"Puedes engañar a todo el mundo algún tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo".
Poco importa que la frase pertenezca (o no) a Abraham Lincoln, para el caso que nos ocupa casi mejor si la atribución es falsa, puesto que lo relevante es su significado y no su procedencia. La resistencia ante tal aseveración, revestida de esa solidez granítica que siempre envuelve a las imposibilidades, ha sido puesta a prueba por un puñado de tipos singulares que han intentado demostrar que la estulticia es una cualidad tan extendida como el agua potable y que si a la multiplicación del empeño uno le resta los escrúpulos y le añade una buena dosis de intuición, puede tangar a medio mundo.
Al final, el factor tiempo —o el hecho de no morirse con lucida premeditación antes de que les trincasen— hizo su labor y evitó que los más listos de la clase desautorizaran a Lincoln demostrando que se puede engañar a todo quisque todo el rato. De hecho, si no hubiese sido por la crisis financiera de 2008 provocada por la debacle de las hipotecas subprime, Bernie Madoff hubiese puesto de manifiesto que la máxima era falsa o que, al menos, él era la excepción que confirmaba la regla.
En Madoff: el monstruo de Wall Street, la docusuerie de cuatro episodio dirigida por Joe Berlinger para Netflix, se desentrañan las operaciones fraudulentas, la sucesión de fallos sistémicos y los tejemanejes llevados a cabo por un ramillete de grandes fortunas y entidades financieras, todos ellos englobados en una estafa piramidal sin precedentes (al menos en cuanto a volumen) orquestada por Madoff a lo largo de 45 años. Vale, no nos engañó a todos todo el tiempo, pero asumamos que el embuste estuvo a un tris de ponerse como ejemplo de savoir faire en las facultades de economía de medio mundo.
Preso de un terrible miedo al fracaso causado por los continuos descalabros de su padre, este judío de Brooklyn cuyas cenizas descansan en el despacho de un abogado siempre tuvo claro que prefería mentir antes que confesar una derrota. El documental de Berlinger repasa su fulgurante carrera como asesor de inversiones desde los años 60 hasta su encarcelamiento (en diciembre de 2008) y posterior fallecimiento en 2021, así como las consecuencias familiares y humanas provocadas por su estafa.
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Un fraude tan viejo como su creador, Carlo Ponzi, que consistía en abonar las ganancias de los primeros inversores incluidos en su cartera de clientes con el dinero de aquellos que iban llegando después en lugar de con sus beneficios reales. Porque inversiones, lo que son inversiones, ni Madoff ni sus trabajadores hicieron ninguna en más cuatro décadas. ¿Cómo fue posible, entonces, que nadie dijese nada, que nadie se diera cuenta del engaño?
Al final de los episodios tercero y cuarto asistimos a dos momentos especialmente relevantes dentro de un documental que se sigue como un podcast adictivo, primero porque maneja información de primera mano (intervienen desde la secretaria de Madoff hasta los agentes del FBI que participaron en la investigación, pasando por periodistas especializados y expertos agentes bursátiles); después porque organiza bien el material de archivo para contextualizar la historia y, por último, porque encadena testimonios e información con ritmo febril (a lo que ayuda en gran medida la música de Serj Tankian).
En todo caso, casi como si se nos quisiera recordar que el antecedente primordial de la televisión es la radio, el apartado visual se pone al servicio del torrente oral que ordena esta suerte de informe pericial incontestable y categórico. Hay, sin embargo, un detalle de puesta en escena que conviene no pasar por alto y que, en cierto modo, impugna lo que acabamos de afirmar. Además de la larga lista de testigos que comparecen ante la cámara de Berlinger y del material de archivo que complementa o amplía sus declaraciones —especialmente jugosas son las declaraciones del Madoff ya encarcelado en las que, entre otras cosas, acusa a sus clientes de avariciosos—, el realizador de Bridgeport reconstruye la agitada vida de las oficinas de Bernard L. Madoff Investment Securities.
Ahora bien, en esa dramatización con actores que por momentos se aproxima a la caricatura grotesca, hay una total ausencia de voz, como si las intervenciones de expertos y afectados dieran forma a esas imágenes de segunda mano —manufacturadas por Berlinger— y el filtrado de esas experiencias cristalizase en un retrato que mezcla terror, parodia y extravagancia.
En los compases finales de los episodios tercero y cuarto a los que hacíamos referencia más arriba, esa operación se adivina decisiva, cuando el Madoff interpretado por Joseph Scott se sale de escena y nos muestra el backstage del plató sin abandonar su personaje (capítulo 3) o cuando asistimos al desmontaje del set en el que se ha rodado esa ficción (capítulo 4), quedando la mascarada al descubierto, equiparando la dramatización de los hechos a su propio desarrollo, pues el caso Madoff no fue otra cosa que una pantomima de dimensiones milmillonarias.
Si el documental intenta reconstruir la mentira que todos, desde la Comisión de Bolsa y Valores (SEC) hasta bancos como J.P Morgan o fondos de inversión, creyeron y ayudaron a difundir, su traducción en imágenes adquiere unos contornos que se contradicen con la sequedad de los declarantes, una adustez que unas veces cobra tintes de vengativo enfado (Harry Markopolos denunció a Madoff ante la SEC en 1999 y no le hizo caso ni el bedel de New York Stock Change) y otras se viste de angustioso arrepentimiento (baste ver a aquellos afectados que no solo perdieron sus ahorros sino que tuvieron que abandonar hasta sus casas).
La verdad (la voz) va por un lado, y la mentira (la imagen) por otro. Y hay una evidente disociación entre ambas como la hubo entre la imagen con que Madoff se presentó al mundo y la realidad de sus (inexistentes) operaciones comerciales.
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Por lo demás, la producción de Netflix se sigue con estupefacción y miedo. Estupefacción porque asistimos a episodios de una estupidez supina en los que la incompetencia y la veneración se nos presentan como los padres de la negligencia: Madoff firmando su capitulación, entregándole a la SEC su número de cuenta DTC en el que NO estaban registradas las operaciones que afirmaba haber hecho, lo que le hubiese llevado a la cárcel de inmediato, y los peritos de la comisión no comprobando los datos porque si una estrella de las finanzas nos daba carta blanca para husmear en sus asuntos era imposible que nos estuviese engañando.
Miedo porque los expertos nos dicen que esto volverá a ocurrir, que al idolatrado Bernie, al tipo que nunca generaba pérdidas y movió el dinero de personalidades como Steven Spielberg, John Malkovich o Larry King y de entidades como el Grupo Santander o el HSBC, lo pillaron por un desajuste coyuntural. Y que, no lo olvidemos, sus apoyos institucionales, con J.P. Morgan y grandes inversores como Jeffrey Picower o Stanley Chais a la cabeza, se limitaron a pagar una multa y a seguir contando billetes (bueno, Picower no, porque lo encontraron muerto en su piscina).
Porque Madoff, al que se describe como sociópata financiero y un "financial serial killer", adaptó a su tiempo un modelo de fraude que llevaba años patentado, pero necesitó del soporte continuo para mantenerlo con vida 45 años, causando un reguero de víctimas cuyos cadáveres, al contrario que en los homicidios comunes, empezaron a aparecer después del inicio de la investigación: es lo que tienen los delitos de guante blanco. Dado que la historia se repetirá, recuerden lo que dijo Kevin Bacon, otro de los afectados por el fraude: "si algo es demasiado bueno para ser verdad; sí, es demasiado bueno para ser verdad"