Un cuarto de siglo en los tiempos tan acelerados que vivimos implica unos cambios profundos tanto en la sociedad como en todas expresiones culturales que emanan de ella. Sin embargo, ni la literatura ni el cine ni el arte pictórico o escultórico se pueden comparar con las transformaciones radicales que han acaecido en el ámbito de los videojuegos.
Para bien o para mal, el medio está inextricablemente unido al progreso tecnológico. Por muchos precedentes que encontremos en las tradiciones lúdicas alrededor del mundo, del ajedrez al go, podemos situar su nacimiento en los albores de la era de la computación.
Aunque llevó décadas pasar de las señales de un oscilómetro al procesador de textos y de ahí a gráficos renderizados en tiempo real, primero en píxeles y luego en polígonos, desde los noventa las revoluciones no han dejado de sucederse.
1998 fue un año histórico para los videojuegos, con muchos lanzamientos seminales cuya influencia sigue resonando hoy en día. Juegos que se erigieron en clases magistrales sobre cómo construir mundos en tres dimensiones, cómo incorporar actores y secuencias cinemáticas a narrativas cada vez más expansivas y cómo involucrar al jugador de una manera más visceral.
1998 fue un año histórico para los videojuegos, con muchos lanzamientos seminales cuya influencia sigue resonando hoy en día
Dentro de las producciones internacionales, empezaré por Metal Gear Solid 2: Sons of Liberty (2002), la obra cumbre de Hideo Kojima, un verdadero auteur. Uno de los ejemplos más paradigmáticos de videojuego postmoderno, Metal Gear Solid 2 se adelantó una década a fenómenos como la postverdad o las cámaras de eco en uno de los relatos más determinantes sobre los peligros en la era de la información.
Shadow of the Colossus (2005) transmite la visión poética de Fumito Ueda con un relato casi desprovisto de palabras, pero rico en su resonancia emocional. Jenova Chen hizo lo propio con Journey (2012), un juego al alcance de todo el mundo por su sencillez formal, pero capaz de iluminar verdades universales sobre el mismo sentido de la existencia desde una perspectiva espiritual.
Bloodborne (2015) es un homenaje a la literatura gótica del XIX antes de que se revele como una meditación sobre el terror existencial auspiciado por Lovecraft, un macabro relato que marida como nadie una jugabilidad tensa con una dirección artística prodigiosa.
Disco Elysium (2019), del novelista estonio Robert Kurvitz, es literatura de alto voltaje, un auténtico tratado de filosofía, doctrina política y sociología en una historia de detectives repleta de personajes fascinantes. Por último, Final Fantasy XIV (2013-2021) de Naoki Yoshida, con un arco desplegado a lo largo de una década con los personajes más entrañables imaginables en un verdadero caso de gigantismo narrativo.
En el ámbito nacional, tenemos algunos títulos de los que nos podemos sentir orgullosos, a pesar de la falta de apoyo social e institucional que durante décadas ha lastrado la creación de un tejido industrial tan sólido como en países del norte de Europa.
En 1998, Commandos: Behind Enemy Lines (1998), de Gonzo Suárez e Ignacio Pérez Dolset, se convirtió en una sensación mundial con su mezcla de estrategia y sigilo ambientada en la Segunda Guerra Mundial. Castlevania: Lords of Shadow (2010), dirigido por Enric Álvarez, demostró que se podían hacer superproducciones desde San Sebastián de los Reyes.
Gris (2018) maravilló a todos con la frescura de las evocadoras imágenes conjuradas por el artista Conrad Roset y Blasphemous 2 (2023), de Enrique Cabeza, llevó al mundo el barroco español. Quizá ninguno pudiera competir con los de la lista anterior, pero son títulos muy notables que sí se erigieron en hitos de la industria patria.
Estos 25 años han transformado los videojuegos por completo, situándolos en el epicentro de la cultura popular y erigiéndose en el mejor canal de intercambio cultural entre Oriente y Occidente.