‘Querer’: anatomía de una violación conyugal
Alauda Ruiz de Azúa presenta fuera de concurso en San Sebastián una gran serie, mejor que la mayoría de películas vistas en el festival hasta ahora.
Miren (Nagore Aramburu) denuncia a Iñigo (Pedro Casablanc), su marido a lo largo de 30 años, por violación continuada. A partir de ahí, y a lo largo de cuatro episodios atravesados por profundas y significativas elipsis, asistiremos a la consumación de un largo proceso judicial, pero también a la atomización de un núcleo familiar conformado por la desunida pareja y por sus dos hijos. Uno de ellos es Aitor (Miguel Bernardeau), casado y con un hijo. El otro es Jon (Iván Pellicer), el menor, estudiante, bisexual y bohemio. La imposibilidad de conocer la verdad de lo que ocurrió en el interior de un dormitorio y la antinatural obligación de tomar partido por uno de sus dos progenitores marcará el desarrollo del relato.
Presentada en la última jornada de la Sección Oficial del Festival de San Sebastián fuera de competición, el nuevo trabajo de Alauda Ruiz de Azúa, escrito junto a Eduard Sola y Júlia de Paz, bien podría haber peleado por los premios del certamen, pues sus resultados son superiores a la mayoría de las películas vistas a lo largo de la semana.
Al contrario que, por ejemplo, Soy Nevenka (Iciar Bollaín, 2024), en Querer las imágenes se imponen al tema, cuya atinada elección en ambos casos es indiscutible, solo que aquí el discurso se vehicula, sobre todo, a través de una puesta en forma. Quizá algunos encuentren un tanto gratuita está comparación, pero habida cuenta de que las dos propuestas hablan sobre la violencia contra la mujer, tanto física y psicológica como sistémica, parece oportuno remarcar que existen numerosas diferencias formales (y de profundidad) entre las dos, lo que sin duda daría para un ejercicio analítico para el que aquí no disponemos ni de tiempo ni de espacio.
¿Pero qué es lo que hace de Querer una propuesta tan interesante? Empecemos por esa fotografía cenicienta, cortesía de Sergi Gallardo, que retrata un Bilbao en permanente otoño, alejado de esas miradas de diseñador de folletos para Tourist Infos de algunas producciones recientes, que no es más que la traducción paisajística de una relación marchita y del nebuloso clima emocional que empapa la serie.
Hay, también, una elocuente elección de espacios para definir a los personajes, zonas que tienen que ver con la idiosincrasia de la propia ciudad. Cuando Miren abandona el hogar familiar y de desplaza a la casa que su madre le dejó en herencia, se irá a vivir a la margen izquierda del río Nervión, zona tradicionalmente industrial y obrera. Ese desplazamiento indica un retorno a los orígenes de clase, pues su marido, un hombre de familia y posición acomodadas, seguirá residiendo en su amplio apartamento de la parte derecha de la ría, históricamente destinada a la vivienda residencial ocupada por gente de clase media-alta. Esos conflictos de clase, y la violencia económica que Iñigo ejerce sobre Miren, una esposa sin trabajo que depende de la asignación que su esposo le da, es fundamental para entender el sistema de control establecido en el seno de la pareja, directamente relacionado con el paulatino arrinconamiento al que Iñigo ha sometido a la familia de Miren, como si su humildad pudiese contaminarles.
Pero esas elecciones espaciales no se reducen solo a estos apuntes urbanísticos, sino que también repercuten sobre las zonas del hogar que ocupa Miren, condicionadas a su vez por el modo que en Ruiz de Azúa las filma. La abnegada esposa parece estar confinada en la cocina, su actividad se reduce a lo doméstico y, ya desde el inicio, el trabajo con el reencuadre (ya muy presente en Cinco lobitos) denota su interminable cautiverio. No es casual que, tras su primera declaración, la cámara acompañe a Miren dibujando un plano secuencia que funciona como un movimiento de liberación que contrasta con la claustrofóbica planificación en interiores.
No es, sin embargo, Querer una miniserie de gesto ampuloso, sino un pudoroso ejercicio de clasicismo que invisibiliza su puesta en escena, lo que magnifica la finura del trabajo de Ruiz de Azúa que nunca quiere imponerse a su narración pero que jamás pierde la oportunidad de engrandecerla, silenciosamente, desde las imágenes.
Por ejemplo, para entender las relaciones de dependencia y ascendencia de los padres sobre los hijos conviene estar a atento a la posición de los personajes en el cuadro y a los cambios tanto del emplazamiento de la cámara como de las escalas para notar las variaciones afectivas que se producen entre ellos.
Pongamos un par de ejemplos. En el segundo episodio, Aitor se reúne con su madre en la vieja cocina de la casa de la abuela. Nótese que las disimilitudes volumétricas entre un espléndido Miguel Bernardeau y Nagore Aramburu ya desequilibran la secuencia, confiriéndole la autoridad que otorga la superioridad física al hijo sobre la madre, reforzada, además, por los tiros de cámara elegidos (picados y contrapicados). Una jerarquía que es, también, dramática, puesto que Aitor acusa a su madre de mentir, y lo hace, además de manera vehemente. Cuando Miren rebata la violencia verbal de su hijo con un sonoro guantazo, lo que implica una evidente modificación del sustrato dramático, un corte de montaje nos llevará a un nuevo emplazamiento de cámara que aumenta la escala, de primeros planos pasamos a un plano general, que anula el dominio que Aitor ejercía sobre su madre, variación que encuentra su apoyatura en los diálogos.
Esta serie, esta gran serie, está repleta de detalles: el vía crucis de superación que supone el largo paseo de Miren desde la sala de espera hasta la del tribunal para dar su testimonio, la asfixiante secuencia del hospital, los cruces de miradas durante el juicio o la contención que se aplica a la dirección de actores, otro síntoma más de que Querer abomina de las añagazas emocionales, refrendada por las bárbaras actuaciones de todo el elenco, mención especial para una Nagore Aramburu cuyo trabajo exige la invención de nuevos adjetivos para calificarlo.
Quedémonos, para apuntalar nuestras afirmaciones, con un instante del cuarto episodio en el que Iñigo y Jon se reúnen en un restaurante forrado de madera, manteles de lino y camareros atentísimos, un local de un clasicismo avejentado como una tertulia de 13 tv.
En esa comida, el padre hace un intento de aproximación para buscar la reconciliación con su hijo. La conversación, filmada en una sucesión de planos y contraplanos, está cortada por un sutil salto que nos lleva un plano general que, en virtud de lo que allí se dirime y que no es necesario revelar, marcará la imposibilidad de avenencia entre ambos. Mientras en la primera parte de la charla, en cada plano y contraplano veíamos el cuerpo del otro, pasado ese Rubicón, la nueva cadena de planos y contraplanos los separará del todo, Jon ya no aparecerá cuando su padre hable, ni Iñigo cuando lo haga su hijo. Parece un gesto sencillo y, no obstante, este tipo de operaciones de sentido es casi inencontrable en la mayoría de las series que vemos a diario.
Es interesante observar el arco dramático de los dos retoños, Aitor pasando de estar muy próximo a su padre hasta que percibe la peligrosa herencia conductual que reproduce con espeluznante naturalidad, para terminar desviándose hacia la orilla de Miren. Jon, más cercano a su madre, buscará a tientas un camino de comprensión que pueda arrimarle, a pesar de los pesares, a un padre del que sigue necesitando aprobación.
La serie no cae en el dogmatismo y, como en Anatomía de una caída (Justine Triet, 2023), es muy consciente de lo difícil que resulta demostrar unos hechos ocurridos a puerta cerrada y que dependen de las versiones opuestas de los dos únicos intervinientes/testigos. Y en ese terreno incierto, además de hablar sobre asuntos como el consentimiento, el miedo cerval a contar la verdad o la maleabilidad de los recuerdos, los guiones se encargan de cargar de razones a las dos partes, pues presentan la pervivencia de determinadas ‘tradiciones’ o a una figura paterna que quiere a sus hijos, que actúa movido por una concepción totalmente errónea del amor y que, además, es un ejemplo de éxito, un tipo alejado de los perfiles psicopáticos con que la ficción ha asociado a esta clase de personajes. Iñigo no es un monstruo, es alguien normal.
Además, se van mostrando una serie de comportamientos y de costumbres naturalizadas por la sociedad, y por sociedad entiéndase desde la familia hasta los tribunales, que la serie cuestiona y que quedan registradas en una abominable frase pronunciada por la hermana de Iñigo, encarnada por Elisabet Gelabert: “Y qué vamos a hacer, ¿condenar a todos los hombres mayores de sesenta años?”.
Eso sí, en Querer hay una clara toma de posición, certificada por un sobrecogedor final que da cuenta de la constante incertidumbre y del miedo atroz con el que se ven obligadas a convivir todas esas mujeres violentadas que no estarán tranquilas hasta que sus exparejas tengan miedo de que la pastilla de jabón se les caiga de las manos o las parta un rayo.