El guionista Will Tracy (El menú, Succession) y el veterano cineasta Stephen Frears (productor ejecutivo y director de tres de los seis episodios de esta miniserie) nos sitúan en un ficticio país centro-europeo acaudillado por una canciller autoritaria, paranoica y ajena a la realidad de sus más súbditos que conciudadanos.
La Elena Vernham que interpreta con arrolladora entrega Kate Winslet se debate entre las inseguridades de quien ve a un traidor (o a un inútil) en cada sirviente y la determinación de aquellos que se saben incuestionables en virtud de un poder heredado y omnímodo.
Esa combinación entre estulticia y fragilidad es la misma que gobernaba el comportamiento de la eterna vicepresidenta Selina Meyer (Julia Louis-Dreyfus), cuyo temperamento se asentaba sobre una autoridad incontestable respaldada por una toma de decisiones apresurada y vehemente, nunca por el conocimiento o el saber otorgado por la experiencia. Si no han visto Veep (Armando Iannucci, 2012-2019), ya tardan.
El resorte dramático que activa la confusa sátira política creada por Tracy lo encarna el cabo Herbert Zubak (Matthias Schoenaerts), militar de pasado violento rescatado de su cautiverio por una líder autodiagnosticada de micofobia que necesita a un ‘valiente’ que mida constantemente los índices de humedad de cada estancia del palacio en el que vive ante una posible invasión de moho mortífero.
La serie de HBO Max se nutrirá de la ciclotímica relación entre ambos y de las tensiones geopolíticas que zarandearán un país rico en cobalto y estratégicamente situado en el corazón de la vieja Europa y, por lo tanto, codiciado tanto por los Estados Unidos como por China —dique de contención para la expansión de la amenaza roja o puerta de entrada a occidente para el gigante asiático—.
Los guiones de Tracy entrelazan ambas disposiciones argumentales, porque los designios del corazón y la gestión política son aquí la misma cosa.
La canciller asume que siempre actúa guiada por sentimientos puros en otro gesto más que magnifica su capacidad tanto para autoengañarse como para colorear a voluntad una realidad inventada, que nada tiene que ver con lo que sucede más allá del enrejado de su palacio.
Un espacio que abandona en contadas ocasiones y que se convierte casi en el único escenario de la función (burbuja de seguridad que solo será perforada en el último episodio).
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Así, su admiración por Zubak mudará en desprecio, regresará convertida en fogosa pasión y terminará en (falso) sacrificio patriótico en aras de la conservación del poder consagrado a un amor superior, el amor a la patria (en realidad, la canciller lo único que desea es no ceder la vara de mando).
Este esquema también se aplica al devenir político de la pequeña nación, ahora dejándose querer por la Casa Blanca, luego parapetándose en una autarquía de corte stalinista para, finalmente, quedar a merced de las élites económicas siempre al servicio de los intereses del mercado.
Y en mitad de ese ondulante recorrido, conspiraciones para derrocar a la suprema líder, purgas bien disimuladas, desvaríos nacionalistas, desamortizaciones a costa de las élites económicas, revueltas proletarias y golpes de estado de baja y alta intensidad.
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Sucede que esos bandazos sentimentales e institucionales se apropian de unos guiones que nunca tienen claro ni el tono ni los objetivos de su sátira. Los diálogos afilados infligen heridas superficiales que se infectan de humor escatológico y viscosidad sexual en la mejor tradición de la escuela Iannucci (In the Loop, La muerte de Stalin).
Solo que aquí en lugar de enturbiar el panorama decoran situaciones grotescas que no surgen tanto desde el equívoco o a causa del error de cálculo como por un deseo apriorístico de cargar las tintas (la serie es un tanto burda y previsible).
El resumen bien podría ser que mezclar The Thick of It (Armando Iannucci, 2005-2012) con El dictador (Larry Charles, 2012) no terminó siendo una buena idea.
En lo visual, Stephen Frears adopta una estética ‘totalitarista’ ya desde el piloto, buscando composiciones que equiparen la figura de Vernham a la de una diosa omnipotente (y caprichosa).
Kate Winslet, también productora ejecutiva, refrenda esas elecciones visuales con una actuación no menos dictatorial, apropiándose del show y brillando especialmente cuando da rienda suelta a su enfado desplegado en largos monólogos salpicados de insultos.
Atención, también, al diseño de vestuario de Consolata Boyle —la indumentaria pegándose al carácter de la jefa de la república— y a un diseño de producción que a veces parce mirarse en la Freedonia de Sopa de ganso (Leo McCarey, 1933).
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Si la canciller asume las derivas de autócratas ilustres y de aspirantes a sátrapas —las purgas stalinistas, las paranoias víricas de Putin o la copia de su discurso con respecto a la invasión de Ucrania, el culto a la propia imagen Kim Jon-un style, el populismo mileista o esa intersección entre el uniforme mussoliniano y la asesoría rasputiniana que representa Zubak— su cadencia oral recuerda a la de Margaret Thatcher (también su habilidad para retorcer los acontecimientos y adecuarlos a sus intereses).
La miniserie sobrevive gracias a la voluntad y al talento de Winslet —esos mohínes, esos labios que van ladeándose a medida que se siente más y más incómoda—, quien brega por mantener en pie una serie que no encuentra el tono intermedio entre la sátira política y la parodia vulgar.
Su narración, entrecortada por marcadas elipsis entre episodio y episodio, se antoja atropellada y esas cesuras sirven para articular tramas capitulares más o menos autónomas.
El estilo fijado por Frears —continuado por Jessica Hobbs en los tres capítulos que le corresponden— apenas presenta variaciones sobre la formulación original (esas tomas oblicuas para señalar que las cosas se tuercen), tornándose rutinario a fuerza de tanta repetición.
Con El régimen uno vuelve a tener esa molesta sensación de que la buena prensa de la que gozan las series de televisión hoy en día —sumada al hecho de que a los espectadores les supongan una mayor inversión de minutos y a las plataformas un plus de rentabilidad— provoca que lo que daría para un largometraje compacto termine siendo una miniserie plagada de situaciones idénticas: las conspiraciones del gabinete, la dubitativa traición de Agnes (desaprovechada Andrea Riseborough), las reuniones en el invernadero, las visitas al cadáver del padre, etc.
Si la repetición es un elemento fundamental para articular los relatos seriales, no lo es menos que si carece de diferentes modulaciones (el viejo esquema tema + variación) se hunde en el tedio.
Es más, muy probablemente, en los formatos cortos (como es el caso) su mal empleo todavía se hace más llamativo, puesto que entre los objetivos de una miniserie no figura la creación de una atmósfera familiar que necesita de la longevidad para asentarse, antes bien, necesita de un mayor dinamismo, de una mayor variedad que aquí, por desgracia, no se da. Una lástima.