Bloom es un campeón de la comprensión y el perdón, de la simpatía espontánea, y alcanza sus mejores momentos cuando su mente parece superponerse a la de Joyce para conformar un punto de vista por el que todos agradeceríamos un día ser juzgados: pese a su lucidez, siempre comprende, abarca y absorbe, nunca te riñe. Cervantes, el más compasivo de los escritores, se hubiese sentido orgulloso de Joyce.
9. Las reacciones
“Un libro iletrado, grosero… el libro de un trabajador autodidacta; y todos sabemos lo penosos que son los trabajadores autodidactas, lo egoístas, persistentes, toscos, chocantes, y en última instancia nauseabundos”. Son palabras de la mismísima Virginia Woolf (aunque no las escribió para publicarlas), azotando un libro por el que se sentía íntimamente concernida, en el que no podía dejar de pensar, ni de medirse. Ulises le ofrece un placer suplementario a su lector: el de ser, por una vez, más delicado y amplio de mente que Virginia Woolf, una oportunidad que no se da todos los días.
¿De qué va?
Ulises cuenta un día en la vida de Leopold Bloom, obligado a salir de casa a sabiendas de que su esposa, Molly, planea verse con su amante. Solo y desarraigado, Bloom recorre las calles de Dublín, sensible y atento a todo lo que ocurre a su alrededor, repasando su vida, sus ilusiones y a Rudy, su hijo muerto, sin saber que en ese mismo momento Stephen Dedalus, repudiado por su familia, pasea por las mismas calles, dando conferencias, tan orgulloso como nostálgico. Ninguno de los dos, trasuntos ambos del escritor, intuye que el destino les prepara un encuentro, al filo de la madrugada, que redimensionará sus respectivas soledades y les impulsará a nuevas esperanzas.