La Reina de Panamá
La oncóloga y escritora Rosa María Britton era divertida, una gran profesional de la medicina e incansable en sus evangelios laicos
Se ha muerto en Panamá, hace unos días, Rosa María Britton, muy amiga mía, escritora, novelista, la más reputada oncóloga de Centroamérica. Yo la llamaba la Reina de Panamá, y lo era: su popularidad era inmensa, tenía un corazón único, de un metal caro y generoso; feminista al pie de la letra, abogaba a gritos por una educación sexual como parte de una necesaria educación integral del ciudadano; de eso daba clases a los reclusos en las penitenciarías panameñas, con un amor de madre que se erguía por encima de las miserias humanas y daba ejemplo a todos los demás. Un ser humano excepcional, dicharachero, sociable hasta la carcajada, enemiga solemne de la solemnidad. Ella fue la que dio con mi equilibrio definitivo y me recomendó hace quince años la pastillita hipnótica que me tomo todas las noches para dormir como un niño chico. "Con la edad que tienes, ¿qué importa una adicción más?", me dijo muerta de la risa cuando me consiguió el tesoro de mis noches que fueron, desde entonces, más apacibles y placenteras. Era una amiga de verdad la Reina de Panamá, que llevaba el apellido de su marido, Carlos Britton, llamado 'el Gringo' en familia y entre los amigos, un personaje de novela, muy Hemingway, grandísimo lector de todo y generoso como pocos.
Rosa María tenía dos perritas, Linda Patria y Lolita Candela, que me saludaban con ladriditos domésticos y cariñosos en cuanto entraba por la puerta de su casa a tomarme con los Britton un par de tragos del ron panameño 'El Abuelo', uno de los mejores que haya probado en mi vida, incluidos canarios, jamaicanos, cubanos, dominicanos, venezolanos, nicaragüenses, guatemaltecos, puertorriqueños y toda la riada de aguardiente de caña de la gran Centroamérica y el Caribe. Ella llamaba a su marido Carlos y Britton, indistintamente, cuando no, como he dicho antes, "Gringo"; él la llamaba a ella "RosMery" y "Darling". Cuando 'El Gringo' falleció, ella se murió a medias, pero nunca dejó de ser la protagonista de esa novela interminable que fue su vida. El primer lector de sus novelas, antes de que se editaran, era el mismo 'Gringo', minucioso, lento y riguroso lector, pertinaz crítico hasta del gran Joyce, a quien ponía reparos como si hubiera vivido siempre en un Dublín que jamás pisó. Hemingway era su escritor, pero tampoco vivió en persona ninguna de las aventuras de Papa aunque se supiera sus novelas y reportajes de memoria.
Ella escribió entre otras novelas panameñas El ataúd de uso, un sarcástico relato no tan rural aunque sí primigenio que caminaba entre su lugar de origen, Cuba, y el lugar de su vida. Escribió Al otro lado del paraíso, una muy buena y madura novela, y lo último que leí de ella fue su novela Tocinos de cielo. Es lo que era ella: un tocino de cielo lleno de vida, de amistad grande y de realidad enorme.
Podría yo mismo escribir un relato que comenzara en su casa de playa, en la misma playa de Farallón donde descansaba Omar Torrijos; una playa caribe, de arena entre rubia y morena, indistinguible pero fina, apenas con olas salvo bajo tormenta y de aguas tan cálidas como el ardor de un milagro de placer. Su casa, en la misma orilla de la playa de Farallón, era una construcción de madera, de dos pisos y con techo a dos aguas, creo recordar. Una casa que pareció tambalearse una de las noches que pasamos allí, cuando un turbión de agua rompió los cielos y cayó con ruido y furia durante horas sobre nuestra nocturna felicidad, mantenida hasta altas horas de la noche con botellas de champán, chistes y chismes internacionales y unas carcajadas que debían oírse al otro lado del Pacífico. Era la Reina de Panamá, pues, ¿de qué nos extrañamos? No había enfermo que no curara, salvo que fuera ya insanable en su mal; entonces no se separaba de aquel paciente hasta el final porque para ella ayudar a la gente a bien morir era como ayudarlos a seguir viviendo. Y escribía. Escribía sin parar, como si estuviera poseída por las diosas y buenas brujas de aquel Caribe que no era exactamente Caribe, aunque pareciera el más Mar Caribe de todos los que existen y los escritores y músicos podemos inventarnos.
Aquella casa de madera de la que hablo bailaba durante la tormenta tropical al son de la caña, el champán con jugo de naranja helado, desde las madrugadas y el desayuno hasta la noche cerrada: literatura, política, medicina, vida y música eran parte de su circulación sanguínea, y cuando calmaba la tempestad, con una sonrisa que le llegaba a las orejas exclamaba: "¡Ya se fueron los malos! Champán, una copa más de champán". Pareciera que hablo de una dipsómana, y nada más lejos de mi intención, sino todo lo contrario: divertida incansable en sus momentos de ocio y con los amigos; gran profesional en su trabajo médico, incansable en sus evangelios laicos. Mi amigo Juan David Morgan, panameño de pura cepa, sabe que digo la verdad. Su amigas y amigos saben que digo la verdad: se ha muerto la Reina de Panamá, la nobleza, blanca, negra, mulata y mestiza centroamericana (no los nobles de sangre, sino de espíritu) está de luto. Y yo también. Aunque brindo por la doctora Britton desde Madrid y me abrazo a Panamá por una pérdida que deja un hueco en el corazón del tamaño de un cráter de volcán.