Gracias a un caso extraordinario de impuntualidad británica -nos referimos, claro está, a la casi olímpica postergación del Brexit- todavía podemos decir que Criminal es un proyecto paneuropeo desarrollado para Netflix por George Kay (integrado en los equipos de guion de series como Killing Eve o The Hour) y Jim Field Smith (director de la descacharrante The Wrong Mans). Se trata de 12 episodios ambientados en cuatro países diferentes -Reino Unido, Alemania, Francia y España- a razón de tres capítulos por país. Cada área geográfica tiene su propio equipo técnico y artístico y los cuatro bloques no guardan relación argumental entre ellos. Aunque quien esto firma solo tiene intención de abordar la parte española del asunto, también ha visto los primeros episodios de los otros tres países para determinar si, más allá de las diferencias entre las historias, existían similitudes de otra índole.
La primera, y más evidente, es que los doce episodios han sido rodados en la misma localización, una comisaría construida en el hub que Netflix inauguró en Tres Cantos el pasado mes de abril. La segunda, otra perogrullada, es que todos los bloques tienen una estructura idéntica: un grupo de policías de distinto rango interrogan a un sospechoso al que deben sonsacarle la verdad. A partir de esa idea matriz y de la reiteración de algunas pautas de comportamiento de determinados personajes -ambición y rencillas profesionales, relaciones sentimentales, excesos de autoridad- cada nacionalidad desarrolla sus propios casos añadiéndoles, en ocasiones, matices que conectan con la realidad del país en cuestión y que tratan de romper con la uniformización a la que remite ese escenario único. Las secuelas del atentado en Bataclan, la pervivencia de las consecuencias de la caída del muro de Berlín o los atentados islamistas en España, bien valen como ejemplos.
También es reseñable que, aunque Kay y Field figuran como creadores del concepto -amén de supervisores de su desarrollo- y como autores de los tres capítulos británicos, las otras nueve partes vienen firmadas por guionistas y cineastas contrastados. Así, en Alemania, la realización corre a cargo de Oliver Hirschbiegel (El hundimiento, El experimento) y el libreto es obra de Sebastian Heeg y Bernd Lange; mientras que, en Francia, Frédéric Mermoud que ya tenía experiencia con el policíaco (Cómplices), dirige los tres episodios escritos por Mathieu Missofe y Antonin Martin-Hilbert (ambos han trabajado, por ejemplo, en Zone Blanche). La aparición de nombres más o menos conocidos se traslada también a un casting en el que aparecen David Tennant (Doctor Who, Jessica Jones), Hayley Atwell (Agent Carter, Christopher Robin) y Katherine Kelly (Happy Valley, Gentleman Jack); Natalie Baye (Sauf qui peut, la vie; El amante del amor), Laurent Lucas (Los demonios, Crudo) y Jeremie Renier (El niño de la bicicleta, El amante doble) o Nina Hoss (Barbara, Phoenix, Homeland) y Peter Kurth (Babylon Berlin, Goodbye Lenin),… Sirva este largo listado para dar fe de la relevancia de unos intérpretes de procedencias muy dispares (y para que busquen títulos como locos en IMDB y constaten de donde viene cada uno).
Criminal España (spoilers a full)
La parte española de Criminal la forman el realizador Mariano Barroso, que dirige los tres episodios, y Alejandro Hernández y Manuel Martín Cuenca como guionistas. Antes de desmenuzar la serie, cabe constatar que los tres han constituido un grupo de trabajo estable que tiene en Hernández el punto de unión, puesto que el guionista cubano ha escrito o coescrito los guiones de la mayoría de los últimos trabajos tanto de Barroso, desde Hormigas en la boca (2005) hasta El día de mañana (2018), como de Martín Cuenca -de El juego de Cuba (2001) a El autor (2017)- que, en este caso, no se coloca detrás de la cámara (las fotografías de Hernández y Martín Cuenca aparecen, por cierto, en el primer episodio, presten atención).
Como si de un plano situación se tratara, Criminal (España) propone un esquema que combina elementos fijos y variables. En el orden de lo permanente figura la ya citada comisaría, que a su vez se divide en los siguientes subespacios: la sala de interrogatorios, la sala de observación y un pasillo en forma de ele que da al ascensor y en el que hay una máquina de café. La galería de personajes fijos está compuesta por la inspectora jefa María de los Ángeles Toranzo Puig (Emma Suárez), los inspectores Carlos Cerdeño (Jorge Bosch) y Luisa (María Morales), el agente recientemente incorporado Rai Messeguer (Álvaro Cervantes) y el comisario Joaquín (José Ángel Egido). Aunque acto seguido analizaremos los tres casos de los que se ocupan, uno a uno, habría que apuntar que, aún tratándose de una producción muy próxima a las series de antología, hay tramas que tienen continuidad y que sobrepasan el confinamiento capitular. Así, la relación sentimental entre María, un mando superior, y su joven subalterno, Rai, se prolongará durante los tres episodios, al igual que las tensiones que surgen entre ella y Luisa, con quien rivaliza en lo profesional y en lo sexual: en el tercer episodio, cuando María y Rai parecen más distanciados, Luisa se peina como su jefa -a la que admira y envidia a partes iguales- un cambio de look que Rai nota pero que no acierta a descifrar. Además de esta trama o de los problemas asmáticos de un fumador empedernido como Carlos, la mini-serie propone, como concepto que subyace bajo los tres episodios, una reflexión en torno a la justicia, el fin y los medios que culminará, como veremos, en la última secuencia (y que funciona, precisamente, gracias a esas sutiles labores de continuidad a las que nos hemos referido).
1. ISABEL
Isabel es Carmen Machi unchained. Una pija más lista que el que escribe las preguntas de Saber y Ganar. Ella sabe, mucho, y casi siempre gana. Si está en la sala de interrogatorios es porque su hermano, la oveja negra de la familia, un tipo que siempre anda metido en asuntos turbios, anda desaparecido. Por eso y porque la policía ha encontrado restos de sangre en el sótano de su casa que pertenecen a un tal Silva, alguien con quien, al parecer, ella tuvo un encuentro sexual. Alguien que no aparece.
Pero a ella, segura de sí misma, todo eso se la refanfinfla. Tiene respuestas para todo y si no las tiene, se entrega a filosofar sobre el amor como si se le hubiera indigestado la bibliografía de Paulo Coelho y necesitara expulsar verbalmente todo ese exceso de pensamiento naif. Lo único que le preocupa es su perra Luna. Su perra y su pasaporte. Necesita el documento para poder salir de viaje y llevar a su condecoradísima dálmata a que un destacado miembro de su misma raza le entregue su simiente y así el mundo se llene de perros pijos con un pedigrí más largo que la correa de Gürtel. Todo parece ir bien para ella hasta que la inspectora jefa, esa Emma Suárez que acojona desde el susurro, toma cartas en el asunto y, a partir de las pruebas recabadas, decide falsificar una orden judicial que la faculta para sacrificar a la perra a fin de comprobar si en su estómago hay restos del supuesto hombre muerto.
Barroso planifica este primer capítulo de manera sobria, buscando la tensión a partir de los racords de miradas entre interrogadores e interrogada sin llegar al nivel de depuración de Mindhunter (Joe Penhall, 2017-?), serie con la que tiene varios puntos en común. Con todo, el mejor plano del capítulo es aquel en el que la mascota -sobre la que la dueña proyecta su psicosis- hace acto de presencia. El director de Los lobos de Washington (1999) opta aquí por un plano general, filmado en escorzo desde la izquierda del encuadre, emplazamiento que nos permite observar a la acusada de espaldas, a la inspectora y a Rai frente a ella y al perro, custodiado por otro agente (más otro que abre la puerta), en la entrada de la sala. Esa posición de la cámara rompe con la frontalidad que había sido norma en los encuadres hasta ese punto y desestabiliza la situación, amén de que permite observar el efecto que produce la entrada de la perra en su propietaria sin necesidad de verle el rostro. A partir de ahí, las tornas cambian. Isabel pierde el control, los encuadres ya no son frontales y mientras que María aparece limpia en la imagen mientras interviene, los contraplanos de la acusada siempre incorporarán parte del cuerpo de la inspectora, acorralando a la interrogada desde la composición visual. A la sólida construcción de unos guiones que siempre van in crescendo -algo muy similar a lo que hacía, en otro registro muy diferente, En terapia (Rodrigo García, 2008-2010)- añadan una planificación nada rutinaria: el capítulo se abre con un inserto de los zapatos de tacón negros de Isabel, con un pie fijo en el suelo y el otro trazando círculos en el aire, gesto indicativo de alguien muy seguro de sí mismo; cuando todo se venga abajo volveremos a ver esos zapatos, los tacones paralelos al suelo en una postura imposible, con los tobillos retorciéndose advirtiendo un desequilibrio que hará caer, metafóricamente, a la acusada.
2. Carmen
Carmen es Inma Cuesta. Inma Cuesta on fire haciéndose cargo de un papel que es un caramelo: está acusada de haber ahogado a su hermana autista, algo que ella, en principio, niega. Procede de una familia desestructurada, que vive en la pobreza, con un padre autoritario y una madre que está, pero no se la espera. El subsidio que obtienen por el trastorno de la pequeña de la casa es lo que les permite vivir. Carmen se ocupa de todo.
En un episodio en el que lo relevante no es tanto la comisión de un crimen como los motivos que impulsan a ejecutarlo -beneficio económico o compasión- el descubrimiento final de la razón primera para cometer el asesinato, y la reacción que esa confesión provoca en la presunta culpable, se prestaban a un tratamiento enfático en el que el drama lo inundara todo. Sin embargo, Mariano Barroso opta por alejar la cámara en el momento de la revelación y filmar a la inspectora y a Carmen en plano general formando una piedad, representación plástica de la virtud que quizá exige la acción de una hermana movida por el amor y limitada por los condicionantes familiares.
No es el único apunte formal del capítulo. El firmante de Todas las mujeres (2010) trata en todo momento de romper con la monotonía que podría colegirse de esa filmación en un único espacio. Solo que detrás de esas quiebras se entrevé la intención de dotar de sentido a unas decisiones visuales que no buscan simplemente el entretenimiento del espectador, que no se aburra con planos-que-duran-demasiado. Pensemos en la segunda parte del interrogatorio, cuando María pasa de las bambalinas de la sala de observación al cara a cara con Carmen. En ese momento, la cámara se coloca en un sitio en el que hasta entonces solo se había situado en un momento puntual (cuando se ve la foto de la hermana ahogada en la bañera), un eje situado a la derecha del encuadre y de la mesa. Ese cambio de posición, la reducción del tamaño de los planos, la introducción de ligeros picados y los datos facilitados por la inquirida culminarán en un picado todavía más marcado que coincidirá con la confesión -todavía parcial- de Carmen.
Además de estos detalles, desde la realización se juega continuamente con la posición de privilegio que facilita la sala de observación -mirar sin ser visto, como ese espectador al que no le afectan las tragedias que suceden detrás de la pantalla- y se insiste, sobre todo a partir de este segundo episodio, en la importancia de los soportes de registro (el magnetófono y la cámara), herramientas fundamentales para el desarrollo de una labor en la que la acumulación de información es necesaria para resolver casos y símbolo, también, de esa frialdad mecánica e impersonal que envuelve las estancias en las que se desarrolla la historia (otro punto de relación como Mindhunter, por cierto).
3. Carmelo
Carmelo Al Huzaini es Eduard Fernández puesto de coca, locuaz como un vendedor de crecepelo y listo como un contable suizo. Carmelo, de padre magrebí y madre badalonesa –“ni yihadista ni independentista”- se ha escapado de la ley más veces que Zaplana, pero como al ilustre Eduardo (Zaplana no Fernández) le ha llegado su turno. Lo han trincado con un kilo de farlopa en la mochila mientras iba de Alicante, lugar en el que se había producido un atentado terrorista, a Madrid en taxi. Tuvo un follón con el taxista, un español de café, Cope y xenofobia a granel, que se cagó en los moros a raíz de los acontecimientos, algo ante lo que él, Huzaini de apellido, no pudo contenerse. En mitad de la Mancha y sin más medio de transporte que sus dos pies y el combustible estupefaciente, Carmelo tuvo que andar mucho hasta encontrar una casa rural, solo que el propietario, que además de propietario ejercía de portera, avisó a la policía al ver un jeto tan oscuro, tan moro, tan sospechoso.
Y ahí está Carmelo con su abogada y su cara hecha un mapa, porque la policía, que lleva tiempo detrás de él, le ha pintado un Pollock en el careto. El tipo está colocado, pero controla, sabe más de derecho penal que la cátedra de Deusto y conoce al dedillo todas las triquiñuelas de los mandos de la bofia. Lo que no espera es que María -con la que tiene asuntos personales pendientes- juegue sucio. Pero ya sabemos que la inspectora no es ‘Team Gandhí’ sino ‘Team Maquiavelo’ y si en el primer capítulo se inventa una orden judicial falsa, ahora está dispuesta a cargarle a Carmelo delitos de asociación terrorista –“los atentados del 11-M se financiaron con el tráfico de hachís”- agresión a un policía, posesión de drogas… Lo que sea con tal de que esta vez no solo no se libre de entrar en chirona, sino que pase allí el mayor tiempo posible.
El episodio no se anda con medias tintas a la hora de describir la mala, delictiva, praxis policial -Carlos preparando al policía que ha agredido a Carmelo para que diga lo que tiene que decir- representada, en última instancia, por María, dispuesta a lo que sea necesario para lograr su objetivo. A esa manera de conducirse se opondrá Rai, que mantiene una relación más sexual que sentimental con ella, relación a esas alturas en vías de extinción. De hecho, Barroso enfrentará a María con varios de sus compañeros en una secuencia tomada en la sala de observación. Rai, Luisa y Joaquín se situarán frente a ella formando un triangulo -con Rai en el punto más alejado- que la posición de María transformará en un rombo: los tres primeros serán partidarios de liberar a Carmelo si éste entrega a dos peces gordos del narcotráfico como ha prometido, chantaje al que ella no está dispuesta a ceder por mucho que la fiscalía esté de acuerdo.
Como en los capítulos anteriores, a medida que la situación se tensa, las angulaciones van cambiando. En este caso, el director de Éxtasis (1996) va introduciendo ligeros contrapicados -incluyendo el borde de la mesa en la imagen- que irán acrecentándose a medida que Carmelo va cayendo en las redes de María, señal inequívoca de su incomodidad frente al desarrollo de los acontecimientos. Su último plano, mientras cita a Nietzsche (“En la venganza como en el amor la mujer es más bárbara que el hombre”), lo sitúa ligeramente a la izquierda del encuadre, con aire a su derecha, desplazado, sin ocupar el centro del plano, sin ejercer ese dominio -visual pero también dramático- sobre la situación que mostró al inicio del episodio. La despedida de María también deja otro apunte formal. Después de que Rai, que no comparte sus métodos, desarticule toda su estrategia, un movimiento de cámara de 90º la rodeará hasta colocarse a su espalda en un plano general y ver como Rai sube al ascensor y abandona la comisaría, dejándola sola en todos los sentidos posibles (también, y lógicamente, en el visual). Después girará sobre si misma y caminará hacia la pared formada por ventanales que cubre todo el pasillo y proyectará su mirada vacía al exterior. En una comisaría impoluta, sorprende ya desde el primer episodio que esos cristales estén siempre sucios. Quién sabe si la decisión de incluirlos en el último plano no será una ingeniosa señal de aviso que nos alerta sobre la desaseada opacidad que envuelve, en no pocas ocasiones, la actividad policial. Alguien tendrá que limpiarlos.