Godless. No hay más pistolas en el valle
Sin querer queriendo, por tercera semana consecutiva hablaremos de –sí amigos y amigas, lo habéis adivinado– Steven Soderbergh (es la última, lo juro por Al Swearengen). Recuperamos su faceta como productor, esta vez apoyando un proyecto en las antípodas de The Girlfriend Experience, obra que además estaba basada en un título previo que llevaba su firma. En Godless, el director de Erin Brockovich (2000) pone la pasta (es un decir) y ejerce como productor ejecutivo de Scott Frank. Las vidas de ambos se cruzaron por primera vez allá por 1998, cuando el segundo adaptó la novela de Elmore Leonard Out of Sight, que Soderbergh se encargó de llevar a la gran pantalla. Ahora, el realizador de Atlanta respalda al que fue su guionista en el que probablemente sea el reto más ambicioso de la carrera de Frank: una miniserie de siete capítulos que se encarga de escribir y también de dirigir. No es un novato, ahí están sus películas The Lookout (2007) o Caminando entre las tumbas (2014), un thriller protagonizado por Liam Neeson en el que Frank demostraba cierto talento para trasladar el trauma del personaje principal a los ambientes, al tiempo que presentaba sus respetos a la novela de Lawrence Block (la décima del ciclo Scudder) y se erigía en continuador de una tradición.
Puede que en aquella película que pasó un tanto desapercibida en nuestro país haya una pista que nos ayude a comprender mejor –a contextualizar– esta Godless, sin duda una de las más notables producciones de Netflix hasta la fecha. Frank tiene una larguísima carrera como guionista y en ella se ha encargado de adaptar para la gran pantalla a novelistas como los citados Leonard o Block, pero también a Philip K. Dick (firmó el guion de Minority Report junto a Jon Cohen); de adecentar remakes innecesarios (El vuelo del Fénix) o de suscribir guiones propios que contraían deudas de sangre con realizadores de la talla de Alfred Hitchcock (desde el Morir todavía dirigido por Kenneth Branagh hasta La intérprete de Sydney Pollack). Sirva todo este listado para justificar el conocimiento y la querencia que el director nacido en el estado de Florida tiene por un determinado tipo de cine vinculado al clasicismo. Siguiendo esa línea, el último objeto de deseo de Frank no es otro que Raíces profundas, el celebérrimo western protagonizado por Alan Ladd y Jean Arthur, dirigido por Georges Stevens en 1953. Lo curioso es que Frank lo metaboliza y nos los devuelve convenientemente modificado hasta en dos ocasiones. Primero en su guion para Logan (James Mangold, 2017), la que para mí es una de las grandes películas del pasado año y, después, claro está, en Godless. Y aunque uno pudiera pensar que estas dos propuestas se parecen tanto como Downton Abbey y Los Serrano, lo cierto es que, a partir de la mítica película de la Paramount y su recorrido por la evolución del género en el que se inscribe, tienen no pocas cosas en común.
En Logan, la cita al filme de Stevens es literal y doble: primero, Laura (Dafne Keen) y el profesor Charles Xavier (Patrick Stewart) ven la película en una habitación de hotel; finalmente, el filme de Mangold se cierra con la niña pronunciando la frase con la que Alan Ladd se despide de Joey ("there aren't any more guns in the valley", "no hay más pistolas en el valle") en un momento que hace que el vello de la nuca se te ponga como una pared pintada al gotelé.
Si entendemos que Raíces profundas (Shane en su formulación original) figura entre las elegidas para ocupar un puesto en el Olimpo del western, podemos establecer que la película de Mangold propone una interesante relectura del mito. Si el personaje de Alan Ladd era un pistolero reencarnado en agricultor que no podía escapar a su naturaleza, el avejentado Wolverine interpretado por Hugh Jackman es un conductor de limusinas cuya condición de superhéroe siempre acaba anteponiéndose a cualquier intento de alternativa vital. Sin embargo, mientras en el filme de los cincuenta el héroe era capaz de eliminar a sus enemigos y salvar a la familia a la que protegía, en Logan eso ya no es posible y solo las nuevas generaciones pueden ser capaces de brindar esperanza a un mundo cruel y despiadado. En resumen: Logan es Shane filmada por Sam Peckinpah.
No está de más mencionar que esta libre adaptación de El viejo Logan, novela gráfica escrita por Mark Millar, también propone otro acercamiento a la cuestión mitológica, esta vez a partir del juego metalingüístico que se establece a partir de los propios cómics de X-Men: se asume como realidad algo que solo aparece en una obra de ficción; el Edén al que Laura tiene que llegar solo está documentado en un cómic (las conexiones con los textos sagrados son más que evidentes). Finalmente, ese lugar inventado será posible (o se hará posible) gracias a la fe y el tesón de esa pequeña tribu de niños (mutantes) perdidos a la que Laura pertenece: convertir el mito en realidad depende de la voluntad humana.
Historia(s) del Oeste
Sea o no de manera consciente, esas sinapsis que van de Raíces profundas al western crepuscular atravesando Logan y Godless están ahí y empapan todas las capas dramatúrgicas y formales de ambos relatos. Si nos fijamos en el diseño de personajes, Logan es una suma de Roy Goode y del sheriff McNue (un héroe viejo). Desde un punto de vista me atrevería a decir que filosófico, Logan revisa la película de Stevens desde una óptica peckinpahiana como demuestran su marcado nihilismo y el retrato de un mundo decadente, poblado por seres despreciables (también están ahí el respeto a la hora de filmar la muerte de los que se dejan el pellejo por los demás). Godless acomete una operación más complicada, puesto que constituye un repaso de la evolución del western que viaja desde el clasicismo que representan títulos como Raíces profundas o Cimarrón (Anthony Mann, 1960) a la visión apenumbrada del género de Grupo salvaje (Sam Peckinpah, 1969). Y aunque en su último episodio todos nos acordemos del director de Pat Garrett y Billy el niño (1973), lo cierto es que la serie de Frank también recorre otras épocas, otras latitudes y otros autores que van de Sergio Leone y la tradición que su figura representa (esa secuencia en el cementerio) a la cumbre del western contemporáneo, honor que corresponde a Sin perdón (Clint Eastwood, 1992), llegando incluso a citar la última película del oeste posible que no es otra que El rostro impenetrable (Marlon Brando, 1961), título en el que la aparición del mar alerta del fin de un género que tiene en el horizonte una de sus principales señas de identidad. (Un paréntesis, ya que hemos citado a Eastwood: él también reinterpretó Raíces profundas en su magnífica El jinete pálido. Fin de la cita).
Todo eso está en Godless y, no obstante, las fuentes cinematográficas no son las únicas de las que se nutre el guionista de Cómo conquistar Hollywood (Barry Sonnenfeld, 1995). La influencia de Cormac McCarthy, y más concretamente de Meridiano de sangre, es más que evidente, sobre todo si nos fijamos en Frank Griffin: es como arrancar al juez Holden de las páginas de esa obra inconmensurable y darle cuerpo. Ahí están su vena mesiánica y su sadismo, una suerte de dios hecho a sí mismo que dispone del resto de la humanidad a su voluntad. Tampoco es descabellado observar cierto parecido entre este tótem de la literatura contemporánea y Logan, sobre todo atendiendo a la concepción de la frontera que tienen ambas obras, pero vayamos a otra cosa, que no me he traído los zapatos de golf y no quiero meterme en este barrizal.
Tiempo al tiempo
Godless es una serie que reivindica su propia duración. En el episodio tercero, Roy enseña a Truckee a montar a caballo. La secuencia es larga, se toma su tiempo, defiende que el aprendizaje es un proceso generalmente largo, que dominar una disciplina o adquirir un conocimiento requiere dedicación. En el fondo, es un consejo que vale para la propia serie. Sus capítulos duran más de una hora, tiene un tempo reposado, permite que los personajes se transformen paulatinamente ante nuestros ojos y no teme abandonarse a la contemplación del paisaje, uno de los elementos clave del género. Scott Frank no busca que pasen muchas cosas, sino que las cosas que pasen importen. Nos importen.
Es cierto que el capítulo sexto –que funciona casi de manera autónoma, lo que no deja de ser un signo de la teleficción actual– rompe esa cadencia, que ese flashback excesivamente musicado y más corto que el resto de partes casi hace que la serie pierda el equilibrio. No sé si es tanto un desliz como la plasmación del deseo de rebajar la tensión con una píldora anticlimática antes de que la épica se apodere de un episodio final con duración de largometraje.
A nivel visual, Frank parece apropiarse del gusto por los filtros de su productor ejecutivo (sí, ese en el que estáis pensando) aunque a veces su uso parezca más un capricho que un recurso expresivo (algo que no sucede con Soderbergh). A pesar del impacto de determinadas escenas más grandilocuentes que grandes –asociadas casi siempre al primer y al último capítulo–, Godless funciona mejor, ofrece más hallazgos, cuando es más íntima. Por más que el tiroteo final nos mole, la secuencia de la lectura de las cartas entre Alice y Roy en la que el deseo se plasma con un suave travelling de acercamiento y el cambio de foco, o la de la doma de caballos por parte de Roy Goode, contienen un mayor dominio del medio que los momentos más violentos o más sórdidos; aunque ahí también hay alguna joya, como el juego con la iluminación a lo Sin perdón en la muerte del personaje interpretado por Sam Waterston (lo sé, os estoy friendo a spoilers).
La ciudad de las mujeres
Cuando antes repasé las referencias genéricas a las que Godless alude, dejé fuera una. Lo hice adrede. Hablo del western femenino. Hablo de Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1954), de Las furias (Anthony Mann, 1950), de 7 Women (John Ford, 1966) o de Meek’s Cutoff (Kelly Reichardt, 2010). Scott Frank se mira en el potencial dramático de los personajes femeninos que habitan esas películas y trata, sin dejar de ser fiel a la época en la que se inscribe la película, de modernizar sus comportamientos. Ahí está Alice Fletcher que no quiere tener un romance con Roy Goode, quiere sexo. O Maggie (Merritt Wever), que proclama su condición homosexual en mitad de la calle. O la inmigrante alemana interpretada por Kayli Carter, que acaba teniendo una relación ‘peculiar’ con el detective de la agencia Pinkerton que la persigue (amén de andar siempre desnuda), por no hablar de esa prostituta reconvertida en maestra de escuela a falta de clientela. Pero no solo hay una actualización de las conductas sexuales. Al fin y al cabo, en Godless mandan ellas, sin que eso suponga evitar los conflictos que se generan entre las propias mujeres, principalmente porque han de desligarse de un modelo aprehendido por el que han sido sometidas (sí, sí, me refiero al heteropatriarcado versión 1880): no es fácil desprenderse de esas imposiciones que, a fuerza de perpetuarse, se naturalizan.
En una comunidad casi exclusivamente femenina, ellas hacen que todo funcione y ellos, esta vez convertidos en elemento exógeno, vienen, básicamente, a joderles la existencia: bien sean los repugnantes mercenarios contratados por la compañía minera, bien Frank Griffin y su banda. Dominación o exterminio. Los otros, los que ayudan, tampoco quedan muy bien parados: Roy Goode es más un objeto con un uso muy concreto que, una vez empleado, se va. Y el ayudante del sheriff es un niñato inmaduro (imposible no pensar en el Leonardo DiCaprio de Rápida y mortal, de Sam Raimi) al que la vida le da una lección de madurez exprés (sí, es un eufemismo).
Si en Raíces profundas Shane eliminaba cualquier amenaza que perturbara la paz de una familia ‘como Dios manda’; en Logan el único futuro posible, ese por el que merece la pena sacrificarse, ya no se identifica con la vieja institución familiar sino con una niña mestiza. En Godless, tras la confrontación final, el porvenir queda completamente en manos de las mujeres. En las tres, cuando aparece el The End, ya no hay más pistolas en el valle.