1. ¿Es Succession un éxito?
En términos cuantitativos, incluso para un canal de cable como HBO que atiende a un público potencialmente inferior al de las plataformas o la televisión generalista en abierto, la última temporada de la serie creada por Jesse Armstrong está lejos de los grandes hits de la firma. El capítulo final fue visto por 2,9 millones de espectadores, muy lejos de los 9,3 del series finale de Juego de tronos o de los 8,2 de The Last of Us (las cifras son de Estados Unidos). Se aproxima más a una serie de nicho que a una popular. Sin embargo, la audiencia no es el único valor que determina el éxito de una producción.
Desde su estreno, que tuvo lugar el 26 marzo, y hasta su cierre definitivo el pasado 28 de mayo, Succession ha tenido una amplísima presencia en los medios de comunicación y, desde una óptica seriéfila, ha dominado la conversación social en redes a lo largo de diez semanas.
Además, y salvo muy contadas excepciones, la recepción crítica que ha tenido la saga de los Roy ha sido inmejorable, hasta el punto de que no son pocos los analistas que la sitúan en la estela de los grandes logros del canal entre los que figuran series respaldadas por la audiencia como Los Soprano (David Chase, 1999-2007) y otras como The Wire (David Simon, 2002-2008) o Deadwood (David Milch, 2004-2006), que contaron con muy pocos fieles durante su emisión pero que revivieron tras sus lanzamientos en DVD (sobre todo la primera) y que gozaron de un incontestable apoyo por parte de los llamados prescriptores. A nivel de imagen de marca, Succession es subidón de prestigio.
2. ¿Es Succession una serie relevante?
Para calibrar si la serie producida por, entre otros, el director Adam McKay y el actor Will Ferrell es digna de merecer un espacio en el panteón de la historia de la televisión, es necesario entresacar cuáles son esas cualidades que le permiten brillar entre el maremágnum de grisura que decora el panorama audiovisual. Lo haremos atendiendo, principalmente, a su temporada final, si bien aprovecharemos el presente texto para recuperar los amplios análisis que les hemos dedicado a las tres tandas de episodios precedentes.
En primer lugar, la teleficción estadounidense posee una estética sin duda muy particular que la aleja de un modelo de ficción televisiva que busca que las imágenes sean lo más nítidas y legibles posibles. Sustentado en el uso de la cámara en movimiento, el reencuadre continuado y los zooms, que cristalizan en una puesta en escena briosa reforzada por un montaje espasmódico, el trabajo visual de Succession es, en puridad, una traducción formal del permanente estado de convulsión en el que viven sus protagonistas, Kendall (Jeremy Strong), Roman (Kieran Culkin) y Shiv Roy (Sarah Snook).
Ya sea por saber cuál de los tres heredará el emporio paterno, ya sea por conservar el control de la corporación y evitar que caiga en manos de la empresa tecnológica GoJo tras la pertinente fusión, los hijos de Logan Roy (Brian Cox) y todo el enjambre de personajes satélites que zumba a su alrededor siempre dispuesto a agasajar a la posible abeja reina, viven en una zozobra constante.
Esa concepción volcánica que se derrama por todo el imaginario de la serie -un diseño visual vehemente que no da respiro al espectador, que se le impone por frenesí- parece emerger de la propia conducta de Logan Roy, figura patriarcal que tutela la dramaturgia, pues su desarrollo y puesta en forma son tan tiránicos como el mandamás de Waystar Royco, muchas veces incluso a su pesar, puesto que el ritmo al que se nos somete impide ver el cuidadísimo trabajo compositivo que hay detrás de cada secuencia.
Al igual que los Roy apenas pueden balbucear algo bueno sobre su padre –un Cronos contemporáneo, todo furia, todo ambición, menos escrúpulos que Hannibal Lecter en La isla de las tentaciones– los espectadores tendrán complicado entrever las virtudes caligráficas de la serie. Sin embargo, y aunque se nos puedan escapar numerosos detalles, la forma en Succession es fundamental para generar procesos de identificación con unos personajes que no pueden estar más alejados de nuestra realidad.
El ritmo al que se nos somete impide ver el cuidadísimo trabajo compositivo que hay detrás de cada secuencia
En una propuesta armada a partir de bloques conversacionales (reuniones, comidas, negociaciones), la proximidad de la cámara (hay un trabajo obsesivo con las escalas cortas) y las decisiones de puesta en escena y montaje antes referidas provocan que cada uno de esos encuentros se transforme en una especie de vórtice que absorbe la mirada del espectador, colocándolo con asombrosa precisión en el interior de un drama que muchas veces no comprende (toda la jerga de exalumno de la ESADE que embadurna cada capítulo).
De haber recurrido a un look más clásico –en consonancia con los espacios ordenados y rectilíneos en los que todo sucede– difícilmente se hubiese logrado tal grado de conexión con el público, sobre todo porque dramáticamente está en las antípodas de títulos como The Good Wife (esta no es una serie elegante) y porque el estilo de sus diálogos no compensa la velocidad y la densidad de su contenido con la claridad expositiva de El ala oeste de la Casa Blanca (esta no es una serie aspiracional, se mueve entre la sátira y el cinismo). Esa es una de las grandes apuestas de Succession y no es casual que alguien como Adam MacKay, un tipo que ha dirigido La gran apuesta (2015) y El vicio del poder (2018), marcara la pauta a seguir en el capítulo inicial.
3. ¿Cuáles son los hallazgos visuales de Succession?
Aunque la tanda de episodios final sea la menos pulida de todas, deja un puñado de detalles para tener en cuenta. Es cierto que no hay secuencias tan brillantes como la del clímax de la tercera temporada, ni un eco tan potente como el que se produce entre el arranque de la segunda entrega y su final, pero si prestamos atención encontraremos unas cuantas ideas que funcionan por sedimentación y por asociación con todo lo anterior.
Cuando analizamos la temporada inaugural, aquella en la que Logan Roy esclavizaba psicológicamente a su rebelde hijo Kendall, apuntábamos que siempre aparecía en una posición dominante frente a los miembros de su clan. Pues bien, pese a la desaparición del patriarca en el primer tercio de este réquiem en diez movimientos, su presencia se extenderá hasta el cierre definitivo. Unas veces de manera explícita (el video para la presentación de Living +, su funeral, la constante aparición de su nombre en las conversaciones: ¿qué hubiera hecho papá?), pero siempre de manera implícita.
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¿Cómo? Pues principalmente desnivelando la composición de los encuadres, sobre todo cuando se filman planos individuales, de manera que ningún personaje ocupe el centro del cuadro, sometiéndolos a un desplazamiento lateral que abre un espacio por el que se filtra una gran masa de aire: además de evidenciar que ni Kendall, ni Shiv ni Roman están equilibrados, ese espacio vacío, casi siempre desenfocado, remite al causante de esa inestabilidad que tiene a sus tres hijos como si hubiesen confundido un cable eléctrico con una piruleta (repasen toda la secuencia del funeral en "Church and State").
Cuando las composiciones son colectivas -y a pesar del movimiento continuo- los distintos realizadores (con Mark Mylod a la cabeza) agrupan a los personajes por grupos en función de las alianzas, siempre puntuales, que se establecen entre ellos, o procuran fijar desde su posición en el encuadre qué tipo de relación mantienen en cada instante. Por ejemplo, en "Living +", cuando Kendall prepara su discurso para presentar la nueva iniciativa inmobiliaria de la compañía, sus dos hermanos no están muy conformes con las cifras que maneja, de modo que se forman dos bloques (Shiv y Roman en uno y Kendall en otro) que funcionan por oposición (plano/contraplano).
Cuando Roman afirma que, pese a las dudas iniciales, apoyará a su hermano mayor, el plano de conjunto se rompe y la cámara traza movimientos en diagonal entre él y su hermana para evidenciar su tenso desacuerdo, evitando mostrarlos juntos. A poco que analicen los duelos dialécticos entre los tres hermanos repararan en cómo la disposición de los actores en el plano y el uso del foco define el estado de las cosas.
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Ahí está esa reunión en la terraza de la casa materna en el capítulo final, cuando Shiv se muestra orgullosa tras haber logrado la fusión con GoJo, garantizándose el puesto de CEO y dejando con el culo al aire a sus hermanos: al inicio los dos hombres presuntamente derrotados aparecen juntos, ella separada por corte de montaje; Roman se moverá hasta una butaca, se registrará ese desplazamiento, pero la cámara se quedará con Shiv y Kendall para mostrarnos su disputa (cortantes planos y contraplanos), cerrándose la secuencia con un plano general –¡en esta serie las grandes escalas siempre son importantes!– con la pelirroja rompiendo la unión de los dos hermanos, pues ella (en el centro) será la que herede la empresa (o eso parece en ese momento).
Hemos señalado al inicio de este epígrafe que en Succession hay un trabajo de sedimentación. Si atendemos a sus últimos diez capítulos veremos cómo los creadores recuperan pasajes, personajes y motivos visuales del pasado a modo de potentes resonancias. El homicidio involuntario en el que Kendall se ve inmerso en la temporada inaugural será el argumento que esgrima Shiv para retirarle su apoyo.
La irrupción del candidato republicano a la presidencia, Jaryd Mencken (Justin Kirk), un personaje que no aparecía desde el ecuador de la tercera temporada, da un nuevo giro a los acontecimientos y nos recuerda qué papel juegan los Roy en este mundo. El icónico abrazo de los tres hermanos Roy que veíamos en "All the Bells Say" se recupera aquí en versión tenebrista para indicar un cambio en el estado de las cosas: si el primero era luminoso y suponía el colofón a un acto de sinceridad seguido de una demostración de apoyo fraterno, el segundo no solo es una señal de duelo sino el oscuro presagio del mal que ha de venir y de la futura desunión (el choque cromático entre ambos es notorio).
4. ¿Es Succession una serie en la que todos los hermanos pierden?
Por no abandonar las cuestiones fraternales, vayamos a ese desenlace en el que parece que, perdido el dominio de la compañía, ya no queda más que asumir la derrota. Sin embargo, hay un par de apuntes visuales que señalan la existencia de un ganador moral, de alguien que, al menos por una vez ha sido capaz de aceptar que, básicamente, es un inútil. Un inútil con dinero, pero inútil, al fin y al cabo. De hecho, ese es uno de los grandes problemas de base de Succession, el hecho de que cualquiera de los tres hermanos pueda hacerse con el mando del conglomerado mediático más grande Estados Unidos.
Esto no tiene que ver únicamente con cuestiones conductuales o psicológicas, sino con el hecho de que ninguno de los tres demuestra en ningún momento un mínimo grado de preparación o de experiencia para hacerse con las riendas de la compañía. De hecho, son sus subalternos (Frank, Karl, Gerri, Karolina, Hugo) los que, en la sombra, se encargan de que todo funcione, de que los números cuadren y de meter los marrones en lejía. Otra cosa muy distinta es afirmar que los personajes no tengan un arco de transformación.
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Lo tienen, solo que no responde a la evolución habitual, sino que más bien adquiere una forma sinusoidal, de manera que Kendall pasa de temer a su padre a enfrentársele y luego a decaer de nuevo, Roman de tomar las riendas de la televisión y tergiversar unos resultados electorales a romperse en el funeral de su progenitor, Shiv de romper con su marido a seguir con él por interés económico-empresarial y Connor (Alan Ruck) de pelear por su candidatura a la presidencia pese a su irrelevancia a cederla para granjearse un futuro mejor.
Ciclotimia pura que se desata en un contexto de inseguridad contagiosa, lógica en un entorno en el que la toma de decisiones conlleva, en la mayoría de las ocasiones, la defenestración. En ese panorama incierto, la muerte de Logan Roy en el tercer episodio se constituye como el epítome de la serie. Desde que se notifica el incidente hasta que se confirma su deceso, pasan casi 20 minutos (narrativos).
Esa dilatación temporal sirve para adentrarnos en el reinado de la confusión que domina una empresa como Waystar Royco y que está directamente relacionado con la falta de decisión, conocimientos y preparación de unos hijos que no es ya no que no sepan qué hacer, sino que discuten entre ellos para decidir si su padre ha muerto o no, como si la naturaleza fuese ajena a sus deseos. Por eso, cuando Roman asume que “we are bullshit” refrenda la posición moral que las imágenes ya le habían concedido con antelación.
¿Qué imágenes? La primera la encontramos en el cierre del noveno episodio, cuando el pequeño de los Roy se sacrifica en público holocausto dejándose atropellar por la turbamulta que protesta en las calles por los resultados electorales. Es el único de toda esa casta de milmillonarios que sufrirá las consecuencias de sus actos (en un mundo poblado por gente que toma decisiones cuyas secuelas nunca le afectarán), que bajará a la calle al final de un episodio que arranca con él mismo ensayando un discurso en su habitación, situada en lo alto de un rascacielos (entre ese inicio y ese desenlace hay un descenso físico y simbólico tremendamente significativo).
A ese poner los pies en la tierra súmenle un plano inusual en la serie situado en el capítulo final, un marcadísimo picado que nos muestra el reflejo de Roman sobre el cristal de una mesa -recordamos aquí la importancia de este tropo en la serie- y que al tiempo que muestra su situación de bloqueo, anticipa su cambio de postura (es una toma a contracorriente, extraña, como si viniese a marcar un antes y un después en la evolución del personaje).
Asumidas sus limitaciones, el pequeño de los Roy se despedirá con un brindis y una media sonrisa, un final más amable que el de sus dos hermanos: Shiv resignándose a seguir con Tom (Matthew Macfadyen) para mantener su estatus, Kendall mirando el vacío, quien sabe si pensando en lanzarse al mar para acabar con una vida que carece de cualquier propósito (Ken al borde del abismo podría ser el tagline de uno de los motivos visuales recurrentes de la serie).
Por cierto, el penúltimo plano de la serie rima con el plano final de los títulos de crédito, un genérico en el que las imágenes del pasado se mezclan con las del presente, y que, al igual que sucede con la música compuesta por Nicholas Britell, una aleación entre suite de piano y samples electrónicos, refleja la pugna entre lo viejo y lo nuevo, entre el padre como ejemplo de selfmade man y los hijos como cachorros amamantados en alguna de las universidades de la Ivy League.
Esa última toma supone la constatación de que Kendall Roy ha sido incapaz de continuar con el legado de su padre, de que las diferencias que les separaban (ya presentes en ese choque de texturas de los créditos) son definitivamente insalvables, por eso mientras Logan tiene delante a sus empleados, Kendall solo puede contemplar una nada inmensa. Misma figura, distinto paisaje, peor futuro.
5. Argumento y referencias en Succession
Analizar el argumento de la producción de HBO es bastante sencillo. De hecho, si regresamos a la muerte del pater familias y recuperamos los conceptos de dilatación e incertidumbre, podemos definir la serie a la perfección. Y es que, en realidad, en Succession apenas pasa nada, la tensión y la progresión dramática surgen del aplazamiento de una decisión.
Pasamos de un proceso de sucesión (quien heredará la corona de Logan), a otro de usurpación (Kendall quiere tomarla por la fuerza) a uno nuevo de fusión (Logan, primero, y sus hijos, después, negocian la venta al gigante tecnológico GoJo) que se altera cuando se abre un vacío de poder tras la muerte del padre. ¿Acaso diez episodios para decidir si los Roy ceden ante Lukas Matsson (Alexander Skarsgård) o retienen la empresa familiar no son muchos?
Probablemente sí, pero ese es el ADN de la serie, partir de una premisa escueta que desestabiliza las estructuras de poder y desanuda los lazos afectivos entre los implicados, pues el instinto de supervivencia, su interés por controlar la compañía o retener el puesto de trabajo son más importantes que cualquier otro tipo relación, de ahí que las alianzas fluctúen constantemente en aras de garantizarse un buen porvenir laboral. Se hacen y se deshacen los acuerdos entre los hermanos, el matrimonio entre Tom y Shiv es un Guadiana emocional y otro tanto sucede con la amistad entre Greg (Nicholas Braun) y Tom.
Al final, tramas y subtramas giran en torno a la dominación, la traición y el control de la información. De hecho, son esos pequeños hilos argumentales los que sirven para renovar una serie monotemática, como ocurre con toda la cuita electoral que se concentra en los episodios séptimo y octavo (y tangencialmente en el noveno) que introduce nuevas variaciones sobre el mismo tema, un modelo compositivo que Succession ha demostrado aplicar con maestría.
Si en lo formal, partiendo de una base estética, ha conseguido encontrar nuevas maneras de plasmar los perfiles que puede adoptar el poder, en lo temático ha hecho otro tanto. El duelo por la presidencia entre Jeryd Mencken y Daniel Jiménez (Elliot Villar) no solo nos enseña la fractura que abre en canal los Estados Unidos postrumpistas –mostrándonos ese estado de agitación violenta que emparenta esta season finale con la última temporada de The Good Fight– sino que, además de señalar sin ambages cómo las grandes corporaciones de medios, de las que forman parte las élites del país, son las que controla los gobiernos, apunta que el modelo político y comunicativo impuesto por el expresidente republicano ha abierto una grieta quien sabe si irreparable (y aquí Succession le guiña un ojo a The Loudest Voice).
Trump y Logan Roy han muerto, pero su nefasto legado sigue más vivo que nunca. El halo fúnebre que recorre la temporada final de Succession también puede verse como el entierro de una idea de país destruida tras el asalto al Capitolio.
Las referencias a series políticas como las arriba citadas deben ampliarse a The Thick of It (Armando Iannucci, 2005-2009), de la que Armstrong toma prestados los diálogos soeces y el gusto por la improvisación procaz asociadas a un entorno caníbal, político en la primera, empresarial en esta (Armstrong y el guionista y productor Tony Roche formaron parte del equipo de la famosa serie británica).
Ahora bien, detrás de tanta verborrea indecorosa late el espíritu de las tragedias shakespearianas, ya sea en su versión original (desde el inicio ya dijimos que esto era una reescritura de El rey Lear) o en el de reformulaciones posteriores como El padrino (Francis Ford Coppola, 1972).
Del clásico de Coppola se replica el gusto por los rituales -bodas y funerales- y no pocos de sus tropos visuales (imagen), solo que apenas hay respeto por los códigos de lealtad que mantienen unida a la familia y el único ejemplo a seguir es el de Fredo Corleone (John Cazale), el traidor por antonomasia y un dechado de inutilidad. De todos modos, a quien esto firma le gusta pensar que el padre todavía no reconocido de Succession es La torre de los ambiciosos (Robert Wise, 1954). Finiquitados los Roy, aquí tienen un buen motivo para seguir el rastro de la codicia.