José Jiménez Lozano: maestro en claridades
Cuando se habla de los clásicos, casi siempre se evoca a los difuntos, ignorando a los maestros vivos. José Jiménez Lozano (Langa, Ávila, 1930), con sus ochenta y ocho años cumplidos, es un clásico vivo que no se deja intimidar por la perspectiva de la muerte. No ha sucumbido al pesimismo existencial de una época que canta alabanzas al no ser. En su poema Lux aeterna, escribe: “Siempre fue un desgarro / la muerte, mas, ahora, / los hombres huecos y redondos / mueren contentos de no ser para siempre. / Se aplaude en los entierros. / ¡Por fin la nada! ¡Qué alegría! / ¡Cuánto ahorro de / luz eterna innecesaria!” (Elegías menores, 2002). Jiménez Lozano no celebra la nada, sino la vida. La muerte es un desgarro, pero no constituye la última palabra: “Tus ojos me faltan, / mas los míos / no los tendrá la muerte, Tú los guardas”. Nos cuesta comprenderlo porque hemos perdido “el asombro y el sentido de la realidad”. La vida es lo inmediato, un milagro que no cesa: el canto del cuco que preludia la primavera; “el corazón verde, el borbotón de savia” del árbol que renace; los astros que recuerdan las miradas atrapadas por su resplandor. La vida es lo primero e inmediato, sí, pero también lo último y definitivo. Nada se pierde, todo se preserva: “Es imposible que esta celeste rueda / gire eternamente sin memoria” (“Astros”, Elegías menores). Se podría decir que la literatura de Jiménez Lozano rebosa optimismo, pero sería más exacto hablar de esperanza, de apertura hacia el futuro, de confianza en la plenitud del ser.
Vivir con esperanza no significa vivir bajo el hechizo de una ilusión, sino abrigar la expectativa de un horizonte que no se agota, ni entierra en el olvido lo que ha sido y aún producirá frutos. “Lo que importa es aprender a esperar”, escribe Ernst Bloch en El principio de esperanza (1938). ¿Y cómo se aprende a esperar? En Retratos y naturalezas muertas (2000), Jiménez Lozano nos invita a contemplar un óleo de Georges de la Tour, La Magdalena penitente de la lamparilla, o Magdalena Terf, que se conserva en el Museo del Louvre, en París. Por su época (alrededor de 1642), el cuadro pertenece al Barroco, pero su austeridad está muy alejada de la teatralidad y la crudeza. Indudablemente, tiene elementos de la iconografía barroca: el claroscuro, que imprime dramatismo; la calavera, que pone de manifiesto la precariedad de las cosas mundanas; las disciplinas, que recuerdan la necesidad de mortificar la carne. A primera vista, la tela se perfila, pues, como la típica expresión del desengaño barroco: el mundo no vale nada, el ser humano está contaminado por el pecado, los poderes terrenales palidecen ante el imperio de la muerte. Humildad, oración y penitencia: ése es el camino de la salvación. Sin embargo, Jiménez Lozano entiende que el cuadro es mucho más que todo eso. Los colores son suaves, no hay espejos ni terciopelos, la penumbra es tenue y no hay crispación en la mano posada sobre la calavera. Magdalena, que no es más que una muchacha con una mirada enigmática, la acaricia con “tacto amoroso”, como si tocara “un pomo de perfumes o un espejo”. Esa serenidad nace del que sabe que el amor de Cristo derrotó a la muerte. Por eso, no hay desesperación en su espera, sino el anhelo del que aguarda al amado. Amor, esperanza y serenidad: ése es el verdadero significado de la tela. El amor nace de la esperanza; la serenidad, de la fe. Frente al desengaño barroco, la alegría del que espera con confianza.
La escatología cristiana inserta en la historia “un amor que excluye a la muerte o, mejor dicho, que arruina su poder”. El amor no es un intercambio fisiológico ni una construcción cultural. El amor es lo que impregna la existencia de sentido, permitiéndonos trascender el horizonte de la finitud. Para Jiménez Lozano, la novedad del mensaje cristiano es que Dios se acerca al hombre y muere por él, aceptando ser humillado y escarnecido. Su sacrificio es un acto de amor, no un gesto de poder. El nihilismo imperante desde Nietzsche se asienta sobre un mito fundacional: el poder del falo, que simboliza la legitimidad de la violencia. La sociedad repudia los excesos del Marqués de Sade y Sacher-Masoch, pero su literatura sólo es la radicalización de un orden que rebaja al ser humano a res extensa, transformando el ars amandi en ars mechanicae, y el ejercicio del poder político en simple avasallamiento. La Magdalena Terf recupera el verdadero significado del amor y su poder liberador. La suavidad de sus formas es como un susurro que corrobora el “pensamiento osado” de Max Horkheimer: la muerte no puede prevalecer. La esperanza se sobrepone al ruido del mundo, profetizando un mañana. Cuando se observa el sufrimiento de los inocentes inmolados en Auschwitz o el Gulag, surge el imperativo de reparar su dolor y restituir su existencia, rescatándolos del agujero negro creado por las incontables matanzas de la historia. Esa es la causa –apunta Max Horkheimer- de que, horrorizados por el espectáculo del mal, “Voltaire y Kant exigieran un Dios, y no para sí mismos”.
El donjuanismo es uno de los signos de nuestro tiempo. Según Jiménez Lozano, nace de la complacencia con la muerte. Maquiavelo separó ética y política. El narcisismo de don Juan rompió los lazos que unían al amor con la moral. Reducido a pura fisiología, el amor se encerró en el círculo infernal de la seducción y el placer mecánico. El erotismo es la negación de la eternidad, pues en el goce físico el tiempo se convierte en una sucesión interminable, donde cada instante se suma al otro, “como el polvo que se añade al polvo, y la ceniza a la ceniza”. El infierno sólo es eso: un tiempo homogéneo y vacío, sin acontecimientos ni cesuras. En ese continuo, no hay instantes ni verdadera presencia: sólo una rueda que gira monótonamente, igual que un mecanismo ciego que muele grano o escancia arena. Para don Juan, no hay semejantes: los otros no son más que el objeto de su placer. Agotadas sus expectativas sobre ellos, su atención se desvía hacia una nueva conquista. Su forma de actuar es incompatible con el reconocimiento del otro. No hay un “tú” que se descubre mediante el arte amatorio. Sólo un “yo” que se refleja en los demás, rebajados a meros espejos de su pasión narcisista. Este egocentrismo se convierte en metafísica, cuando don Juan se hace libertino. Ya no se tratará tan sólo de buscar el goce físico y la reproducción del “yo”, sino de “aniquilar el mundo para convertirlo en orgasmo”. De ahí que una vez exploradas todas las posibilidades del placer, se imponga la humillación, la tortura y la muerte. La seducción sólo se completa cuando la cosificación del otro desemboca en la muerte de la carne.
En el gabinete de Sade, no hay identidad. Sólo los señores tienen un rostro. El otro deviene objeto, mero cuerpo sobre el que experimentar y ejercer los privilegios del poder. Por eso, cuando el duque de Banglis y sus acólitos finalizan sus ciento veinte jornadas de semen y sangre no contabilizan víctimas, sino la impersonalidad de unas cifras que apenas distinguen entre inmolados y supervivientes. Para el libertino, no hay nombres ni identidades. Sólo cuerpos semejantes e intercambiables. La culminación de esta lógica hay que buscarla –según Jiménez Lozano- en las fosas de Auschwitz, con sus montañas de cadáveres anónimos. Los campos de exterminio no son anomalías históricas, sino la expresión más acabada de una cultura que actúa como “una inmensa maquinaria intestinal de triturar seres humanos”.
La experiencia del yo es imposible sin el otro. Narciso descubre su belleza sin la mediación del otro, pero el rostro que se refleja en el agua no es el yo, sino la imagen de una ausencia. La fuerza del amor reside en que nos hace ser. Pascal no se equivoca cuando afirma que estamos en el mundo para amar. El libertino desconoce el amor. Sólo sabe del goce físico, de la posesión del otro. El gabinete de Sade es un círculo sin fin, impulsado por una pulsión ciega, mecánica. El libertino experimenta su poder como la acción de un demiurgo. La tortura que inflige a su víctima forma parte de una aberrante “teología de la carne”, donde los otros sólo son “material humano”. En el Lager o el Gulag, no mueren hombres, sino carne anónima que se amontona como piezas de caza. Si esta lógica perversa prospera y el hombre desaparece, ¿qué pasará con el amor de Dios? Ese “Omnipotente Amor tan Débil”, ¿se extinguirá sin un “tú” que lo reciba? Dios necesita al hombre y el hombre no es nada sin Dios. Jiménez Lozano propone buscar la esperanza en la candela que ilumina a la Magdalena Terf. En esa penumbra, se encuentra “toda la verdad, y sólo ella”. ¿Qué nos quiere decir exactamente? Jiménez Lozano no es teólogo, sino escritor. Un escritor católico –o, mejor dicho, un católico que escribe- al que el Papa Francisco ha distinguido con la concesión de la Medalla “Pro Ecclesia et Pontifice”, el máximo reconocimiento que la iglesia otorga a un seglar. No creo que le parezca inoportuno finalizar su lección de esperanza con unas reflexiones de Olegario González de Cardedal, sacerdote y teólogo. “La esperanza es inseparable del amor solidario”, escribe Cardedal. “Cada hombre espera con los otros, en comunidad, donde cada uno es responsable de los otros y rehén de los demás” (Raíz de la esperanza, 1998).
Jiménez Lozano nos anima a buscar la esperanza en la penumbra de la Magdalena Terf porque ahí está Dios, acompañando al ser humano en su espera, soportando sus dudas y sus caídas, su perplejidad y su desamparo, su soledad y su anhelo de ser amado. O dicho con las palabras de González de Cardedal: “Está Cristo, [que] esperó con todos y por todos”. Jiménez Lozano sabe que escribe a destiempo, que las nuevas generaciones de escritores –y lectores- ya no se conmueven con la pobreza y desnudez de Castilla, ni con el anhelo de perfección de Teresa de Ávila o las ardientes dudas de Unamuno. No le importa nadar contra la corriente y rechaza asumir una “identidad cerrada”. Se siente cómodo siendo “un tory anarquista, un agustiniano helenizante o un ilustrado pascaliano”. Sabe que esas conjunciones son “un desastre para cualquier carrera de competencia en claridades. Salvo si se trata de palabras, desde luego”. Maestro en claridades, Jiménez Lozano ha adquirido la sabiduría del que ha llegado al otoño de la vida sin miedo ni tristeza y aguarda con esperanza: “…en la noche, / enciendes tu candela, y esperas. / ¿Qué otra cosa / podrías hacer, si sólo eres / un hombre”.
Nota bibliográfica:
El escritor y crítico literario Álvaro de la Rica editó y coordinó Homenaje a Jiménez Lozano, un libro que recogía las ponencias y comunicaciones de un Congreso Internacional sobre el escritor organizado por la Cátedra Félix Huarte de la Universidad de Navarra. Publicado en 2006 por Ediciones Universidad de Navarra, contiene ensayos sumamente esclarecedores que abordan la obra de Jiménez Lozano desde diferentes perspectivas.