Fue hace ya casi veinte años, en La Habana, Cuba, gracias a la cortesía de Elíades Acosta, entonces director de la Biblioteca Nacional "José Martí". Había ido a Cuba a grabar un par de programas de Los libros, que entonces dirigía y presentaba en TVE, y ese programa era un homenaje a Orígenes, la gran revista literaria de Lezama Lima que financiaba José Rodríguez Feo antes de la llegada de Fidel Castro al poder. Iba a hacerle una entrevista a los dos resistentes de la revista, Cintio Vitier y Fina García Marruz, los únicos que quedaban vivos entonces. El poeta falleció hace ya algunos años, pero su mujer, Fina, sigue ahí, viendo pasar el tiempo, resistiendo a la memoria y al olvido.
Me vi, entonces, en un espacio lleno de libros, una sala inmensa de la "José Martí", yo solo, con el original de Paradiso en las manos. Temblaba de asombro y tentaciones: el original eran hojas sueltas de un cuaderno escritas con la tinta verde de las cartas con las que Lezama Lima contestaba a sus admiradores. Ya conocía esa letra y esa tinta verde porque le había escrito a Lezama cartas que él siempre contestó, cartas en las que le pedía unos poemas suyos para componer una plaquette de las que publicábamos en Inventarios Provisionales en los primeros años setenta. Esa cartas, junto a otras de otros grandes monstruos de la literatura de lengua española, se perdieron en el momento de mi divorcio, hace ya casi treinta y cinco años, y nunca más volvieron a aparecer. Pero quedaba la memoria de la tinta verde que entonces tenía en mis manos, en el silencio de aquella inmensa sala llena de libros históricos y originales como Paradiso. Sólo se escuchaba el zumbido repetitivo de los aparatos de aire acondicionado. Y una voz pesada en mi interior que me tentaba a quedarme con algunas de aquella hojas del libro sagrado cuyo original tenía en mis manos.
No caí en la tentación finalmente, no robé nada: me pareció, y ahora lo reitero, un sacrilegio sacar de aquel lugar unos papeles que no me pertenecían en lo más mínimo. Pero sí, tuve una tentación enorme de hacerlo. Al fin y al cabo, era Paradiso, uno de los libros sagrados que conforman la cubanía absoluta junto a El contrapunteo del tabaco y el azúcar, de Fernando Ortíz, y El Monte, de Lydia Cabrera. De estos dos últimos guardo en mi biblioteca personal primeras ediciones, junto a Paradiso, si no en su primera edición en la segunda. Ese libro es tan grande en español como lo es el Ulises de Joyce en inglés. Pertenecen a la misma tribu de libros excelsos, sagrados y únicos, donde situaría también Rayuela de Cortázar, gracias precisamente a quien Paradiso se lanzó universalmente y pudimos conocer semejante tesoro.
Paradiso, como el Ulises, descubre una lengua oculta, difícil, casi inaccesible; una lengua llena de insinuaciones y barroquismo, dignos -en el caso de Paradiso- del mejor Góngora; una lengua que inventa términos en cada jeroglífico y en cada esquina de la frase; una lengua llena de apariciones y encuentros especulares que llena de inquietud al lector; un lector que no puede ser otro que aquel que ya sabe que la literatura es la verdadera religión o que cree que la literatura es una equivalencia de la verdadera religión, algo que le es tan necesario como el agua y el aire. Y yo había tenido en mis manos aquel original de Paradiso al que ya le faltaban muchas páginas: en tinta verde la letra de Lezama Lima, aquel gigante que sin salir de La Habana (sólo una vez en su vida viajó a Puerto Rico a mirarse con médicos el asma que lo atosigaba) conocía a la perfección todas las literaturas del mundo habidas y por haber, y sabía la hora exacta que era aquella en la que hablaba en una cantina de La Habana mientras el reloj corría en el resto del planeta.
Calle Trocadero 162, bajo, La Habana: esa era la casa de Lezama Lima que yo visité en tres o cuatro ocasiones durante mis correrías por Cuba, 23 viajes hasta el año 2000 exactamente. La biblioteca personal de Lezama ya no estaba allí. Aparte de esquilmaciones y latrocinios, quedaban pocos libros de los de la época de Orígenes y el retrato que Portocarrero había hecho al coronel. Quedaba poco en Trocadero 162, bajo, pero el alma de Lezama se paseaba vaporosa y gorda por aquel que fue el cielo obligatorio y lugar de peregrinaje de toda la literatura de lengua española que pasaba o vivía en La Habana, Cuba.
Ahora tengo ese recuerdo de la casa de Lezama en Trocadero y de la sala enorme de libros sagrados de la biblioteca "José Martí". Y el original de Paradiso en mis manos, la tinta verde de Lezama, un genio que inventó una lenguas literaria para escribir.
Entre estos años, un día en Manhattan, Nueva York, en la calle 42 llegando a la Madison Avenue, vi salir de un cafetín y venir hacia mí a un hombre gordo que se parecía a Lezama Lima, el hombre que escribió su Biblia en tinta verde. O su espíritu flotando en el vientre del monstruo. Llevaba una de las corbatas que se ponía Lezama, con el nudo que le hacía Lezama. Los pantalones con el cinturón apretado por encima del orondo estómago. El caminar con los pies hacía adentro. La camisa a rayas. Los zapatos marrones. ¿Era Lezama? Sin duda esa imagen era una emanación del gran poeta cubano: llevaba en los labios un tabaco cubano, prohibido entonces en Nueva York. Era Lezama, que regresaba ese día para recordarme que estuve a punto de robar, algunos años antes, páginas en tinta verde de su Paradiso. Me miró fijo un segundo, estiró su boca, el humo le salió por la nariz y me fijé en su bigote. Nunca me olvidaré de ese regalo de Lezama desde el otro mundo, una vez, hace años, en Manhattan, Nueva York, el vientre del monstruo, según José Martí.