Julio Cortázar, comprando libros en los 'bouquinistes' de París (1967). Foto: Pierre Boulet (cortesía de Fundación Juan March).
En 1958, tras haber terminado su primera novela, Los premios, Cortázar empezó a dar síntomas de tedio hacia el género novelístico. Sus reglas se le quedaban estrechas para todo lo que él quería embutir dentro: "Muchos deseos, muchas nociones, muchas esperanzas y también, por qué no, muchos fracasos". Es lo que le explicaba al escritor y lingüista Jean Barnabé por carta ese mismo año. Pero tenía muchas dudas. No veía el punto de fuga ni el de ataque para lanzarse sobre las cuartillas. Al final se puso manos a la obra y con el swing espontáneo de un músico de jazz empezó a entintarlas, con un lenguaje "tan brutal y tan poco literario que a mí mismo me rechaza la relectura ". En ese estado alucinado entre la ambición y la incertidumbre alumbró Rayuela, que él mismo calificó como "una crónica de la locura".
A pesar de sus inseguridades (Cortázar no tenía claro que algún editor asumiera el riesgo de amparar aquel "artefacto"), la ¿novela? vio la luz en 1963, bajo el sello Sudamericana, gracias al respaldo de Francisco Porrúa, que creyó desde un principio en la excéntrica propuesta cortazariana. Hay alguna dificultad para fijar el día exacto en que apareció. Alfaguara, que ahora publica una cuidada reedición, con fragmentos de la correspondencia de Cortázar en los que alude a la popular obra y a los desvelos y recompensas que le procuró, señala que fue el 28 de junio. Por tanto, estamos en las vísperas de soplarle 50 velas a un libro clavado en la médula sentimental y literaria de varias generaciones de lectores, en el que la Maga y Horacio de Oliveira mezclaban amor y azar en las calles de París.
La deconstrucción que le aplicó Cortázar a la novela, con sus itinerarios alternativos de lectura, sigue dando de qué hablar. Muchos aplauden cómo le reventó las costuras a las convenciones del siglo XIX que el género arrastraba. Julián Ríos, endeudado eternamente con Cortázar ("Él me ayudó mucho en mis comienzos"), es uno de ellos: "Sí, la desencorsetó y la liberó de ataduras académicas. Frente a la pesadez más o menos decimonónica y canónica, Cortázar proponía la ligereza. O la levedad, como diría mucho después Calvino en Seis propuestas para el próximo milenio". Y le atribuye además la cualidad de haber balizado el terreno que debía recorrer la modernidad a posteriori: "Su arte combinatorio y aleatorio prefiguró la hipertextualidad y la cultura numérica de la era digital. Los nuevos lectores, viajeros habituales del ciberespacio, controladores de su propia lectura no lineal, pueden descubrir sin dificultad la cosmopista que abre la obra de Cortázar".
Como contrapunto al elogio, se levantan también voces para oponer algunos reproches a la supuesta originalidad de Rayuela. Patricio Pron, autor de El comienzo de la primavera, no se anda con paños calientes: "Es un libro fallido porque su presunta novedad formal no es tal (los autores en torno al Oulipo venían anticipándola desde hacía años y ya se habían producido desarrollos similares en la literatura anglosajona) ni resulta apropiada al planteamiento de la historia y porque los conflictos de sus personajes son irrelevantes". El editor Mario Muchnik, amigo personal de Cortázar durante décadas, comparte el diagnóstico de su compatriota: "A mí la primera vez que la leí me pareció un jueguecito y me decepcionó. Ahora que ya tengo una edad le diría a Cortázar que no eran necesarios esos saltos y esas rupturas. Debajo de esos artificios tenía un gran novela".
Muchnik, que a sus años ya no está para imposturas ni poses, confiesa que la segunda vez que ha leído Rayuela ha sido hace pocos días nada más: "Y sigo pensando que es un jueguecito. Pero ya he dejado de verlo como un libro menor de Cortázar. Esta vez me ha deslumbrado. Es que es un narrador de los de raza". El histórico editor saca a relucir un pequeño ensayo de Walter Benjamin para hacer un ejercicio de entomología literaria con Cortázar. Es El narrador , publicado en 1936: "Ahí distingue entre novelistas, que no saben contar si no se ponen a escribir, y los narradores, que son los que cuentan de manera orgánica, como si respirasen". En este segundo grupo, a su juicio, estaría el autor bonaerense: "Cuando se pone a contar es el momento de decir: 'Chicos, silencio, que ahora va a hablar Cortázar'. Es un narrador hipnotizante, que hasta contando la acción más banal o cotidiana, como coger un autobús, te mantiene absorbido".
Cortázar tocando la trompeta. Foto: Cortesía Fundación Juan March
El mencionado consenso, sin embargo, "salta por los aires", según Pron, "cada vez que alguien trae a colación Rayuela". En gran medida, advierte, porque "en la discusión acerca del libro sus defensores esgrimen siempre (curiosamente, o no) argumentos puramente sentimentales: Rayuela sería un libro magnífico porque son magníficos los viejos amigos, los álbumes de cromos de la infancia y las novias de la adolescencia". Los criterios para juzgar la obra escaparían a lo estrictamente literario y caerían en "el peligroso ámbito de la nostalgia autocelebratoria".
Carles Álvarez Garriga, editor de los cinco tomos de la correspondencia de Cortázar publicados por Alfaguara el año pasado, no lo ve así. Y considera que sí, que en Rayuela hay "al menos algunas de la mejores páginas de toda su obra". Cita como ejemplo el comienzo del capítulo 73: "Sí, pero quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rue de la Huchette, saliendo de los portales carcomidos, de los parvos zaguanes, del fuego sin imagen que lame las piedras y acecha en los vanos de las puertas, cómo haremos para lavarnos de su quemadura dulce que prosigue, que se aposenta para durar aliada al tiempo y al recuerdo, a las sustancias pegajosas que nos retienen de este lado, y que nos arderá dulcemente hasta calcinarnos".
Julián Ríos tercia para incorporar una visión sintética y conciliadora entre ambos registros (cuentos/novelas) cortazarianos: "En Rayuela hay episodios de antología, como el de la pianista Berthe Trépat pero creo que la obra de Cortázar gana al apreciarla en su conjunto, al conciliar los opuestos (el cuento cerrado y la novela abierta, por ejemplo), al comprobar en definitiva la continuidad de los parques temáticos". Porque, como advierte Cortázar desde la primera frase, "este libro es muchos libros", que conectó (conectaron) sobre todo con lectores jóvenes, por sus modales rebeldes, su idealismo romántico y su promiscuidad verbal. "Los protagonistas de Rayuela muestran que las palabras hacen el amor en la página y que la vida sexual de las palabras es una forma de metamorfosis en la que el verbo se hace carne", afirma Julián Ríos.
El autor de Historias de Cronopios y Famas se vio sorprendido por el impacto de la novela entre las nuevas generaciones. Algo que le otorgó un brillo de celebridad que siempre le costó ocultar por su gran altura. Cuenta Muchnik que una vez paseando con él por la Plaza del Rey de Barcelona, Cortázar decidió pararse a escuchar a un grupo de jóvenes que estaban tocando canciones argentinas. Un chico que tenía una bolsa de galletitas se le acercó discretamente y le ofreció una. "Esto es todo lo que te puedo dar. Es muy poco a cambio de lo que tú me has dado a mí", le dijo. El joven y Cortázar espontáneamente se abrazaron. Pero quizá la mayor recompensa por escribir Rayuela la recibió de una chica norteamericana. Abandonada por su novio, estaba decidida a suicidarse. Hasta que alguien, en un drugstore, le pasó la ¿novela? El desenlace lo recuerda Cortázar en una carta fechada en el 72: "Me escribió semanas más tarde, reconciliada con la vida, entendiendo admirablemente cada página del libro, decidida a recomenzar y a buscar". Locura que salva a locura.