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Hay clásicos que son inseparables de nuestra niñez, como Veinte mil leguas de viaje submarino, que ha dejado una profunda huella en las generaciones anteriores a la explosión de las nuevas tecnologías. Miro hacia atrás y no puedo concebir mi infancia sin la odisea del Nautilus, circundando el globo terráqueo bajo las aguas. Mientras hacía los deberes, abrumado por ecuaciones capciosas y tediosas declinaciones en latín, solía realizar pequeñas incursiones en las páginas de la fantasía submarina de Jules Verne, fascinado por los prodigios escondidos en el fondo del mar. El capitán Nemo me parecía la perfecta encarnación del héroe romántico: trágico, valiente, imprevisible, misterioso. La adaptación cinematográfica que realizó Richard Fleischer en 1954 puso rostro a los personajes de la inolvidable aventura. Después de disfrutar de su generoso metraje en un pequeño televisor en blanco y negro, no podía pensar en el capitán Nemo sin asignarle los rasgos de James Mason, el magnífico actor británico que –felizmente- dejó la arquitectura para dedicarse a la interpretación. Tampoco podía imaginar al arponero Ned Land sin la expresión burlona de Kirk Douglas. O a Conseil, secretario y hombre de confianza del profesor Pierre Aronnax, sin los ojos saltones de Peter Lorre, uno de los secundarios más inquietantes de la historia del cine. En cambio, la cara de Paul Lukas no se quedó grabada en mi memoria, quizás porque el naturalista nunca me impresionó demasiado. Juicioso, inteligente, templado y pacífico, Aronnax representa el punto de vista de Jules Verne, un escritor con una biografía sin grandes acontecimientos, pero con una pluma fecunda y precisa. Con doce años, casi nadie sueña con ser un sabio o un escritor laureado. La perspectiva de usurpar el mando del Nautilus resultaba mucho más atractiva. ¿Qué mérito tenía clasificar las especies submarinas o escribir un libro, cuando existía la posibilidad –al menos sobre el papel- de conquistar el Polo Sur, clavando una bandera negra de resonancias corsarias en el pico de un montículo helado?
Durante mucho tiempo, Jules Verne sufrió el purgatorio reservado a los clásicos infantiles y juveniles, pero a estas alturas pocos dudan de su enorme talento como creador. La Biblioteca de la Pléiade ya ha incluido en su catálogo sus obras, reconociendo su condición de clásicos indiscutibles. Sin embargo, hace pocos años Michel Foucault afirmaba que el orbe narrativo de Verne carecía de la profundidad y el dinamismo de la buena literatura. En Stendhal o Balzac, los personajes experimentan grandes transformaciones: maduran, envejecen, crecen moralmente o se degradan, triunfan o declinan. El mundo tampoco permanece inalterable tras su peripecia. Puede decirse lo mismo del lector. Nada es igual cuando desembocamos en la última página. En cambio, los personajes de Verne y su entorno no sufren cambios. El punto final apenas difiere del punto de partida. La clave de bóveda es la intriga y no el tránsito hacia un estadio cualitativamente distinto. En La infancia recuperada (1976), Fernando Savater impugna esta interpretación: “¿Hace falta decir que Julio Verne es el paradigma mismo de la fantasía dura, que su obra admirable no sólo pretende lograr el efímero triunfo de la perplejidad, sino también las magias perdurables y hondas de la profecía, el ritual iniciático y la liberación utópica?”. La obra de Verne no es mero entretenimiento, sino una apoteosis de las emociones humanas en los escenarios más insólitos, como la Luna o la mítica Atlántida. Sus personajes encaran el futuro, abriéndose a todas las posibilidades y sin renunciar a la perspectiva de superar definitivamente el odio, la violencia y el miedo. Verne es un maestro en el arte de narrar, que sabe cegar las grietas por las que se filtran el hastío y el escepticismo. Sus libros cautivan a todo el “que no haya perdido la capacidad de gozar leyendo”, como apunta Savater. No hace falta hacerse niño, bajar un tramo en la escala de la exigencia intelectual, sino mantener viva la pasión de la lectura como una experiencia que nos revela territorios ignotos, regiones del mundo físico y del alma que hasta entonces permanecían desconocidas.
La prosa de Verne es una síntesis del romanticismo y el realismo, la elocuencia y la sobriedad, la ensoñación utópica y la objetividad, el lirismo y el rigor científico, el idealismo y el desencanto, el desafío prometeico y la resignación. Surge en una época caracterizada por las revoluciones burguesas y las guerras de independencia, la resaca jacobina y la ebullición nacionalista, el afán de conocimiento enciclopédico y la ambición de explorar más allá de todo lo conocido, sin detenerse ante ningún límite. Verne es contemporáneo del maquinismo y la industrialización, el colonialismo y el ferrocarril, el darwinismo y los movimientos obreros. No fue un revolucionario, pero simpatizó con los países o territorios que luchaban por sacudirse el yugo de los imperios. Se interesó por el socialismo utópico y el humanismo libertario, pero observó con repugnancia la insurrección de la Comuna de París y nunca creyó en la inocencia del capitán Dreyfus. No fue un reaccionario, pero desconfiaba de las masas. Tampoco se hacía ilusiones sobre las intenciones del poder financiero, sin otra preocupación que el beneficio. Pensó que la ciencia podía liberar al ser humano de la ignorancia, el atraso y la superstición, pero también advirtió el peligro fáustico del saber y el riesgo de un porvenir donde la humanidad podría ser esclavizada mediante los avances tecnológicos. Profético y visionario, su clarividencia le permitió anticipar el helicóptero, el ascensor, las naves espaciales, las armas de destrucción masiva, los motores de explosión, las redes digitales, los grandes transatlánticos, las muñecas parlantes, el submarino. Algunos de estos hallazgos ya existían en forma incipiente. Verne nos mostró sus fecundas posibilidades, no sin dejar de alertarnos sobre su potencial destructivo. Su literatura recoge la herencia del optimismo ilustrado, pero también prefigura el pesimismo de las distopías del siglo XX, como 1984 o Fahrenheit 451.
Jules Verne nació el 8 de febrero de 1828 en el seno de una familia burguesa de Nantes. Su hogar se hallaba en la isleta de Feydeau. El puerto de Nantes reunía todos los ingredientes para inculcar en un niño el sueño de surcar los mares: lonas y aparejos amontonándose como ramas y hojas de un bosque tupido, olor a salitre, silbatos, masteleros, gavias, obenques y, sobre todo, la proximidad del océano, con sus horizontes infinitos y su promesa de inconcebible libertad. Más allá de la mirada, había islas y continentes que invitaban a la aventura, con lugares jamás hollados por el hombre. Por el lado materno, concurrían las circunstancias que favorecían la vocación de marino y explorador. Sophie Allote de la Füye procedía de una familia de armadores bretones y poseía una imaginación fértil y chispeante. Por el lado paterno, en cambio, soplaba un viento a favor de la vida sedentaria. Pierre Verne era abogado y deseaba que Jules, su primogénito, se dedicara al derecho, honrando una vieja tradición familiar con notables figuras en el terreno de la jurisprudencia. En sus Recuerdos de infancia y juventud, Verne señala que le devoraba “la necesidad de navegar”. Lector fervoroso de las novelas marítimas de Fenimore Cooper, conocía la jerga de los marinos y el vocabulario técnico de la navegación, pero a los doce años aún no había visto el mar. Circula la leyenda de que se escapó de casa para embarcarse como grumete de un velero, con la intención de viajar hasta un destino exótico donde conseguir un collar de perlas o corales para su prima Caroline Tronson, de la que se había enamorado perdidamente. Se dice que su padre logró frustrar la fuga e hizo prometer a su hijo que sólo viajaría con la imaginación. Son muchos los biógrafos que sitúan esta anécdota en el dominio de la imaginación. Lo cierto es que al finalizar sus estudios en Saint-Stalisnas, donde destacó en geografía, latín, griego y canto, su padre le regaló un foque de vela para que descendiera por el Loira con su hermano Paul hasta llegar al mar. Verne planificó el viaje, pero al final descartó llevarlo a cabo. La prudencia se impuso sobre la incertidumbre de la aventura. El contraste entre un corazón bohemio y temerario, y una mente burguesa y prudente recorre toda la obra de Verne, mostrando una trágica escisión entre la realidad y el deseo.
La felicidad sentimental esquivó al escritor. Caroline se casó con otro. Volvió a fracasar con Herminie Arnault-Grossetière, a la que escribió arrebatados poemas. Estos lances fallidos instigaron una precoz aversión al matrimonio y una tenaz misoginia. En 1847 comienza sus estudios de derecho en París. Conoce a Dumas hijo y logra estrenar una comedia. Se pasa los días enteros leyendo en las bibliotecas. Finaliza la carrera de abogado, pero descarta ejercer. Enojado, su padre deja de enviarle dinero. Verne se priva de todo para adquirir libros. Se apasiona con Shakespeare, Víctor Hugo, Goethe, Schiller, Hölderlin, Musset, los Dumas. La mala alimentación afecta a su salud, provocándole desórdenes intestinales y espasmos musculares. Su vocación literaria le orienta hacia la opereta, el musical, el vodevil. Durante unos años, lleva una existencia bohemia, sobreviviendo a duras penas con empleos mal pagados. En 1856, conoce a la viuda Honorine de Viane y, un año después, se casa con ella, asumiendo la educación de sus dos hijos. Logra que su padre le preste dinero para probar fortuna como agente de cambio y bolsa. Los resultados son catastróficos. Infeliz en su matrimonio, viaja a Escocia, Noruega y Dinamarca. Se produce el crucial encuentro con el editor Pierre-Jules Hetzel, quien en 1863 publica el primero de sus Viajes extraordinarios, una serie de más de sesenta novelas que se prolongará cuarenta años, comenzando con Cinco semanas en globo y finalizando en 1918 con La impresionante aventura de la misión Barsac. Entre los títulos de la serie, destacan Viaje al centro de la Tierra (1864), De la Tierra a la Luna (1865), Los hijos del capitán Grant (1867), Veinte mil leguas de viaje submarino (1869), La vuelta al mundo en ochenta días (1873), La isla misteriosa (1874) y Miguel Strogoff (1876).
Jules Verne cosecha fama y dinero con sus libros. Tiene un hijo, Michel, y viaja a Noruega, Islandia, Estados Unidos. Su único vástago es un joven rebelde que pasa por un correccional. Su sobrino Gastón no es menos conflictivo. Durante un paseo, le dispara en una pierna, provocándole una cojera de la que jamás se recuperará. Se ocultó a la prensa el incidente y jamás se aclaró el motivo de la agresión. Dueño de tres yates, Verne navega de un puerto a otro, imitando el estilo de vida de sus personajes. Durante la presentación en París de La vuelta al mundo en ochenta días, sube a lomos de un elefante amaestrado, que se asusta cuando se desploma un escenario. El animal lleva a Verne hasta las Tullerías, causando escenas de pánico. En 1892, recibe la Legión de Honor. La muerte de Pierre-Jules Hetzel y sus problemas familiares introducen una perspectiva más sombría en sus últimos libros. Elegido concejal del ayuntamiento de Amiens, promueve reformas sociales y alienta el estudio del esperanto. Muere en su domicilio el 24 de marzo de 1905. Su hijo publicará póstumamente varios títulos, llevando a cabo extensos cambios. La posteridad honra a Verne asignando su nombre a una montaña de la faz oculta de la Luna, un asteroide, un carguero espacial y un cráter lunar. El astronauta soviético Yuri Gagarin declara que la lectura de Verne fue el origen de su vocación. Algunos escritores trascienden su obra literaria, adquiriendo el carácter de símbolos universales. Jules Verne pertenece a esa categoría. Su obra es una invitación al viaje físico e interior. El ser humano sólo se conoce a sí mismo cuando explora el exterior. Subir hasta las cimas más inaccesibles y descender hasta los abismos más impenetrables no es una proeza atlética, sino una hazaña del espíritu. Verne siempre nos acompañará en nuestros viajes, recordándonos que las fronteras no son barreras, sino retos que podemos superar con la ayuda del ingenio y la imaginación.
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Ciento cincuenta años después de su publicación, Veinte mil leguas de viaje submarino conserva intacta su capacidad de emocionar, sobrecoger y fascinar. El Nautilus es un submarino, pero inicialmente se confunde con un monstruo de las regiones abisales. Para algunos, es el Leviatán del Antiguo Testamento, ese poder demoníaco que desafía a Dios, intentando ocupar su trono. Encarna la resistencia del instinto a ser dominado por la razón, la rebelión de la naturaleza contra una civilización que explota sus recursos, la insurgencia de los pueblos oprimidos contra los imperios. Pierre Aronnax es un prestigioso naturalista que ejerce la docencia y la investigación en el Museo de Historia Natural de París. Es la quintaesencia del hombre ilustrado. Piensa que el conocimiento es la llave de todos los misterios, la fuerza capaz de neutralizar el caos y ordenar el mundo, la herramienta que garantiza la hegemonía de nuestra especie. Detrás de su apariencia inofensiva, late una arrogante voluntad de poder. Conseil, su criado y ayudante, ha interiorizado su perspectiva, adquiriendo la manía de clasificar todas las formas de vida. La taxonomía no es una disciplina pacífica, sino una forma de dominio que despoja al mundo de su dimensión mágica y espiritual. Ned Land, el arponero, es un depredador, un cazador implacable que no puede observar a un animal, sin pensar en matarlo. No le agrada que el capitán Nemo perpetre una masacre contra una manada de cachalotes, pero mata con su arpón a ballenas y focas sin pensar en el mañana. No tiene visión a largo plazo. El riesgo de extinguir una especie jamás se cruza por su mente, inhibiendo o debilitando sus impulsos cinegéticos. El apacible y sabio naturalista, el secretario minucioso y leal, y el arponero indomable componen un trío que refleja los valores de la sociedad occidental, que no se plantea convivir con otras culturas o preservar el medio ambiente. Avanzado el siglo XIX, el europeo no tiene otro anhelo que extender su supremacía, apropiándose de todos los rincones del globo. No respeta la diferencia y considera que el hombre blanco es inequívocamente superior a otros grupos humanos.
Si Kurtz, el personaje de Conrad, es una voz, el capitán Nemo es una mirada. Cuando examina por primera vez a sus inesperados huéspedes, el profesor Aronnax sólo necesita unos segundos para advertir el carácter excepcional de la mirada del capitán del Nautilus: “¡Cómo le penetraba a uno hasta el alma! ¡Cómo atravesaba las capas líquidas, tan opacas a nuestros ojos y cómo leía en lo más profundo de los mares!...”. El capitán Nemo odia los poderosos. En su camarote ha colgado retratos de Lincoln, George Washington, el patriota irlandés O’Connell, el libertador griego Kóstas Bótsaris, el héroe polaco Kosciuszko y el antiesclavista John Brown. El capitán Nemo perdió familia, patrimonio y patria en circunstancias confusas, pero no alberga ninguna duda sobre la responsabilidad de las naciones civilizadas en su tragedia. No se considera un corsario, pero ondea una bandera negra. Está en guerra con el mundo y le molesta la presencia de intrusos: “Las circunstancias más desagradables los han traído ante un hombre que ha roto con la humanidad. Ustedes han venido a perturbar mi existencia…”. A pesar de todo, actúa como un caballero, mostrándose hospitalario con sus prisioneros. Nunca les permitirá abandonar el submarino, pero disfrutarán de libertad en su encierro. No les pide que renuncien a escapar. Sabe que nunca prescindirán de ese anhelo. Sus buenos modales y su mente cultivada no le impiden repudiar el progreso: “¡Señor profesor! –aclara encolerizado-, ¡yo no soy lo que usted llama un hombre civilizado. He roto con la sociedad por motivos que yo sólo tengo derecho a apreciar. ¡Así que no obedezco en absoluto sus reglas y le insto a que nos la invoque jamás ante mí!”. Su única patria es el mar. No pretende ser el señor de su inmenso dominio, sino participar en su pureza y su carácter divino: “El mar no es sino el vehículo de una existencia sobrenatural y prodigiosa; no es sino movimiento y amor; es el infinito viviente, como ha dicho uno de sus poetas”. Inmensamente rico gracias al oro y la plata de los galeones hundidos en naufragios, el capitán Nemo financia las rebeliones de los pueblos que luchan por su independencia. Odia a los poderosos y se siente solidario con los explotados. Se enorgullece de ser un guerrillero que vive al margen de las leyes. En cierto sentido, prefigura el Zaratustra de Nietzsche, alzándose contra la moral convencional y reivindicando la libertad del hombre frente a los abominables preceptos de dioses y predicadores. Es un bárbaro, un pagano, pero con una sensibilidad refinada. Colecciona obras de arte y viaja con una biblioteca de doce mil volúmenes. Se considera un muerto viviente, un espíritu errante que vaga por el mundo, observando con sorna a los humanos, esclavos de absurdas pasiones.
El Nautilus ha envejecido, pero el capitán Nemo está tan vivo como Hamlet o Don Quijote. Ya no es un personaje, sino un arquetipo de la rebeldía más implacable. Las largas enumeraciones de especies marinas o las minuciosas descripciones del submarino han soportado peor los años que la aureola trágica del capitán Nemo, mitad héroe, mitad villano. No es un simple marino, sino el constructor e ingeniero del Nautilus. Habla de su creación con una elocuencia arrebatadora. “¡Amaba a su barco como un padre ama a su hijo!”, comenta. Aronnax, especulando que tal vez es uno de esos sabios menospreciados por anticiparse a su época. El Nautilus es una utopía portátil, una burbuja que aísla de un mundo corrompido, un útero que preserva de la degradación del exterior. El océano es un líquido amniótico, vida exuberante e infinita. El capitán Nemo es un niño que se resiste a crecer. Su inmadurez se refleja en su carácter despótico. Sus hombres parecen fantasmas que jamás expresan un sentimiento o un deseo. Simplemente, obedecen. Si es necesario, hasta la muerte. El capitán Nemo no es un conquistador, sino un moralista, un pedagogo, un psicólogo. Piensa que el mundo no superará sus conflictos hasta que aparezca “un hombre nuevo”. No cree en los relatos bíblicos. La geología marina muestra con evidencias irrefutables que la edad del planeta excede abrumadoramente los cálculos del Antiguo Testamento. El Dios personal del cristianismo es irrisorio frente a la vida, ese prodigio que no cesa de producir especies y accidentes geográficos. El capitán Nemo sueña con descansar en el fondo del océano. Ningún mausoleo puede competir con una tumba de coral.
El capitán Nemo combate la melancolía con su órgano, logrando notas que despiertan la nostalgia de un pasado mítico, cuando el hombre aún no era el peor enemigo de la vida. Sabe que sus días están contados. Por eso escribe un manuscrito que piensa arrojar al mar en un pequeño aparato insumergible, esperando que las olas lo arrojen a una playa con hombres capaces de apreciar sus hallazgos científicos y sus gestas como explorador. Su nihilismo no es más grande que su esperanza. Sin embargo, no duda en hundir a un navío de guerra que ataca al Nautilus. Cuando Ned Land intenta avisar a la tripulación para que no sucumba a la superioridad tecnológica del submarino, Nemo le reduce con su fuerza prodigiosa. Poco después, exclama: “¡Yo soy el derecho! ¡Yo soy la justicia!”. En esos momentos, ya no parece un orgulloso capitán, sino “un arcángel del odio”. Verne cita a Allan Poe para describir la atmósfera del submarino tras la batalla que ha costado la vida a toda la tripulación del navío atacante. La armonía triste del órgano refuerza la impresión de transitar por un mundo extraño y demoníaco. Las veinte mil leguas de viaje submarino acaban por la intervención del Maelstrom, el gran remolino que gira enloquecidamente en las costas meridionales del archipiélago noruego de las islas Lofoten. Aronnax, Conseil y Ned Land sobreviven, pero nunca olvidarán las cacerías submarinas en los bosques de las islas de Crespo, la encalladura en el estrecho de Torres, el cementerio de coral, los salvajes de Papuasia, el cementerio de coral, la travesía de Suez, los fuegos de la isla de Santorín, las pesquerías de Ceilán, el buzo cretense, la ría de Vigo, la Atlántida, la banquisa, el Polo Sur, la prisión de hielo, el combate contra el pulpo, la tempestad de la corriente del Golfo, el Vengeur y el terrible rostro de los ahogados. ¿Se ha tratado de un sueño o una experiencia real que ha durado diez meses? “Al narrar esta expedición submarina –reconoce el profesor Aronnax-, soy perfectamente consciente de que no puedo ser verosímil. Soy el cronista de las cosas de apariencia imposible, que, sin embargo, son reales, incontestables. No he soñado. He visto y sentido”.
En el sesquicentenario de Veinte mil leguas de viaje submarino, la colección Letras Populares de Cátedra ha preparado una edición verdaderamente extraordinaria. Miguel A. Navarrete ha revisado y actualizado la traducción que realizó en 1995, añadiendo un excelente prólogo y un meticuloso apartado de notas, oportunamente segregado del texto para no interrumpir la lectura. Se ha dicho que Jules Verne es banal y algo aburrido. En Veinte mil leguas de viaje submarino quizás sobran datos técnicos y prolijas taxonomías, pero la peripecia se sobrepone al mundo real, sumergiendo al lector en una ficción que sacude los cimientos de nuestra civilización. La ciencia nos ha permitido dominar la Tierra, pero también podría destruirla. Los sabios como Pierre Aronnax son más peligrosos que el capitán Nemo. “Cualquier cosa que los hombres puedan imaginar –afirmó Jules Verne-, otros hombres lo pueden hacer real”. Las utopías de hoy pueden ser las hecatombes de mañana. La bandera negra del capitán Nemo nos recuerda que los abismos más horripilantes a veces han surgido de los sueños más hermosos.